7. Ángel negro

El fuego se esparcía en mortíferas lenguas, lamiendo cada rincón de aquel escabroso laberinto de horrores. Gritos espeluznantes brotaban desde el abismo sin fondo; agonía infinita de los condenados.

Muerte, tortura, oscuridad.

Era lo que aguardaba a las almas corrompidas al cruzar las puertas del averno.

Aleth recorría el lugar, inspeccionando cada rincón derruido por las llamas. Una sonrisa, mezcla de odio y satisfacción, afloró en los labios. La gabardina negra resplandeció con la lumbre escarlata; el cabello, otrora bruno, refulgió en un carmín letal.

Detestaba ese sitio con la misma intensidad que lo amaba.

Estiró los brazos, absorbiendo el néctar maligno proporcionado por los pecadores, lo que alimentaba a los demonios de su casta, al que, por su condición, podía acceder libremente. En cambio, los de baja ralea, no contaban con iguales privilegios. Continuó el recorrido, reencontrándose con el entorno. Le pareció que había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que estuvo ahí.

Monstruos, de apariencia repugnante, se apartaron al verla llegar y desde la distancia le hicieron una reverencia; la admiraban por la crueldad de sus castigos. No solo era un demonio peligroso y de alto rango, también la favorita del gran adalid. Habitante de los círculos más profundos, en donde se aplicaban terribles penitencias a humanos infames que habitaron en la tierra.

La mujer detuvo el andar frente a una gran fosa en llamas. Miles de almas se derretían como velas expuestas al calor. Una criatura, de tamaño y aspecto de anfibio, atizaba el fuego con una alegría perversa. Le quitó el instrumento metálico, sin previo aviso. Este se volteó a atacar al que osó interrumpirlo.

—Aleth —agachó la cabeza, advirtiendo quien era.

Ella no respondió el saludo. Con la barra pinchó el cuerpo de uno de los torturados, le dio la vuelta como una carne en el asador. Los gritos del infortunado fueron ensordecedores.

—Este se quemará enseguida —rio fuerte—. No es suficiente con rostizarlos. Exprímelos hasta la última gota, estos infelices tienen mucho para dar. —Estampó a la víctima contra la gigantesca parrilla.

La entidad demoniaca asintió, relamiéndose la arrugada boca, emulando a un perro que aguarda un jugoso festín.

La fémina prosiguió por el túnel, hacia otros lares del círculo. Atrás, los aullidos dolientes aumentaron la intensidad.

Al llegar a la parte más recóndita del séptimo redondel se le hizo raro no escuchar los lamentos del coronel, personaje destacado en el infierno por su rebeldía y alta maldad, que lejos de menguarse, se potenciaba con cada castigo.

Cruzó la estancia y encontró a Nínive sola; en el rostro de esta se reflejaba una rabia descomunal.

—¿Dónde está Naún? ¿Le diste el día libre? —Se carcajeó—. Por todo el infierno se ha esparcido la noticia de que tus métodos ya no surten efecto en el coronel Lamar. Haz algo o corres el riesgo de ser degradada —amenazó.

—Está con el adalid. Y descuida, se me han ocurrido ideas interesantes que estoy deseando aplicar cuando esté de vuelta.

Naún reunido con el adalid, un privilegio que no todos tienen. Reflexionó, ocultando la sorpresa.

—Aleth, ¿tú sabes para qué lo llamó? —se atrevió a preguntar.

—Nínive... —Aleth le devolvió una mirada oscura, indicio de que no le diría nada, porque en sí no lo sabía.

No permitiría que nadie se enterara; todos la tenían como cercana al alto príncipe, a quien le confiaba sus planes más siniestros. Se marchó, ocultando la ansiedad y el enojo que le carcomía. Debía averiguar por qué no se le informó de dicho concilio.

En cuanto estuvo lejos y segura de que nadie la miraba, se tamizó al tercer círculo. No obstante, su presencia fue sentida por el centinela que custodiaba esa zona.

Cerbero, que descansaba sobre el suelo rocoso, se irguió sobre sus cuatro patas. Las tres cabezas, de mirada sangrienta, olfatearon con avidez y agitó con fulgor su cola de serpiente. El estado invisible de Aleth no logró engañar a ese demonio del pozo.

Notó que la bestia se preparaba para lanzar su horrísono ladrido y se materializó de inmediato. Cerbero se calmó al verla, mas no podía fiarse. Aunque ambos eran habitantes del infierno, el animal informaría al príncipe de su visita, lo que le traería problemas por no haber sido invitada.

Pensando en ese detalle y aprovechándose de la confianza que despertó en él, le dio a beber agua del río Lete. Lo necesario para provocarle una amnesia transitoria. El guardián canino se sumergió en un profundo sueño, Aleth lo rodeó e ingresó sigilosa en la fortaleza de piedra.

El atronador sonido de una lluvia fortísima, de granizo afilado, se oyó en las afueras de los ventanales. Provocando agudos lamentos de dolor en los condenados; las voces abrasaban el habitáculo como un hierro candente. Un coro pesaroso que al adalid le encantaba, era de entenderse que fuera su rincón favorito del infierno.

Aprovechó la baja luminosidad del lugar para esconderse tras una de las columnas. Desde ahí observó al príncipe agarrar del cuello a Naún, furioso por la osadía de este, a quien le recordó cuál era su posición en el infierno y que no se atreviera a traicionar el acuerdo.

Esto último le sorprendió. ¿Qué acuerdo podía haber entre Naún y el adalid?

Luego dejó caer al coronel al piso, sin delicadeza alguna. Degustó de buena gana ver a Naún humillado, postrado como un perro.

—Disculpe mi atrevimiento, mi señor —dijo Naún, adoptando una postura sumisa—. La preocupación de que el plan pueda verse afectado ha hecho que actúe impulsivamente.

¿Plan? ¿Qué plan? La expresión de Aleth se ensombreció.

—Ya te dije que nada va a salir mal. —El príncipe cortó lo que iba a decir, alarmado por algo.

Cuando este empezó a captar aire con ímpetu, comprendió que estaba en serios problemas.

Aleth expulsó la energía que minutos antes absorbió de las almas, cubriéndose de una capa de malignidad que, esperaba, la camuflara. No es que temiera los horrores que caerían sobre ella, pero era más satisfactorio infringir dolor que sentirlo. Así es como había resistido hasta llegar a ser lo que era: un ángel del infierno, despiadado.

El temible ser inhaló con fuerza, para después finalizar la insistente inspección al no volver a ubicar el singular aroma.

El truco surtió efecto, Aleth sonrió a medias. Lo sucedido también fue una revelación para ella: El mundo humano la estaba afectando.

Cuando estuvo segura de que su presencia no volvería a atraer la atención, se aventuró a otear con el desparpajo de un experto espía que no teme ser descubierto. Desafió tácitamente la autoridad del caudillo que presidía la reunión. No fue invitada, pero estaba ahí de todas maneras.

Hubo un breve intercambio de palabras, después el adalid llamó a alguien. De entre la penumbra, surgieron unos seres. Las estelas oscuras de los hombres se mimetizaban con la negritud del salón. Los reconoció de inmediato. Eran los sujetos que se presentaron ante Gavriel.

A ambos los poseía una indecible maldad. Aleth se sintió ligeramente amenazada. El caudillo demoníaco solo reclutaba humanos por el vínculo que los unía a la mortalidad, lo que le venía bien para sus planes.

Cuando los tres hombres se saludaron, ahogó un gemido al saber sus nombres. Era peor de lo que imaginó. Había escuchado hablar de ellos y sus crueles andaduras.

Dionisio, como tantos otros, realizó un pacto que lo llevó a la oscuridad total, obteniendo a cambio un monstruo que lo encadenaba más, porque la mascota no era esa alimaña, lo era Dionisio.

En relación a Esculapio, podía ver a uno de los hijos del infierno viviendo en su interior, consumiéndolo, implantando ideas insanas en su cabeza. Había tomado posesión del cuerpo como si fuera el dueño de casa y Esculapio el intruso.

Sin darse cuenta, clavó las uñas en la piedra, en un acto inconsciente, creando un leve sonido, pero suficiente para que Dionisio volteara la cabeza hacia donde ella estaba.

Se miraron fijamente.

Los ojos de Dionisio brillaron en un tenue granate. Aleth supo que el desgraciado la delataría.

—¿Y qué hay con el escritor? —La voz de Naún interrumpió el contacto visual.

—Dionisio y Esculapio ya le hicieron una visita a Gavriel —dijo el adalid—. Quedó advertido.

—Se desmayó del miedo —agregó Esculapio, refiriéndose a Gavriel.

—Ahora que los tengo a los tres reunidos—prosiguió sin hacer caso a la interrupción—, ha llegado el momento de ejecutar el plan.

—He estado deseando que este momento llegara —manifestó Dionisio, ladeando la cabeza a un lado. La criatura adherida a él, emitió un chillido agudo e irritante de satisfacción.

Aleth iba a abandonar el escondite, antes de ser expuesta. Mas se detuvo por la mirada cómplice que le lanzó Dionisio. No quería deberle nada a un mortal, por más oscuridad que desprendiera, sin embargo, el que no la hubiera expuesto apenas la vio, picó su curiosidad. Permaneció oculta tras la columna de piedra, intrigada.

La reunión avanzó. El adalid fue describiendo el plan y el papel que cada uno de ellos desempeñaría.

—¿Estás seguro que Lucifer no se dará cuenta del cambio? —Naún formuló otra pregunta.

Percibió preocupación y miedo en la voz. Y no era para menos, lo que iban a hacer era una clara rebelión contra el amo del infierno. Ahora entendía la falta de confianza del príncipe, seguramente temió que fuera a contarle todo.

—Mientras ustedes le sigan suministrando la misma muerte y agonía, no notará quiénes la originan —contestó—. Desde este momento ustedes son los nuevos jinetes, mis jinetes —remarcó.

Luego de hacer un análisis de todo lo que escuchó, Aleth concluyó que tenía en sus manos al lugarteniente de Lucifer, y que podía sacar un inconmensurable provecho de la situación. No obstante, la sed de poder no la seducía tanto como saberse segura de la posición privilegiada que tenía entre las castas infernales. Por lo tanto, cual fuera el resultado de la rebelión, su postura neutral no la dejaría en la mira de ninguno de los dos príncipes oscuros.

—¡Marchen a cumplir con sus tareas! —los instó—. Preparen a la tierra para lo que será el gran Apocalipsis.

Los aludidos se tamizaron fuera del lugar, a ejecutar la orden. El adalid se desvaneció tras ellos.

Aleth dejó la columna, quedando en medio del salón, con la vista fija en la oscuridad. Sintió una presencia. Él había vuelto.

—Muéstrate y dime lo que quieres.

Dionisio emergió de las tinieblas, solo. La criatura no lo acompañaba, le pareció extraño. Esos monstruos eran como garrapatas, no se despegaban de la víctima asignada.

—Mi madre está aquí, el adalid me lo confesó. Quiero que la encuentres y la liberes —Dionisio fue directo en lo que quería—. Tú puedes desplazarte sin inconveniente por todo el inframundo, algo que yo no puedo hacer, por obvias razones, como ya lo sabrás.

—¡Me crees tu sirvienta! ¿Cómo te atreves a darme órdenes? —bramó Aleth, enojada por el tono de la petición.

—Si no lo haces, informaré de tu presencia en este salón —amenazó, sin mostrar temor alguno—. Poco me importa lo que ocurra conmigo. Si me arriesgo a pedirte esto, es solo por mi madre —zanjó.

La mujer pensaba decirle que a ella tampoco le importaba que el adalid se enterara, prefería mil veces ser degradada a la casta más baja antes que acceder a coacciones, empero, lo último que dijo Dionisio evidenció una clara emoción humana, a pesar de la densa oscuridad que reinaba en él.

Sacudió la cabeza. No era posible que... Debía averiguarlo.

—De acuerdo. Lo haré —accedió—. Llevará tiempo, eso sí. Y no pienses que con esto estaremos a mano, lo que me pides es un gran favor, así que serás tú el que tendrá una deuda conmigo. Deberás pagarla, ¿estamos?

Dionisio asintió, desvaneciéndose en la atmósfera.

Aleth se tamizó al séptimo círculo. Miró en rededor antes de materializarse, cerciorándose de que no había nadie cerca.

Iba caminando tranquila por uno de los senderos de piedra cuando a sus espaldas una voz la alertó.

—Tanto tiempo sin verte, Aleth. ¿Así es como te haces llamar ahora, hermana? —Se carcajeó la demonia que la interceptó en uno de los pasillos—. Dime, ¿el mundo humano te trajo recuerdos?

—Sabes perfectamente que no usamos nuestros verdaderos nombres. Y no somos hermanas —siseó. Le irritaba la idea de que algo la uniera a ese despreciable súcubo.

—Ahí te equivocas —contradijo—. Las dos llevamos la marca del lado oscuro, en especial tú, Aleth. La muerte signó a fuego tu destino, ¿ya lo olvidaste?

—Eres una entrometida, Nadia. Ni sueñes que voy a contarte mis cosas como si fuéramos grandes amigas. —Se alejó, sin más que acotar.

La risa sonora de la demonia se esparció como un eco por las paredes rocosas. No prestó atención a la burla.

A unos pocos pasos de llegar a sus aposentos, un olor fétido impregnó la atmósfera. Aleth relacionó el aroma con uno de los príncipes infernales.

Astaroth, el gran duque del abismo. Un demonio tan poderoso como desdichado. Lo acompañaban sus mascotas; un terrorífico lobo con alas de murciélago y enroscada en el brazo izquierdo, una serpiente de grandes y afilados colmillos.

Astaroth desplegó sus alas, en visible advertencia. Era evidente que lo sabía todo, él tenía el poder de ver el pasado y el futuro, era imposible engañarlo.

—Es inútil preguntar el motivo de tu visita —admitió—. ¿Me vas a delatar con tu hermano?

—En lo absoluto —sonrió soberbio—. No dirás nada a Lucifer, por lo tanto, Belcebú no tiene por qué saber que estuviste husmeando en su recinto.

—¿Qué viste en el futuro? —preguntó curiosa—. ¿La rebelión del adalid obtendrá la victoria?

—Sabes que no puedo decírtelo. La línea del destino es variable. Una mala elección en el presente y el futuro se modifica...

—¿Por qué siento que quieres decirme algo? —inquirió Aleth.

—Ya te lo he dicho, mi ángel negro. Tu estancia en la tierra, por si quieres otra pista. Tu pasado y futuro están ligados a ella y a lo que vendrá. Escoge bien en el presente o lo lamentarás —dijo, enigmático.

El duque del inframundo, desapareció, dejando una estela de pestilencia tras él.

Astaroth había visto su futuro, y debió ser algo significativo para que este fuera personalmente a advertirle, usando intrincados acertijos.

Aleth contempló a la nada. Por primera vez, en muchos siglos, el destino le fue incierto.

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