6. El comienzo del fin
Tres meses después
La gente se desplazaba por las salas como hormigas recolectando alimento, en este caso, libros para nutrir sus almas. Se detenían en un stand, luego en otro, y así sucesivamente. Había una sala que resaltaba sobre las demás por la elegancia que transmitía. Es que no cualquiera gozaba del privilegio de tener un lugar exclusivo en la Casa de la Cultura para una presentación literaria. Los colegas de Gavriel, a diferencia de él, tenían que compartir el espacio con otros novelistas.
La satisfacción transcendía los límites. La inversión de su editorial no tenía precio. Por supuesto, él lo merecía, por ser el escritor más vendido de la empresa.
Recorrió con la vista el auditorio. El techo de color azul cobalto se dividía en dos áreas, dándole un aspecto asimétrico y elegante. Las butacas descendían en estilo de sala de cine, al fondo una barrera separaba la zona vip. En el centro, sobre una plataforma, se ubicaba el escenario, iluminado por una hilera de reflectores; en las esquinas, dos grandes pantallas de pedestal reproducían su último gran éxito literario.
Una gran sonrisa se dibujó en su rostro, complacido, orgulloso. La expresión de un hombre que lo tiene todo y más. Habían sido meses intensos de certámenes fuera del país, firma de autógrafos, contestar preguntas sobre su caída y posterior resurgimiento; nunca faltaba los curiosos. Exceptuando lo último, amó cada uno de los momentos vividos. Sus libros estaban en el top de obras más vendidas. Ahora, de vuelta en casa, las mieles de su triunfo tenían mejor sabor. Si en el extranjero lo admiraban, en su país el cariño era aún mayor.
Esto es mejor de lo que imaginé. Pensó para sí, Gavriel, dando un trago a la botella de agua. Debía conformarse con eso, por ahora. Una vez culminara el evento celebraría en su lujosa casa con todo el licor que quisiera. No obstante, había algo que no podía esperar por probar. Necesitaba un cigarrillo, para lo cual tenía que salir al exterior, dado que en la sala estaba prohibido fumar. Observó el reloj de su muñeca, faltaba media hora para las siete de la noche. Consideró que podría ausentarse un rato.
Cerca de atravesar el umbral, la voz de Marcelo lo detuvo.
—¿A dónde vas, Gavriel? En treinta minutos es la presentación.
—Lo sé. Necesito un cigarrillo. Regreso en unos minutos.
—Salúdame a tu chica —añadió Marcelo, divertido—. La vi en el jardín hace unos minutos.
El primer impulso de Gavriel fue desmentir alguna relación con ella, pero lo dejó estar. Desde que todo inició, esa mujer no se había despegado de él, era lógico que pensarán que eran pareja, y en cierto modo su ego masculino se regocijaba ante esa idea. No solo era envidiado por ser un escritor prolífico, también por tener una hermosa mujer a su lado; hermosa pero terrorífica, característica que unos cuantos infortunados tuvieron la desgracia de conocer.
En los meses de convivencia pudo observar la maldad de la fémina. Cada que se le antojaba, buscaba una víctima a quien torturar y absorberla hasta los cimientos. La Tierra era para ella un amplio supermercado donde conseguir alimento. Aleth se nutría del sufrimiento y odio humano.
Aleth...
Me llamo Aleth, ya que tanto te interesa saber. Le dijo un día, luego de tanta insistencia.
Sospechaba que no era su verdadero nombre, pero optó por llamarla de esa forma.
Caminó por los pasillos, esquivando personas. Identificó en algunos rostros emoción cuando se dieron cuenta quién era él, los saludó y los invitó a unirse al certamen. De igual manera, advirtió miradas hostiles. Sus colegas de oficio, no podían ocultar la envidia que sentían. Les devolvió una sonrisa altiva, para fastidiarlos.
Continuó el camino hasta alcanzar la salida. Afuera, respiró el aire del ambiente. Sus oídos registraron sonidos de diferente índole: el motor de los vehículos recorriendo las avenidas, murmullos en los alrededores del recinto. La Casa de la Cultura era un gran foro dedicado a diferentes actos sociales y culturales de la ciudad de Quito, delimitada por un extenso cerramiento, con amplias áreas verdes en su interior. Tener un ala reservada solo para él, era algo que lo hacía sentir orgulloso y no podía dejar presumir.
Barrió con la vista el jardín de las esculturas, buscando a Aleth. Nada. No se hallaba por ningún lado.
Dónde te metiste, Aleth. Caviló Gavriel, encendiendo un tabaco. Espero que no estés torturando a nadie hoy...
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una familiar voz.
—¿Extrañándome? Qué tierno —dijo ella en su oído, riendo bajo—. O más bien, patético... —Depositó un suave beso en su mejilla que lo estremeció, no por la acción cariñosa, sino por lo glacial de los labios femeninos.
—En lo absoluto. Mis pensamientos no iban dirigidos a ti precisamente.
—Oh, eso debería romper mi corazón... si tuviera uno —rio—. Fui a dar la vuelta por los alrededores, por si te interesa. El mundo humano me parece ordinario, mas hay algo que lo hace fascinante.
—¿Qué lo hace fascinante, según tú?
—Libertad.
A Gavriel le pareció ver melancolía en los ojos de ella. Apartó la idea por creerla absurda. Sin embargo, amparado en el tiempo que llevaba de conocer a la mujer, o eso quería creer, la contempló como quien observa a un amigo con el que tiene una estrecha relación, y dijo en tono irónico:
—Deberías mudarte definitivamente acá. Mi casa es amplia, puedes quedarte en una de las habitaciones, la que prefieras.
—No te pases, querido. Si quieres considerarme una íntima amiga, hazlo —dijo ella, leyendo las intenciones—, pero desde ya te digo que yo no te veo así. Tú eres solo un encargo. En cuanto el adalid levante el veto impuesto sobre ti, prepárate... —En los ojos brilló un fuego cárdeno.
La tranquilidad ganada en esos meses se rompió ante la mención del jefe de los demonios. Aleth siempre buscaba quebrarlo emocionalmente, y era una situación que ya lo tenía hastiado.
—Desde que nos conocimos nos has parado de socavar mi tranquilidad mental con vaticinios apocalípticos, menciones de días aciagos en mi porvenir, con...
—Es mi naturaleza, Gavriel. ¿Qué esperabas? —Se alejó, ondeando las caderas. Detuvo el andar frente a una escultura que sobresalía del suelo, la acarició con los dedos mientras decía—: Tómalo como una preparación anticipada de lo que vendrá para que no te agarre con la guardia baja. No obstante, el impacto no se verá mermado, porque una cosa es saberlo —hizo añicos la escultura—, y otra sentirlo.
—¿Por qué me ayudas? —inquirió Gavriel, intrigado—. Presiento que lo haces por alguna razón que vas más allá de querer "prepararme". Dime, ¿cuál es tu interés?
—Eres muy intuitivo. —Fue hacia él, en su clásica actitud seductora que a Gavriel solía ponerlo nervioso. Era un ángel de la muerte, sin duda alguna, pero, oh Dios, si el infierno lucía como ella, bien valía la pena quemarse en ese fuego—. Si tengo o no algún interés, ¿qué te hace pensar que te lo diré?
Punto para ella. Nunca le revelaría sus secretas intenciones. Aleth era un enigma para él, el cual le acuciaba dilucidar, aun a riesgo de poner en juego su cordura.
—Deberíamos volver, ya casi son las siete. Tus fans te esperan —apremió—. Otro día más en la gloria, ¿no es fantástico?
Él asintió. Dio una última calada al tabaco y arrojó la colilla en un basurero.
Rodearon el jardín, de vuelta a la entrada principal. En el camino oyeron el grito agónico de una mujer, a causa de un terrible suceso por ocurrir. Una madre corría presurosa tras su pequeño hijo que, ajeno al concurrido tránsito vehicular, cruzaba la vía siguiendo el globo que se le había escapado de las manos.
Lo que sobrevino después fue complicado de precisar. Los ruidos, voces, cesaron. El entorno quedó suspendido en el tiempo. Una oscuridad densa, intimidante, se tragó lo que hace unos instantes era una típica noche quiteña. Solo el niño y ellos no habían perdido la movilidad.
Observó cómo Aleth se acercó a paso pausado al crío, que ya tenía en sus manos el ansiado globo. Ella se agachó para quedar a su altura, movió el dedo índice indicando un "no", que fue incorrecto lo que hizo. Luego lo tomó de la mano y lo trajo de vuelta a la acera.
Gavriel no daba credibilidad a lo que sus ojos veían, primero, el ambiente estático, luego, y más sorprendente aún, que un demonio efectuara una buena acción.
—¿Cómo...? ¿Acabas de ayudar a ese niño?
—¿Quién dijo que lo ayudé? — respondió, inmutable—. Este muchachito debe saber que no hay felicidad sin dolor. —Hincó la uña en el globo, haciendo que explotara. El infante, como era de esperarse, rompió en llanto. Llanto que, a la vez, deshizo el velo lúgubre que se había cernido en la atmósfera.
La madre, que en un momento temió lo peor, se detuvo perpleja. Vio a su hijo en la vía, a punto de ser atropellado y ahora estaba en el bordillo, gimiendo por el globo desinflado que sus pequeñas manos sostenían.
—Tu hijo va a morir, pero no hoy —arrojó Aleth, sin delicadeza. Avivó en la mujer la idea de que lo que vio no fue producto de su imaginación.
La expresión de la madre se desfiguró de miedo, mas apartando el infame presagio, se agachó a abrazar a su hijo con fuerza. Lo demás pasó a segundo plano.
Aleth arqueó la ceja ante la escena amorosa. Un odio visceral anidó en sus ojos.
—Vamos —dijo a Gavriel—. El amor humano es tan deprimente. No lo soporto.
Gavriel la siguió en silencio, aún escéptico por la acción de esta, cuya respuesta no lo satisfizo. Ningún demonio era benevolente. No seguían las reglas, ni mucho menos perdonaban una vida, sea que fuera o no el momento de morir de alguien. Otra cosa más por desentrañar de ti. Caviló, manteniendo una distancia prudente entre ella y él.
El auditorio estalló en aplausos cuando el director del ágora presentó a Gavriel Sagardy como una eminencia de la literatura y un orgullo para la nación.
Gavriel saludó con la mano a los asistentes que no paraban de vitorearlo. Recorrió el estrado en pose de modelo cotizado de una firma de alta costura. Luego tomó asiento junto a Marcelo y el dueño de la editorial. Observó al gentío, todas esas personas estaban ahí por él. Su espíritu rebosó de una abisal vanidad. En la examinación, detuvo la mirada en Aleth, que estaba sentada frente a él, en el área vip. Sin duda, era la mujer más bella del lugar, con ese vestido negro y esos labios color granate que invitaban a mil pecados. Era un ser digno de admirar, indistinto de lo que realmente escondiera por dentro.
Ella le sonrió malévola, claramente sabía lo que pasaba por su cabeza.
Cuando las ovaciones cesaron, Gavriel procedió a hablar del camino recorrido como escritor, sus triunfos y fracasos.
Tiempo después, llegaron las cuestiones de los asistentes o mejor dicho hubo que adelantarse a causa de una mujer efusiva que se irguió en medio de los espectadores gritando:
—¡Te amo, Gavriel! ¡Eres un genio de la escritura! Tengo todos tus libros, Adoro cómo escribes y lo guapo que eres, además —soltó agitada por la emoción de ver a su autor favorito. La audiencia rio por las palabras de la mujer—. Me gustaría que fueras a cenar a mi casa hoy, así te los muestro. ¿Qué dices?
La gente fijó la mirada en el escritor, esperando la reacción a la atrevida petición de la fanática.
Gavriel se tomó unos instantes para digerir las alabanzas. Sí, el aspecto de indigente junto a la nefasta etapa que vivió como autor fracasado quedaron atrás. Su rostro había recuperado la lozanía gracias a un tratamiento que inhibía los efectos nocivos del cigarrillo; gozaba de una impresionante apariencia, facial y corporal. Siempre había sido agraciado, pero la mala vida lo llevó a ser un guiñapo.
—Me honra la invitación. —Forzó una sonrisa de agradecimiento—, pero me temo que otros compromisos me impiden asistir. Sin embargo, Aleth, tal vez pueda hallar algún espacio para compartir esa cena a la que estaré encantado de asistir. —Señaló a la mujer de negro.
Aleth saludó con la mano a la muchacha, con una sonrisa oscura que no indicaba nada bueno.
La joven tragó saliva, aunque le hacía ilusión cenar con Gavriel, el tener que hablar con Aleth la detuvo. Esa mujer era intimidante, le producía escalofríos el solo verla, y ni por asomo quería tratar con ella.
—No, olvídelo, está bien así —rectificó la chica—. Tengo otra petición, me gustaría que firmara mi libro. —Sacó del bolso el mismo ejemplar que las pantallas de pedestal reproducían. "Viene por ti"—. Me haría feliz tener un autógrafo suyo.
—¡Por supuesto! —Gavriel asintió con la cabeza, conforme. Había logrado sacársela de encima gracias a Aleth y sin que su imagen de autor afable se viera afectado.
—Bueno, procedamos con las preguntas —intervino el presentador—. ¿Alguien más desea invitar a cenar a Gavriel? —dijo riendo, para animar al público.
La segunda pregunta provino de un hombre de mediana edad.
—Buenas noches, Señor Sagardy. Soy Ricardo Montero, de la revista Arte & Cultura. Antes que nada, le expreso mis felicitaciones por el gran éxito editorial que está teniendo, es usted un orgullo para todo el país, déjeme decirle.
—Muchas gracias —correspondió Gavriel, acercándose al pequeño micrófono de pedestal.
—Díganos, ¿cuál es su secreto para tan avasallador éxito? Es impactante la difusión que ha alcanzado.
—Solo una cosa, señor Montero: perseverancia. Ese es mi secreto —confesó Gavriel—. Con perseverancia, todo es posible.
—¿Solo eso? —El periodista lo miró incrédulo—. ¿No tiene un ritual que realice antes de escribir? ¿Alguna oración a las musas para que no lo abandonen? Reza a algún patrono de los escritores —ironizó.
El tipo dejó caer la máscara de periodista amable, entendió por dónde iban las interrogantes. Ese hombre debió ser enviado por algún colega envidioso. No se dejaría amedrentar por él.
—Soy ateo, señor Montero. Lo sabe todo el mundo. Las musas nunca me abandonan, son ellas las que me buscan, y no, no hago rituales para escribir lo que deseo.
—¿Ya lo olvidaste, Gavriel? —siseó alguien entre la multitud—. Hiciste un pacto, es hora de pagarlo.
La nefasta afirmación provenía de un hombre parado en medio de las sillas que daban a la salida. Escasamente se le veía el rostro desde esa distancia. Un largo sobretodo le cubría el cuerpo. Le llamó la atención una elevación tras el cuello de ese extraño individuo. ¿Acaso era una joroba? Pero las jorobas no se movían...
Unos diabólicos ojos rojos emergieron a través de la chaqueta, le siguió una extremidad huesuda, de garras prominentes y letales. Gavriel dio un brinco en el asiento debido a la impresión.
El tiempo se detuvo bajo unmanto de oscuridad. Similar a lo sucedido afuera, pero mucho más opresiva ysobrecogedora.
—¿Esto es obra tuya, Aleth? —inquirió con voz quebrada.
—No —respondió lacónica—. Pero te lo advertí...
Una alarma se activó en Gavriel. No podía ser que... Miró alrededor, la gente estaba estática. Al volver la vista, notó al tipo subir el estrado, en el camino se le unió otro hombre de aspecto tenebroso. Juntos, en paso sincronizado, se detuvieron frente a él.
—Hiciste un pacto. Es hora de pagarlo —volvió a decir, riendo perverso—. No escaparás de tu destino.
El extraño dejó ver su cara: Humana, pero temible por la oscuridad que transmitía. Los orbes eran de un profundo negro, como mirar a un abismo que guarda atrocidades inimaginables. ¡Y esa criatura que se enroscaba en su cuello! No era un engaño de su mente. ¡Ese monstruo espantoso, de ojos sangrientos, lo miraba... con hambre!
—Tu nirvana en la tierra ha terminado, Gavriel —añadió el otro sujeto, en cuyos ojos vio una terrible vesania palpitar.
—¿Quiénes son ustedes? ¡Aléjense de mí! —Cayó de la silla y se arrastró por el piso, sin dejar de mirarlos pese al terror que sentía. Se detuvo cuando su cuerpo tocó la pared.
Ellos retomaron el avance, despacio, peligroso.
Tras los dos desconocidos crepitó un fuego siniestro que fue en crescendo, consumiendo las cortinas, sillas y a los asistentes. Se quemaron como papel, de abajo hacia arriba.
De entre las cenizas que iban quedando vio surgir imágenes aterradoras: cantos espeluznantes de criaturas deformes que bailaban en las llamas recibiendo las almas. Gente sufriendo de repugnantes enfermedades; clamores de condenados; risas diabólicas regodeándose en el dolor de los infortunados.
Gavriel cerró los ojos para ahuyentar esas visiones, mas al abrirlos dejó de verlas como un espectador y se volvió parte de esa escena terrorífica. Las llamas ascendieron por él, sintió su propia piel cocinarse; se abrieron grietas de distintos tamaños escurriendo sangre a través de la carne hirviendo, igual que un filete en el asador.
La agonía del cuerpo chamuscado se expresó en un agudo alarido desesperado:
—¡¡Aleth!! —Se desvaneciéndose en el suelo, sobrepasado por el dolor.
La mujer respondió con una voz semejante a mil truenos del infierno, diciendo algo en una lengua desconocida.
El suplicio retrocedió.
—Señor Sagardy, responda mi pregunta, por favor —pidió el periodista.
Gavriel pestañeó varias veces, saliendo del trance. Miró a todos lados, no había rastro de los malignos hombres y de ese monstruo infernal. El auditorio estaba intacto, igual que él. Buscó a Aleth. También había desaparecido.
—Señor Sagardy... —insistió.
—La presentación ha terminado —dijo Gavriel, convulso, abandonando el recinto.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top