4. Ecos del pasado


El vapor del café ascendía tenue e inocuo, esparciéndose en el entorno campestre, aroma que regocijaba a los comensales. En tanto, el cigarrillo se diseminaba en una niebla virulenta, para el desagrado de un par de mujeres que miraban con censura al causante de tan detestable aroma.

Gavriel leía el periódico sin inmutarse por las miradas reprobatorias, calada tras calada se ponía al día de las noticias locales. A veces desviaba la vista cuando el céfiro soplaba en las copas de los árboles de mango de la austera pensión.

Brevemente recordó la leyenda del árbol embrujado al cual todos le temían, tanto que a partir de las seis de la tarde, la gente se negaba a pasar por debajo del denso follaje, debido a las voces sibilantes que despertaban nerviosismo y escalofríos.

Él lo había experimentado de primera mano cuando tenía nueve años. Gavriel y su padre volvían de la ciudad a lomo de caballo, después de vender la cosecha de la granja, y no les quedó de otra que pasar por debajo de la mata encantada. Era una senda obligada, imposible de rodear, ya que era el único camino que llevaba al pueblo y a las huertas. Fue durmiendo gran parte del trayecto cuando ruidos extraños lo despertaron, al abrir los ojos, estos se encontraron con miradas siniestras, ocultas en lo alto de la espantosa planta. Susurros aterradores llegaron a sus oídos.

Exhaló un grito desgarrador que azuzó al corcel a acelerar el ritmo. En cuanto su padre consiguió controlar al animal e intuyendo lo sucedido, le dijo que solo fue un mal sueño, pero él sabía que no fue así.

A partir de ese día todo cambió. En su vida y en sus historias. Cada vez que iniciaba una nueva obra, inevitablemente ese suceso acudía a su mente, junto a otros recuerdos que prefería no rememorar.

—Hasta que nos volvemos a ver. Serás un ingrato. —Una voz femenina lo sacó de la ensoñación. En el lado izquierdo, una mujer, cruzada de brazos, lo miraba con expresión ceñuda.

—¿Gina? —dijo sorprendido.

—La misma. Supongo que no esperabas encontrarte conmigo, pero ya ves.

—Tenía pensado ir a visitarte...

—No mientas, que te conozco, pero no niego que tenía la esperanza de que me visitaras por iniciativa propia —dijo la mujer, en tono desilusionado.

—Gina, por favor, no empieces. —La miró condescendiente—. Sabes las ocupaciones que tengo. Además, la casa de nuestros padres no me trae precisamente buenos recuerdos.

—¿Después de tantos años, aún sigues sin poder perdonar? Por Dios, Gavriel, deja a los muertos descansar en paz.

—No hay perdón sin olvido —Gavriel se levantó, molesto. Dejó el periódico en la mesa y el café a medio tomar. Necesitaba alejarse de la presencia de su hermana, el solo verla lo obligaba a recordar.

—No has cambiado nada —Gina fue tras él—. La misma actitud de siempre, ignorar las cosas que no te gustan, cerrarte como una ostra. ¿Hasta cuándo vas a fingir que todo está bien?

—Y luego preguntas por qué no te visito —refunfuñó—. Siempre con la misma letanía, me parece que es otra la que no lo supera.

—Ahí vas de nuevo. —Sacudió la cabeza—, darle vuelta al asunto para hacer sentir culpable al otro y tú quedar como una víctima. Con otros te funcionará, conmigo no. —Gina se paró frente a él, en una actitud que le indicó no iba a ceder.

Por la determinación que vio en los ojos de su hermana, entendió que no podía seguir eludiendo el tema. Era tiempo de exorcizar los fantasmas del pasado.

—Vamos a casa —dijo Gavriel—. Continuaremos la charla allá, aquí no hay privacidad. —La indirecta hizo que las personas que observaban la discusión desviaran la vista.


Plantas de mango, cacao, aguacate y otros árboles frutales fueron apareciendo a medida que se acercaban a la finca. El exuberante verde de esa zona no había cambiado en lo absoluto, las personas, por el contrario, no eran las mismas. Esto pudo comprobarlo en los rostros de la gente, que salieron a ver quién era el desconocido que acompañaba a Gina. Era evidente que tantos años sin retornar al hogar familiar lo habían convertido en un extraño en su propia tierra.

La entrada, en forma de arco, formada por buganvillas malvas y blancas, le trajeron recuerdos agridulces sobre su madre. Cuando él y su padre se marchaban a la ciudad a vender el fruto de la tierra, ella los despedía y aguardaba el regreso parada en un costado de la rosaleda, con una afable sonrisa en los labios. Uno de los pocos recuerdos que conservaba de la mujer que le dio la vida.

Gina se bajó a abrir la puerta. Gavriel estacionó el vehículo cerca a la pileta de piedra gris que, a diferencia de otros tiempos, ya no fluía agua en esta. Al bajar, la brisa fresca llenó sus pulmones, sintió la tranquilidad del ambiente que solo el campo otorga.

Se quedó unos minutos en el centro del patio observando los jardines. Geranios, hortensias y otras plantas ornamentales, dotaban de color los alrededores de la casa. Un sentimiento de nostalgia brotó en su interior.

—Mantienes el jardín como mamá lo hacía. Heredaste su don con las plantas.

Gina encogió los hombros.

—De algún modo me hace sentir cerca de ella.

—El aspecto de la casa tampoco se ve mal —reconoció, observando la fachada de la misma. Era una vivienda antigua de un piso, de ladrillo y teja rústica, construcción típica de la zona.

—Hice unos cuantos arreglos, entre ellos el corredor —señaló al lugar—. Era tu sitio favorito para jugar, ¿lo recuerdas? Yo en cambio prefería la hamaca.

—No recuerdo mucho, la verdad —resopló fastidiado—. Los recuerdos que tengo de mi niñez son escasos, por no decir nulos.

—Gavriel...

Él no respondió. Entró a la casa, lo que fue un craso error. Si el exterior le había generado melancolía, cruzar el umbral fue un golpe doloroso al espíritu.

Su subconsciente había reprimido muchos recuerdos, sepultándolos bajo una capa gruesa de olvido. Mas estos eran ecos del pasado que nunca dejaban de repercutir en los rincones de la mente, desterrando vivencias como un cadáver putrefacto extraído de las entrañas de la tierra.

La decoración interna la recordaba como en su niñez, más desvaída, cabe decir. Los muebles de la sala y el comedor eran los mismos que hace veinte años. Los cuadros de las paredes representaban un claro manifiesto del paso del tiempo. Este no tenía compasión por nada, vivo o inerte.

Continúo inspeccionando. Alzó la vista hacia las columnas y vigas de madera que sostenían la casa, algunas estaban apolilladas y otras habían sido renovadas. Los arreglos internos eran mínimos comparado con la fachada. El cambio notable que percibió fue en la cocina. En lugar de la estufa a gas, una moderna cocina de inducción, con su respectivo horno grill, ocupaba el sitio. Y casi pegada a la pared, sobresalía una nevera cromada de alta tecnología junto a otros enseres propios de esa área.

Era un contraste entre antiguo y moderno.

Prosiguió el avance por las alcobas. Se detuvo en la suya que actualmente era el cuarto de planchado. Apretó los dientes, a excepción del camastro, no vio ninguna de sus cosas, nada que indicara que alguna vez le perteneció.

Más adelante estaba la habitación de Gina. Dio un rápido vistazo. Comprobó que permanecía como antaño, excepto que ya no usaba cubrecamas infantiles.

Caminó hasta detenerse en el dormitorio que había sido de sus padres. Mantuvo la vista fija en la cama: estaba arreglada de un modo pulcro, como si esperara la llegada de algún huésped. Tragó saliva a causa de lo acaecido ahí. En su momento, también albergó muerte.

De pronto la atmósfera se tornó pesada, una sensación de angustia y ahogo penetrante se cernió sobre él. La mortandad impregnaba cada rincón de la casa, inquietante y siniestra. Porque los muertos no se marchan del todo, dejan algo de sí entre los vivos. Huellas perennes en el aire como recordatorio de su paso por la tierra.

Abandonó la habitación, la casa, necesitaba alejarse de ese espacio opresivo. Una vez fuera, aspiró una gran bocanada de oxígeno.

—Él esperó por ti durante varios días —dijo Gina a sus espaldas, intuyendo lo que pasaba por la cabeza de su hermano—. Papá no quiso morir sin haberse despedido antes de ti... pero tú nunca llegaste. —La voz rezumó un ligero reproche.

Gavriel recordó claramente ese día. Se negó a estar con su padre en sus últimos minutos. El rencor se impuso y cegó cualquier acción de solidaridad con el moribundo. Vio allí la oportunidad de desquitarse por la ausencia paterna que tuvo en su vida.

—Llevé el duelo a mi manera, si eso te sirve de algo —manifestó a modo de disculpa.

—Tampoco viniste al entierro —añadió ella—. Esperaba que al menos hubieses venido a despedir su cuerpo.

—Era mi padre y lo respetaba, pero prácticamente era un desconocido para mí —habló con dureza—. No acudí a su llamado ni al entierro porque su muerte no me removió nada. Sí, suena horrible, pero es la verdad.

La expresión de Gina reflejaba una honda tristeza a causa de las lapidarias palabras de Gavriel. Sabía que su hermano guardaba un profundo resentimiento, pero desconocía la magnitud del mismo.

—Si mi padre te alejó de nosotros, fue por tu bien. Y estoy segura que cuando invocaba tu nombre en medio de su agonía te iba a decir los motivos. ¡No sabes cómo insistió en verte!

—Si insistió en verme debió ser para expiar sus culpas. ¡Él me separó de mi madre, de ti, de mi hogar! —exclamó airado y dolido—. Me envío a una ciudad donde no conocía a nadie. Solo para callar las murmuraciones, la vergüenza de tener un hijo que tenía visiones consideradas diabólicas. Por culpa de él no tengo ni un solo recuerdo de lo que es haber crecido en un hogar.

—¿Y alguna vez te has preguntado cómo me he sentido yo? ¡Alguna vez te has interesado por alguien más que no fueras tú! —La rabia se apoderó de Gina—. Yo también he sufrido, pero son cosas que pasan, ¿sabes? A diferencia de ti, yo decidí continuar y no estancarme en el pasado.

—¡Pero yo no soy como tú! ¿Tienes una idea de lo que era festejar cada maldito día de los padres y no tener a tus progenitores cerca? No, ¿verdad? Tú creciste con ellos, en cambio yo, fui desechado como un fruto inservible.

Abandonó la casa, la ira y el dolor carcomiéndole el alma. Tomó el sendero que llevaba a las huertas, a paso rápido.

Gina no lo siguió. Optó por darle espacio para que reflexionara en soledad. Era palpable que el desprendimiento paterno le había afectado más de lo que pensaba. Rogó en silencio para que su hermano lograra sanar sus heridas, que algún día perdonara a su padre y hallaran la paz que ambos necesitaban.


Gavriel recorrió una amplia distancia antes de que fuera consciente de lo lejos que estaba del caserío. La furia tenía el efecto de anular los sentidos y tomar el control de la situación.

Con el mal humor desvanecido, comprendió donde estaba: sus pies lo habían llevado a la huerta familiar.

Cerca de ahí, en la bifurcación que llevaba al río, vio remecerse al árbol de mango embrujado, el culpable del cambio de actitud de sus padres y el posterior detonante para ser exiliado en la capital. Enviado de pequeño a vivir con un familiar con el que apenas logró formar un vínculo parental.

Sintió un escalofrío recorrerle entero, un malestar inexplicable; la misma sensación que experimentó siendo un niño. Identificó las voces, llamándolo en la lejanía.

Caminó en esa dirección, hechizado. Los ruidos se hicieron más audibles a medida que se acercaba; las hojas se movían con violencia, daba la impresión de que alguien o algo las estuviera sacudiendo.

Varios mangos cayeron a sus pies, en un estado putrefacto y maloliente. Agarró uno de ellos y observó a muchos gusanos blancos, de cuerpo rugoso, devorar la parte blanda con un ansia alarmante. Entonces, una de esas larvas pareció interesarse por otro tipo de comida; zigzagueó hasta la palma humana, tanteó el área y comenzó a excavar con su minúscula boca, sin lograr su objetivo. Gavriel, azorado, dejó caer el mango pútrido.

—¡Aún no estoy muerto, asqueroso bicho! —dijo, pisando la fruta con el pie.

—Pronto lo estarás —susurró una turbadora voz, proveniente de la copa del tupido árbol.

—¡¿Quién dijo eso?! —El desasosiego aumentó ante las amenazantes palabras.

Elevó la vista y entonces lo vio.

Entre el follaje, ojos amarillos, enmarcados en cuencas de un pérfido negro, lo observaban con malicia. Descendieron despacio por los ramales, adhiriéndose al tronco, el cual comenzó a expulsar un líquido sanguinolento. El árbol lloraba sangre, las ramas, las hojas...

Estaban cerca, demasiado cerca.

Gavriel, en un estado catatónico, contempló a esas criaturas acercarse peligrosamente, extendiendo unas huesudas manos.

Era su fin.

—¡Largo! —oyó un grito furioso a un costado de donde estaba—. ¡Él es mío!

Las entidades infernales retrocedieron, entre chillidos lastimosos.

Gavriel recobró el control de sus facultades, reprimidas por la hipnosis macabra. Reculó, espantado, poniendo distancia entre él y la planta diabólica. El corazón le latía feroz.

Cuando se creyó a salvo, alguien le tocó el hombro y sintió el terror dispararse de nuevo por las terminaciones nerviosas.

Presintiendo el grito masculino, el personaje reveló su identidad, lo que, inútilmente, tampoco aportó paz.

—Soy yo —dijo la mujer que lo había visitado la noche anterior—. Veo que te reencontraste con ciertos engendros —oteó al árbol—. Les gusta divertirse con infelices como tú.

—¿Son... reales? —preguntó trémulo, recordando el suceso de su niñez—. No fue una fantasía después de todo...

—Si el terror perforó tus huesos es porque fue real, ¿no te parece? ¿O hasta qué punto piensas que la realidad es esta que te rodea y no otra? —arrojó malévola—. Todo lo que has vivido bien podrían ser alucinaciones de una mente enferma.

—Podrían, pero no lo son —refutó Gavriel—. He tenido visiones desde que vi a esas cosas por primera vez siendo un crío. Las mismas que se intensificaron desde que volví a esta ciudad.

—Y qué esperabas. Hiciste un pacto, ¿ya lo olvidaste?

—No. Lo tengo muy presente. Pero eso no explica por qué los vi de pequeño. —Señaló a la mata, recuperando la compostura. Estuvo frente al demonio principal y sobrevivió, esos espíritus inferiores no lo amedrentarían.

—Ya te lo dije, tienen un gusto por atormentar humanos incautos. No discriminan, así que no te sientas especial.

Gavriel la miró, desconfiado. Optó por no insistir, ya habría oportunidad de indagar sobre el tema.

—¿A qué has venido? Por otro lado, pensé que una vez hecho el pacto recibiría los favores pedidos.

—Estoy aquí para cuidar la inversión del adalid. Soy la encargada de vigilar a los que pactan con él. Y sobre lo otro, ni un día ha pasado, no seas impaciente. Te volverás rico e importante a los ojos de la gente, pero, no serás dueño de ti mismo, ¿eso no te importa?

—En lo absoluto, me harté de esta vida de mierda, me cansé de ser un rechazado. Quiero ser amado por todos, sin importar la clase de persona que sea.

La dama oscura sonrió satisfecha.

—Por supuesto, ¿qué es una eternidad de tormentos a cambio de una estancia placentera en la tierra?

Ella urdió un gesto para que la siguiera. Se perdieron en las profundidades de una plantación de cacao; atrás, el vendaval de verano, golpeó sus espaldas.

Los demonios que por allí habitaban entonaron una siniestra melodía, celebrando la corrupción del espíritu humano.

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