12. El camino del mal
Gavriel acariciaba su barbilla en actitud analítica. Entre el desconocido y Aleth existía un vínculo familiar muy cercano. Hermanos, no lo hubiera imaginado. Más interrogantes por resolver, caviló, frunciendo el ceño.
Guardó impasible por algún pronunciamiento de Aleth. No había ningún error en lo que escuchó. La curiosidad lo acometía, pero optó por ser prudente.
Se alejó a inspeccionar la ruinosa casa y así ocupar la mente en otra cosa. Oteó los muros, figuras talladas en el adobe le dieron a entender que algún niño o varios, vivieron ahí hace mucho tiempo. Con la punta del pie limpió el polvo del piso de piedra, ciertas áreas se veían lisas y con cierto tono brillante, lo que sugería un asiduo caminar. Aquella casa debió ver tiempos mejores, si es que se podía llamar así a un lugar compuesto de tan solo dos piezas.
La vivienda era modesta y en extremo pequeña, por lo que no le llevó mucho examinar el entorno.
Fue al lugar que intuyó era el dormitorio, se sobrecogió al ver la estrechez, apenas si entraba una cama. Si lo comparaba con su hogar, ni siquiera había espacio suficiente para su despacho. Determinó que los ocupantes debieron ser de clase humilde y de escasos recursos. Por suerte él no tuvo esas limitaciones, aunque tampoco se consideraba afortunado.
Giró la cabeza cuando escuchó la voz del hombre.
—¿Hermana...? —balbució.
La faz de Aleth pasó de una incipiente alegría al horror. El lamento que emitió manifestó una desesperación cuando se pierde algo importante.
—¡Nooo, no de nuevo! —Lo agarró fuerte de los hombros.
Él le devolvió una mirada aterrada.
—¿Quién... eres? ¡Aléjate de mí! —exclamó antes de perder el conocimiento.
Era tarde. El hombre que tenía enfrente ya no la reconocía. Frustración y cólera atravesaron los ojos de Aleth.
—¡Maldita sea, mil veces maldita sea! —Se llevó las manos a la cabeza, enojada por cómo se torció su plan—. ¡Creí que esta vez resultaría...! —Tocó la frente del infortunado, había caído en un profundo sueño.
—¿Tu hermano? —cuestionó Gavriel—, ¿o sea que eres humana? ¿Hiciste un trato con Belcebú igual que yo? Eso explicaría muchas cosas...
—¿¿Explicaciones, es lo que buscas?? —Aleth lanzó un golpe a la pared, que se cuarteó con el contacto.
El escritor retrocedió con cautela. Ni por asomo quería averiguar lo que un demonio enojado era capaz de hacer. Ladeó la vista y escudriñó a la anciana, el otro "paquete" que sacaron del infierno. Un sinnúmero de preguntas surgieron en su mente, mas no las exteriorizó y prefirió acogerse al silencio, al menos de momento.
—Han pasado algunos siglos desde que tuve un cuerpo humano, el cual no lamento haber perdido. Un día, cuya fecha borré de mis recuerdos, hice algo espantoso que lacró mi destino y me llevó directo por el camino del mal. ¿Quieres saber los detalles? Tal vez no guste.
Gavriel asintió. Igual que anteriores veces, había asumido que sus cuestiones no serían respondidas, por lo que fue una sorpresa la aparente disponibilidad de Aleth. Al fin su curiosidad sería saciada.
—Presta atención, porque nunca más hablaré de esto. —Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas.
Gavriel imitó la postura, quedó frente a ella. No reparó en la polvareda que impregnaba el piso, su único interés era escuchar lo que fuera a decir.
Una fogata de fuego azul apareció en medio, a Aleth le pareció que la pira encajaba con la situación: contar historias tenebrosas.
—En mi familia materna la maldad era algo cotidiano, al punto de suplir las necesidades básicas. Benjamín, mi hermano —urdió un gesto al hombre dormido—, y yo, solíamos pasar largos días, semanas incluso, solos en este lugar, sin comida ni agua. Teníamos en ese entonces nueve y once años, respectivamente, ambos fuimos una especie de mercancía, de la que mi madre podía sacar provecho según su conveniencia. En mi caso, al ser mujer, solía enviarme a casas de familias de bien —compuso un gesto entre comillas con los dedos—, a realizar quehaceres domésticos; todo lo que ganaba, poco al ser una niña, no así con el volumen de tareas que me daban, se lo quedaba ella. El dinero lo gastaba en banalidades. Su avaricia me obligó a asumir trabajos extras que oculté de su vista, y de esa forma logré ganar monedas para sustentarnos a mi hermano y a mí.
«Todo cambió cuando uno de los amantes de mi madre le dio su apellido a Benjamín, reconociéndolo como hijo suyo. El tipo había procreado solo mujeres, así que cuando se enteró de ese hijo varón, su ego masculino se infló, poco importó que su descendiente fuera un bastardo. Para mi mamá fue como encontrar una mina de oro.
Aleth dibujó trazos discordantes en el piso que Gavriel relacionó con otros símbolos que vislumbró en la vivienda. Juegos de niños para eludir la soledad y marcar el paso del tiempo.
—El padre de Benjamín nos cambió la vida a todos, para bien y para mal —prosiguió—. Dejamos de trabajar. Nuestra alimentación mejoró y empezamos a asistir a una casa de instrucción. Fueron buenos tiempos. —La voz se tornó nostálgica—. Mas las cosas buenas no son para siempre. Un día su carruaje fue emboscado de camino al banco de la ciudad, en donde iba a depositar el dinero de las cosechas. El pobre infeliz no contó con que la traición vendría de sus propios trabajadores. La parca se lo llevó y la desgracia cayó sobre nosotros.
«Perdimos las comodidades. Las agresiones físicas y verbales volvieron a ser una constante diaria, y solo cesaban cuando mamá desaparecía por días. Abandonados, sin alimento, encerrados en estas cuatro paredes, expuestos a infinidad de peligros. Un día, un viejo apareció por estos lares. Obviamente, no respondimos. Pero no fue suficiente guardar silencio y quedarnos quietos, él sabía que estábamos solos».
—Ese maldito... —interrumpió Gavriel sin completar la oración. La sola idea resultaba espeluznante.
—No es lo que estás pensando, aunque lo ocurrido fue terrible de igual forma —expuso con una risa maliciosa.
—Lamentaré saber lo que dirás a continuación.
—¿Tienes miedo? —Los ojos de Aleth se oscurecieron—. ¿Te aterra descubrir cuanta maldad hay en mí?
—Demasiada a mi parecer. No negaré que siento miedo —admitió—. Me inquieta saber lo que tuviste que hacer para llegar a donde estás.
Las palabras dieron paso a un incómodo silencio. Ella mantuvo la mirada fija en él. Sentirse observado de esa forma, le disgustaba, sentía que sus secretos y miedos más profundos salían al exterior con ese simple escrutinio.
La inspección finalizó. Aleth apartó la vista y se empinó a otra dirección. Deslizó la mano sobre la pared de barro, detuvo sus pasos frente a la ventana, sacudió los residuos de la madera podrida y hundió las uñas en el marco.
—Por aquí ingresó, decidido a llevarse la mercancía que adquirió. Mi madre había vendido a Benjamín para que trabajase como gañán en la hacienda de ese hombre. Pero nadie nos iba a separar; no tuve otra alternativa que matar a esa sabandija.
«Un frenesí se apoderó de mí, me lancé hacia él como un depredador, desgarré piel, quebré huesos; manché mis manos con la sangre que emanaba del cuerpo. Todo lo malo que había vivido en mi corta edad apareció en mi cabeza en una sucesión de escabrosas imágenes, llenándome de un indecible odio. La vida había sido injusta conmigo, ponerle un alto era mi deber.
Cuando recuperé la cordura, Benjamín me miraba con horror. Como si yo fuera un monstruo. Huyó por esta misma ventana, lo perseguí sin éxito. Regresé a casa y esperé. Él no volvió. Horas más tarde apareció mi mamá. Cuando escuché el sonido del candado al abrirse supe que era ella. No me escondí como otras veces, dado que golpearnos era su modo de saludar. Aguardé a que franqueara el umbral, de pie, frente al cadáver del intruso.
Madre, al verme, emitió un grito que rompió la quietud de la noche, el último sonido que saldría de su boca. Le arrebaté la vida, igual que lo hice con ese hombre, con la diferencia de que estaba plenamente consciente del acto que perpetré.
Matar a un progenitor es un pecado mortal, que conlleva consecuencias nefastas. Debido a ese incidente, Belcebú se fijó en mí. Me ofreció un trato que no dudé en aceptar. Debía entregarle cierta cantidad de almas, y a cambio me daría lo que quisiera. En esa época aún era humana, pero no fue impedimento para alcanzar mi propósito. A medida que fui creciendo recurrí a diferentes tácticas para captar víctimas.
Mi labor la concluí en una taberna. Crear conflictos, con alcohol de por medio, no requería mayor esfuerzo. Moví cuerdas y el caos se desató: jarras volaron por los aires, sangre tiñó el piso, las paredes. Me quedé en una esquina, deleitándome con la tragedia. Entonces algo llamó mi atención: un alarido que me remontó al pasado.
Vi a un hombre con la cabeza destrozada, la sangre chorreaba por sus manos. Escapó enloquecido, agarrándose las sienes. Fui tras él, interesada en su destino. Ingresó en una espesa arboleda; lo comparé con una presa herida, que busca un lugar apacible para morir. Cayó al suelo, agonizando. Al verlo de cerca, supe que era mi hermano.
Luego, la atmósfera se paralizó, las sombras envolvieron el lugar. Belcebú emergió del abismo. Había cumplido con mi parte, él venía a darme lo que me correspondía. No le pedí que salvara a Benjamín. Liberarlo de su vida de mierda fue lo mejor». Concluyó.
—Increíble... —dijo Gavriel, fascinado—. Nunca había escuchado una historia tan dantesca. —Reflexionó en que podría ser una magnífica trama para un libro—. ¿Qué le pediste a Belcebú?
—Que me convirtiera en un demonio.
—¡¿En un demonio?! ¡Qué locura! —Los ojos de Gavriel se abrieron en exagerada sorpresa—. Le hubieras pedido riquezas, poder...
—No iba pedir algo tan básico y terrenal —torció el gesto—. Esas peticiones solo lo hacen quienes no ven más allá de sus narices.
Gavriel elevó la ceja en respuesta a la indirecta de ella.
—Ah, ya veo... tu deseo fue la inmortalidad, ¿cierto?
—No. Los demonios podemos morir, igual que los ángeles. Nuestra vida es larga, pero eso no impide que la perdamos en cualquier momento —reveló—. Renuncié a mi cuerpo y a mis emociones humanas. Los sentimientos son una tortura terrible. El odio es lo único que conservé. El resto fue un añadido a mi nueva condición; como demonio puedo desplazarme entre ambos mundos, usurpar cuerpos y hacer lo quiera.
—Entiendo, no obstante, veo una contradicción en tus acciones —Gavriel la miró inquisitivo—. ¿Por qué sacaste a tu hermano del infierno? ¿Y por qué te afectó verlo? Dijiste que ya no tienes emociones...
—Lo que viste lo causó este cuerpo humano en el que habito, desventajas con las que tenemos que lidiar. Respecto a lo otro, confórmate con lo que te he contado —zanjó, seria.
Gavriel levantó los brazos en gesto de rendición, también desechó indagar sobre la anciana. Formuló una pregunta banal para cambiar de tema.
—¿Cuántos años tienes, Aleth?
—Unos cuantos siglos... —esbozó una media sonrisa—. He sido testigo de incontables hechos históricos y de horrores inimaginables. Centuria tras centuria he presenciado el deterioro paulatino de la humanidad.
—Imagino lo mucho que tus acólitos disfrutaron haciendo maldades.
—Los hombres tienen libre albedrío, exención que ni siquiera las criaturas del infierno e incluso del cielo, la tienen —aclaró—. Varias de las atrocidades que han marcado la historia de la humanidad han sido ocasionadas por su propia mano. Su creatividad para causar desastres ha superado al mismo infierno. Los humanos deben ser exterminados como se extermina la hierba mala de un cultivo. Todo lo que tocan lo infectan, lo destruyen...
—¿Qué pretendes, Aleth? —demandó Gavriel, alertado por la sospecha—. ¿Intentas manipularme para que rompa el sello del abismo señalándome lo terrible que es mi especie? No me caracterizo por ser empático, mas no seré el culpable de la destrucción de mi mundo.
—Quédate tranquilo —rebatió ella—. La ejecución no estará en tus manos. Serás un espectador en una sala de cine, tendrás el placer de ver en primera fila la extinción de la Tierra mientras te atiborras de palomitas y gaseosa, ¿no te parece una escena idílica?
—¿Así es como piensas convencerme? Tus métodos no dejan de ser peculiares. No haré nada de los ustedes quieren. Mi hermana...
—Ah, eso es lo que te preocupa —interrumpió—. ¿Si tu hermana estuviera en un lugar seguro, lejos del caos y de cualquier daño, tu respuesta sería otra?
Gavriel contrajo los músculos faciales ante la cuestión de Aleth. La contempló fijamente, como hace minutos lo hiciera ella. La fémina le sonreía diabólica. Un ligero estremecimiento reptó por sus pies hasta terminar en la garganta.
Aleth no se molestó en ocultar su satisfacción. Estaba cerca de alcanzar su objetivo.
—Si sirve de algo, la tierra no será destruida hasta sus cimientos.
—¿A qué te refieres?
—Pues, igual que una casa al cambiar de dueño es remodelada, conservando ciertas cosas y quitando otras, el adalid destruirá la creación de Dios, pero no en su totalidad. Los cambios que él haga serán para fastidiarlo.
Gavriel esbozó una mueca de incredulidad.
—¿Esperas que crea que el fin del mundo será como lo has descrito?
—Obviamente no al pie de la letra, pero así ocurrirá. ¿Qué caso tiene arrasar con todo y reinar en las cenizas? Para eso quedarse en el infierno. Además, el sufrimiento de los humanos provee de alimento a mi especie, no tendría sentido aniquilarlos. —Aleth se acercó más a Gavriel, le acarició el rostro y agarró un mechón de cabello entre sus dedos; en un susurró suave dijo—: Piensa en Gina, ella tendrá una oportunidad de vivir, ¿a los humanos no les interesa proteger a sus seres queridos a toda costa, sin importar lo que tengan que hacer?
—¿Y qué es lo que propones para proteger a mi hermana del mal que se avecina? —Se apartó, incómodo por el gesto de confianza de ella—. ¿Belcebú sabe del trato que me estás ofreciendo?
—No —contestó sin inmutarse—. Quédate tranquilo, una vez rompas el sello, él se olvidará de ti y de tu hermana.
—Debe haber otra solución...
—¡¡No la hay!! —bramó Aleth, hastiada de la intransigencia de Gavriel—. ¡Acéptalo de una vez! ¿Qué ha hecho el mundo por ti, dime? ¿Qué han hecho los demás por ti? Estabas harto de tu miserable vida. ¿No fue lo que te empujó a hacer un pacto con Belcebú? No te importó nada ni nadie, ni las consecuencias que generaría tu decisión, ¿y sabes por qué? Porque en el fondo eres igual a nosotros: un destructor, un asesino.
El ambiente se tornó tenso. El rostro rígido de Gavriel y la respiración en crescendo, advertía una rabia que le costaba controlar. Exhaló profundo y murmuró:
—Los escritores somos lo que escribimos, disfrazamos las verdades a nuestra conveniencia. —Los ojos se velaron de oscuridad—. Yo soy lo que mis letras reflejan: un creador y destructor, juez y verdugo. Asesino gente en las páginas de mis libros, pero fuera de la ficción soy diferente.
—¿Diferente? —rio ella—, te regocijas en cada muerte de tus protagonistas, siendo estos la personificación de aquellos que fastidiaron tu vida. No puedes matarlos en el mundo real, pero en tus libros los conviertes en despojos, para luego darles una muerte espeluznante.
—Lo que yo haga en mis libros es asunto mío. ¿¡Quién te crees para cuestionarme!? —replicó Gavriel, perdiendo el control—. Podrás ser un demonio poderoso, pero no voy a permitir cuestionamientos. ¡Ni de ti, ni de nadie!
El escritor y el ángel oscuro, cruzaron miradas violentas, como si fueran contendientes en un ring. Cada uno en su lado, atentos al movimiento del otro.
Aleth consideró castigar la insolencia de Gavriel, pero prefirió pasarlo por alto. Analizó otra estrategia para despertar en él un enojo diferente, más fácil de manejar.
—No debería importarte lo que les suceda a los demás. Cuando entraste en decadencia, nadie te ayudó —Ella negó con la cabeza—. Todos te dieron la espalda, incluida tu familia. Siempre has estado solo, de niño y de adulto. No ha existido nada permanente, ni auténtico en tu vida, ni un amor, ni un amigo... Por eso escogiste ser escritor: vivir de ilusiones es mejor a una trágica realidad.
El comentario de Aleth tocó un punto sensible en Gavriel. Inseguridades, temores, que a diario se esforzaba en reprimir, estaban de vuelta. Las defensas que levantó, cayeron de un plumazo.
Gavriel experimentó un agudo mareo, todo a su alrededor oscilaba, como si estuviera en el interior de un barco remecido por una furiosa tormenta. Su cuerpo convulsionó, la ansiedad se apoderó de él. La presión en la cabeza se intensificó, varias emociones convergieron, siendo la ira la que prevaleció. Unas cuantas lágrimas escaparon de sus ojos, manifestando dolor, impotencia, odio hacia él, hacia sus padres, hacia todos...
Levantó la cabeza. Extendió las manos y fijó la vista en el techo ruinoso. Sus palabras materializaron el tormento que lo abrasaba por dentro.
—¡¡Me quitaste todo y me obligaste a aceptar una responsabilidad que no quería!! ¡Trazaste mi camino, ahora es mi turno de marcar el destino de los demás!
Aleth sonrió. Gavriel, el guardián elegido por Dios, había renegado de él y de su tarea divina. El ascenso de los hijos del averno era inevitable.
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