10. El canto de las ánimas




El día amaneció lluvioso y nublado, lo que provocó un aumento en la temperatura, mas esto no fue relevante.  Al otro lado de la ventana, Gina observaba el escenario, la tristeza velaba sus ojos a causa de cavilaciones que no conseguía desentrañar.

Dio la vuelta y con una tranquilidad inaudita, tomó un vaso y lo arrojó a un punto indeterminado de la sala. La frustración la rebasaba, romper objetos le dio un alivio efímero. Lo siguiente fue estampar el puño contra la mesa de pino, cerró los ojos al sentir el dolor recorrer la extremidad. La acción, lejos de eliminar el ansia que padecía, solo empeoró la situación.

Otro tipo de congoja la acometió.

Sorbió por la nariz, a causa de las lágrimas que surgieron al pensar en su hermano y en los horrores que debía estar soportando.

¿Cuánto tiempo había pasado? Observó el calendario digital de la mesa de la sala. Casi tres semanas transcurridas y aún no tenía nada que le permitiera dar con una solución.

El hogar, antes ordenado y pulcro, era un total desorden: muebles, ropa y papeles, esparcidos por la estancia. Varias de las hojas contenían fragmentos del cuento que su padre les contaba de niños; la intención era encontrar alguna conexión con lo que Gavriel le reveló.

Salva mi alma...

Recordó la petición de Gavriel.

—Piensa, Gina, piensa —se animó a sí misma, sentía que algo faltaba—. ¡Eso es! Cómo pude omitirlo.

Agarró su bolso y las llaves del auto. No se molestó en cerrar la puerta principal. Nadie iba a entrar a una casa maldita, como ahora la denominaban sus vecinos.

Una parte de la gente que presenció la escena infernal, huyó despavorida del pueblo, y los que se quedaron no se acercaban a las lindes de la vivienda a causa del miedo.

Encendió el auto con premura. Los ruidos de las llantas en el suelo polvoriento llamó la atención de los lugareños. Estos se persignaron a raíz del mal presagio, pidieron protección divina y que Gina no regresara.

La distancia hasta San Pedro tomaba una hora, pero la mujer llegó en cuarenta minutos. Toda una proeza, considerando que nunca excedía los límites de velocidad. Al ingresar en la urbe, el aspecto lúgubre y arcaico era más notable: un pueblo estancado en el tiempo; cuya vejez se reflejaba en los moradores, todos ancianos. Esto llamó la atención de Gina.

Se detuvo al final de la vía, en lo que era una amplia planicie. Estacionó en el sitio designado y recorrió con la vista el lugar. En la cima ubicó el balcón encastrado en la roca, testigo de incontables muertes y sucesos paranormales. Se quedó quieta mirando la cúspide de la montaña, dudosa de avanzar, mas una música plácida la invitó a acercarse, atrayéndola como el canto hipnótico de una ninfa.

Caminó en dirección a la dulce melodía, que acariciaba los sentidos y bloqueaba la razón.

—No la escuches o morirás —advirtió una voz áspera y aguda—. Aún no es tu hora, Gina...

Esas palabras interrumpieron el letargo. Meneó la cabeza, mirando a ambos lados, como quien emerge de un profundo sueño.

—¿Quién... es usted? —atinó a decir, con voz entrecortada. La apariencia del anciano era pavorosa. Un rostro senil y fúnebre, daba la impresión de ser un muerto viviente. Y esa mueca torcida que no alcanzaba a ser una sonrisa, le provocó escalofríos.

—Yo soy la razón por la que estás aquí —prosiguió este—. Gavriel no lo está pasando bien, ¿sabes? —reveló sombrío.

—¿Qué sabe de mi hermano? —Lo miró con desconfianza—. ¡Es uno de ellos! —Retrocedió asustada.

—Sí y no —dijo el anciano, en tono parsimonioso—. Gavriel vino aquí antes que tú. Fue en ese lugar donde conoció al príncipe de las tinieblas —señaló a la platea rocosa.

—¿Por qué no lo detuvo? —gimió Gina, hilando conjeturas.

—No se puede evitar lo inevitable —dio la vuelta y se dirigió a un banco de madera—. Venga —urdió un gesto con la mano para que lo acompañara—. No soy un peligro. Lo que tengo que decirle llevará mucho tiempo y estar de pie, me agota. —La voz confirmó el cansancio.

Gina aceptó con cierto resquemor. Lo siguió hasta un banco desvencijado, cuya madera chilló cuando se sentaron. 

—¿Qué tanto estás dispuesta a sacrificar? —soltó el longevo sin rodeos, con la vista fija en el balcón de la muerte.

La pregunta la agarró desprevenida, la respuesta fue doliente. Nacida de la desesperación y el altruismo:

—Lo que sea necesario. Soy ignorante en temas demoniacos, solo sé que quiero salvar a mi hermano, y si tengo que cruzar el velo de la oscuridad para traerlo a la luz, lo haré sin importar las consecuencias.

—Sacrificio...—El viejo fijó la mirada en Gina. Tétrica y misteriosa.

Gina se alarmó, por un momento analizó en largarse de ese sitio, mas no había llegado tan lejos para claudicar ante el primer obstáculo. Se relajó, y esperó en silencio lo que fuera a decirle.

La conversación sin duda, desvelaría muchas interrogantes.








La eufonía que emitían las uñas de Aleth al arañar las paredes del túnel estaba exasperando a Gavriel, la oscuridad lo agravaba más.

—¿Quieres dejar de hacer eso? —gruñó con los nervios crispados.

—¿Qué cosa? —Aleth lo miró molesta.

—Lo que llevas haciendo con tus uñas en la pared. Es irritante.

—No soy yo —dijo ella, oteando la oscuridad—. Hay alguien que viene siguiéndonos desde que dejamos la estancia del adalid. ¡Sal de tu escondrijo! —interpeló al intruso.

De las sombras surgió una mujer, de cabellos rojos y mirada incandescente. La malevolencia la rodeaba como un tumor cancerígeno.

—Nadia... no es posible. —Gavriel pestañeó, incrédulo.

—Hola, cariño. Nos volvemos a ver...

—¿De dónde lo conoces? —Aleth se interpuso en el medio, atenta a cualquier movimiento.

—¿No lo sabes? —La mujer esbozó una sonrisa de satisfacción—. Eso quiere decir que el adalid te lo ocultó. No eres de su total confianza, después de todo... hermana —remarcó lo último, consciente de que aumentaría el enojo de Aleth.

Aleth compuso una actitud impertérrita, deduciendo lo que pretendía Nadia. Estaba molesta, sí, pero no sería la única que lo pasaría mal.

—El príncipe no habla de asuntos sin importancia. Solo eres un súcubo, una pobre sanguijuela que cualquiera podría pisar. ¿Te sientes importante porque te encargaron una tarea? Con qué poco te conformas.

Los ojos de Nadia ardieron en cólera. Desvió la vista a Gavriel, sonriendo malintencionada.

—No te atrevas. Tiene la marca de la oscuridad —advirtió, adelantándose a las diabólicas intenciones de la fémina.

—Me da igual. —Una daga brilló en sus dedos.

La advertencia no fue acatada. Aleth la agarró de la muñeca y le quitó el arma. Con la otra mano tocó su rostro, este adquirió una tonalidad parda, de hoja seca y quebradiza. La incandescencia en los ojos de Nadia se esparció por todo el cuerpo, para luego extinguirse en diminutas partículas. 

Gavriel, que aún no se recuperaba de la sorpresa inicial, observó pasmado cómo Aleth incendió a Nadia con el toque de su dedo. Esta fue consumida por un fuego azul que la hizo desaparecer. Las cenizas formaron un pequeño torbellino que escapó por una abertura en la piedra.

—Yo... yo salía con esa mujer. No imaginé que era un demonio. ¿Cómo...?

—No voy a perder el tiempo hablando de ella. Eres inteligente, saca tus conclusiones —siseó exasperada—. Cambio de planes, vamos a otro lugar. Sígueme —se desvió por uno de los pasadizos, en una trayectoria distinta a la celda de Gavriel.

—¿A dónde vamos?

—Al valle de las efemérides —respondió, deteniéndose en una zona desolada—. El súcubo que tenías por novia va a complicarlo todo.

—Pero ella ya no existe —contradijo Gavriel.

—Nadia no ha muerto, destruí el cuerpo que lo albergaba, pero su espíritu sigue latente. Volverá. Dame tu mano —extendió la palma.

Gavriel correspondió a lo requerido. El contacto generó una leve fricción que provocó que ambos se miraran. Era la primera vez que tenían contacto físico, y la sensación fue desconcertante.

Ella evadió el suceso, sujetó la mano de él y se tamizaron a otro sector del infierno.

La atmósfera era neblinosa, lastimera y letal. Habitada por espectros zigzagueantes que iban de un lado a otro sin destino fijo. A simple vista se dilucidaban los huesos, parecían calaveras cubiertas con una delgada capa de piel blanca grisácea, inclinados como hojas que perdieron el soporte.

—Sus lamentos... son perturbadores y dolorosos —Gavriel se tapó los oídos.

—Es el canto de las ánimas, producido por los recuerdos que los atormenta día y noche. Aquí no se les permite olvidar. El agua del Mnemosyne les recapitula el daño que causaron en vida. Son el reflejo de la frialdad del corazón humano.

—¿Para qué me has traído?

—Tenemos que cruzar esta área para llegar al Lete, que es su contraparte. No puedo tamizarme directamente ahí, reglas del infierno. ¿Qué? —dijo al ver la expresión burlona de Gavriel—. A pesar del caos que caracteriza al inframundo, también hay reglas, igual que en la tierra y el cielo.

—¿Y qué hay ahí? ¿No estás rompiendo las reglas al querer ir a esa zona? Seguramente habrá guardias que impidan nuestro avance —objetó.

—Quédate tranquilo, en este momento no hay nadie vigilando. Los demonios también nos agotamos, aunque suene difícil de creer. Lo demás, no es asunto tuyo. Tú solo limítate a seguirme y hacer lo que te pido.

—No. Estoy harto de obedecer tus mandatos. —La mirada adusta de Gavriel indicó que no iba a ceder—. Exijo que me digas tus razones. Es lo justo, dado que requieres mi ayuda.

—¿Qué sabes tú de justicia? —Aleth se plantó frente a él, los ojos llameantes de ira.

—Lo mismo que tú: poco o nada, supongo —dijo, sin apartar la vista.

— "Supones". Los humanos siempre suponen.

—Pues sí, es algo que nos caracteriza. Ahora, responde lo que te pregunté.

La faz de Aleth se tornó críptica, consciente de que no podía echar a perder el plan. La ayuda de Gavriel era indispensable, aunque le fastidiara revelar sus planes. Murmuró con voz calmada:

—Necesito que me ayudes a sacar a alguien de aquí. Tú eres la llave del abismo, el único con la capacidad de liberarlos.

—No haré tal cosa —sentenció tajante—. Sí, confirmo que mi empatía con la vida es prácticamente nula, pero no tengo interés en liberar demonios que destruyan a la humanidad.

—No son demonios los que liberarás...

—¿Qué? —La declaración sorprendió a Gavriel—. Igual, aunque sean otra cosa, no tengo la más mínima idea de cómo romper ese sello del que hablan.

—El adalid te lo dijo, pero parece que no entendiste. El centinela que nos libere del confinamiento debe hacerlo sin coacción alguna, por libre elección. Él sabe que no lo harás por las buenas, por eso te envió de vuelta a la celda, para que la soledad despierte en ti la locura y te motive a abrir esta cárcel.

—Ustedes van y vienen de este lugar a su antojo... —soltó.

—Míralo como escapadas, mas es necesario que la prisión sea abierta totalmente —rio mordaz—. ¿No te has preguntado por qué tu mundo, a pesar de ciertos desastres, conserva una relativa paz? Algunos demonios implantan caos, pero no son libres de actuar a placer, están a condenados a volver. Todos estamos condenados a volver. ¿Me ayudarás? —volvió a preguntar.

—¿Quiénes son y en qué me beneficiará liberarlos? —se interesó, Gavriel.

—Son dos almas que no deben estar aquí —contestó enigmática—. Si me haces este favor, yo te deberé uno a cambio. Te aseguro que te convendrá tenerme de tu lado, llegada la ocasión.

—Esas ánimas deben ser importantes para que te arriesgues de esta forma. —Buscó en la faz de Aleth alguna señal, mas esta no evidenciaba nada—. ¿Sabes? Consideraré quedarme en mi mundo, dado que sin mí ningún ente demoníaco puede escapar.

—No te confíes de la potestad que ahora ostentas, eres el poseedor del sello y la marca oscura que impide que sufras daño alguno, pero no te hace superior a Belcebú. Una vez obtenga de ti lo que desea, te desechará, y si nota tu ausencia, él irá por tu hermana —advirtió.

—De acuerdo. Lo haré —exclamó serio—. No olvides lo que me has prometido.

Ella asintió con la cabeza, reafirmando lo ofrecido.

Emprendieron el camino a través de los espectros. Aleth se detuvo en el Mnemosyne, recogió las aguas azules en un frasco que extrajo de su gabardina, hizo lo mismo al llegar al Leteo, cuyo líquido era de color blanco lechoso.

Gavriel contempló la acción, extrañado, pero no dijo nada.

En los límites del Leteo se respiraba una tranquilidad insólita y, en cierta forma, angustiante. No había sonidos, solo almas en movimiento, flotando.

—La paz que percibes son los recuerdos que ya no existen —explicó Aleth—. El Leteo se queda con todas las vivencias de los mortales: lo bueno y lo malo. Otorga paz, sí, pero deja una sensación de pérdida. Sin mencionar que, los que beben de él, permanecen en un interminable ciclo de muerte, olvido y renacimiento. Los espíritus que ves aquí, son los que reencarnan.

—No me vendría mal beber sus aguas —comentó Gavriel. Mil cosas pasando por su cabeza—. Quisiera erradicar de mi mente ciertos recuerdos...

—Te entiendo —susurró ella, dándole la espalda—.  A veces es necesario olvidar para engendrar nuevas memorias, que no pesen tanto, que no hieran tanto...

El tono de Aleth evocó abatimiento. Por primera vez, desde que la conocía, no solo apreció maldad, también una abismal congoja. Se preguntó si los demonios eran capaces de llorar como lo hacían los humanos.

—Ahí están —señaló la fémina a un grupo de espectros. Fue hasta ellos y los inmovilizó—. Hazlo, sácanos de aquí. —apremió.

Él reaccionó, convulso.

—¿Cómo lo hago?

—Solo tienes que desearlo. En ocasiones las cosas son más sencillas de lo que parecen. —Encogió los hombros ante la expresión confusa del escritor—.  Dame tu mano. Yo escojo el lugar, tú solo desea que estemos fuera de aquí.

Gavriel siguió las indicaciones. Aparecieron en una planicie, cuya atmósfera le resultó conexa. A un costado se alzaba una casona de tamaño regular, acompañó a Aleth al interior de la misma.

Una mujer entrada en años y un hombre joven estaban situados en uno de los sofás del salón. Dormidos, o eso daban a notar.

Los espíritus que trajo Aleth, ingresaron en los cuerpos, que sin demora despertaron ante la posesión de estos; se apresuró a darles de beber el agua azul del Mnemosyne. La mujer mayor examinó el entorno, tratando de entender en dónde estaba. El hombre, en cambio, no mostró sorpresa, todo indicaba que el recinto le era familiar.

Sus sospechas se confirmaron cuando el sujeto murmuró algo inesperado:

—Te conozco... —Los orbes cafés irradiaron calidez, reparando en la presencia de Aleth—, hermana...

Fue entonces que Gavriel descubrió que los demonios podían llorar.

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