Verdad
Vi con molestia gente ir de aquí a allá mientras la mujer que me trajo al mundo nos paseaba entre sus invitados con orgullo. A muchos ya los conocía, algunas mujeres eran compañeras de Isabella en los eventos y otros eran colegas de mi padre o compañeros de la universidad.
Y claro, siempre estaba la familia con bebé nuevo, parecía que mi madre después de todo sí haría eso que tanto me molestaba.
—Tobías, ellos son los Miller, los debes recordar, estuvieron en la cena de año nuevo pero no tuve oportunidad de presentarlos formalmente —comentó a lo que asentí sin emoción; traían un bebé de escasos meses y eso se me hizo curioso, pues no recordaba a la señora Miller embarazada en dicha fiesta.
—¡Qué hermoso! —exclamó Isabella dirigiéndose al pequeño
Nunca entenderé qué hace bello o hermoso a un bebé; a mi parecer, todos se ven iguales.
—No recuerdo haberla visto embarazada —señalé sin pensar.
Mí madre me miró sorprendida y se llevó las manos a la boca mientras que Isabella se sonrojó. Por lo normal no comentaba cosas de esa manera, pero ese no fue un día muy normal, que digamos.
—¡Tobías! —profirió la primera con ese gesto de enfado que usaba tras cometer alguna travesura cuando era pequeño.
El señor Miller rio e hizo un ademán descartando mi comentario.
—Tienes razón, Tobías, no lo estaba, adoptamos —explicó con emoción.
Su mujer sonrió con orgullo.
—Qué mejor manera de ayudar a los desamparados que adoptando a sus críos, ¿no?
Me mordí la lengua y no contesté, de haberlo hecho me habría metido en más problemas. Por eso no me gustaban los amigos de mis padres, muchos de ellos eran unos cerdos egocéntricos que sólo hacían cosas para llenarle el ojo a la gente.
Mientras mi madre e Isabella trataban de desviar la atención de mi inaceptable comentario, a lo lejos escuché una risa, esa que podría reconocer en cualquier lado.
Volteé lo más disimuladamente posible y la encontré tomando una copa de algo naranja. Vestía una falda negra arriba de la rodilla con una blusa de manga larga color piel; se veía muy elegante, nada como la Lisa que me visitaba tres veces a la semana.
Reía con su prometido y nuestros padres.
«Marco» recordé; su extraño acompañante se presentó con aires de grandeza cuando estuvimos con ellos. Al parecer se centraba mucho en hablar de mi vida para no comentar nada sobre la suya.
Noté que dejó la copa vacía en la charola de un mesero que iba pasando, pareció disculparse con los tres caballeros que le hacían compañía antes de alejarse para ir hacia un lado de la casa.
Endurecí la mandíbula por unos instantes antes de decidir mi próximo paso.
—Si me disculpan —les dije a mis acompañantes.
Isabella ni siquiera se inmutó, me soltó del brazo y siguió platicando con la señora Miller sobre las familias desgraciadas que tenían la fortuna de ayudar.
Caminé en la misma dirección que mi paciente sintiendo mi corazón acelerarse a cada paso. La casa de mis padres estaba rodeada de grandes jardines, la barbacoa la hicieron en la parte de atrás que daba a un lago con una vista extravagante que me tenía aburrido desde mi adolescencia.
Me dirigí hacia la bodega en donde el jardinero guardaba sus herramientas y la encontré mirando al cielo con una de sus piernas apoyada sobre el muro mientras sostenía un cigarro entre sus dedos.
—No sabía que fumabas —señalé con seriedad.
—¿Ahora sí nos conocemos? —preguntó bajando la mirada para darme una sonrisa sarcástica después de sacar humo de su boca.
Siempre pensé que las mujeres que fumaban eran desagradables y poco atractivas, pero Lisa estaba muy lejos de verse repulsiva o indeseable.
Crucé los brazos con enfado, al parecer no sabía nada sobre mi paciente... Y llevaba viéndola poco más de seis meses.
—Oh, doc., no se enoje —ironizó tirando el cigarro al piso para pisarlo con el zapato, me miró antes de que media sonrisa se formara en su boca—. ¿O aquí afuera podemos dejar de lado las formalidades?
No supe qué contestar, la línea entre paciente y doctor siempre se debía mantener fijada. Aunque ese detalle lo pasé por alto al contarle cosas de mi vida para hacerla sentir que todos en el mundo teníamos problemas a solucionar.
—¿Cuánto llevas comprometida? —Traté de cambiar el tema al romper el contacto visual, la realidad era que ni siquiera debí seguirla; todo eso estaba mal.
Lisa soltó una sonora carcajada.
—Marco no es mi prometido. —La vi confundido, así se presentó y ella no lo negó; es más, hasta entrelazó sus brazos y apoyó la cabeza en su pecho.—. Es mi juguete... ¿Cómo le llaman ustedes? ¿Descarga? —continuó pretendiendo pensar al poner un dedo en su labio inferior.
No comprendí qué insinuó con eso, solo me crucé de brazos.
—Aunque he pensado en cambiarlo —susurró con seducción, clavando la mirada en mis brazos antes de verme de arriba a abajo.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. «Mal, mal, mal» mi mente pensó una y otra vez. Empuñé las manos y sacudí la cabeza tratando de retomar el control, pues hasta mi respiración se vio afectada.
—Debo regresar —mascullé notando que mi voz se había hecho un poco más grave, bajé los brazos y me giré para alejarme de sus insinuaciones, pero ella chistó.
—De nuevo el miedo —dijo en tono aburrido.
Suspiré, hastiado; ahí íbamos de nuevo. Volteé y la vi fijamente.
—Creo haberte dicho que no tengo miedo... —Empecé a decir pero ella se acercó demasiado; la tenía a un paso, no me pude o quise mover, sus ojos claros me tenían atrapado.
—Claro que no, doc. —susurró y, sin previo aviso, puso las manos alrededor de mi cuello antes de ponerse en puntas para impactar nuestros labios.
Y si de por sí ya estaba mal mi relación de doctor con ella, acababa de empeorar
Cuando llegamos al departamento Isabella se quitó los zapatos apenas cerró la puerta de la entrada.
—Cansada —explicó cuando la vi extrañado.
Asentí pensando en lo mucho que probablemente caminó, pues para cuando regresé a buscarla se había ido a platicar con Rodrigo, uno de los continuos colaboradores de sus eventos. Me dirigí a la cocina para tomar un vaso de agua.
Mi esposa odiaba las bebidas alcohólicas, razón por la cual no las ingería, pero en ese momento hubiera dado lo que fuera por una cerveza, un vaso de vino o cualquier cosa con más de cinco grados de alcohol.
Ella se paró del otro lado de la barra que dividía la cocina del comedor y puso las manos en sus caderas.
—Estuviste inusualmente callado —acusó viéndome de arriba a abajo como esperando encontrar algo.
Le di la espalda y dejé el vaso en el lavabo sintiendo mi corazón dar un brinco; por lo normal cada que terminábamos de usar algo esto era lavado, pero no estaba de humor para cumplir con las absurdas reglas que me fueron impuestas. Me sentía al borde de un acantilado con ella a mi espalda dispuesta a empujarme.
—¿Qué querías que dijera? Todo lo que tú y mi madre hacen es presionar para que tengamos hijos —rechisté sin voltear.
Bien, ahí estaba la verdad, esa que callaba cada maldita fiesta, comida, barbacoa y demás que organizaban mis padres. De reojo noté que Isabella me miró contrariada, nunca había explotado de tal manera.
—No estoy presionando —balbuceó, titubeante, mientras desviaba rápidamente la mirada hacia un lado.
Puse las manos a cada lado del lavabo al reír con sarcasmo.
—No, sólo quieres empezar a arreglar ese cuarto por si se da —ironicé y volteé—. ¿Crees que no sé qué dejaste de tomar las píldoras sin avisarme? —pregunté, airado, cruzando los brazos.
Su expresión obviamente fue de culpa, pero tras el paso de unos instantes, se convirtió en enojo.
—¿Y qué si quiero un hijo? —cuestionó levantando el rostro de manera desafiante.
Negué, incrédulo.
—¿No tengo voz ni voto en esa decisión? —alegué, molesto.
Por eso no tocaba el tema, para no pelear; pero en el momento quería hacerlo con algo o alguien, y si de paso le dejaba las cosas muy en claro a Isabella, qué mejor.
—Estamos casados, es obvio que el siguiente paso sea tener un hijo —obvió cruzando los brazos.
Reí con amargura llevando la mirada hacia arriba.
—No olvides que nuestro matrimonio no es como los demás —le recordé saliendo de la cocina y dirigiéndome a la puerta del departamento, percibí sus pasos detrás de mí.
—¿Eso qué quiere decir? —cuestionó, molesta.
Tomé las llaves de mi carro y abrí la puerta.
—Nada —gruñí cruzando el umbral. Antes de cerrar la puerta la escuché exclamar—: ¡Tobías! —pero no volví.
Aunque me sentí un tanto triunfante de que al menos evitó llamarme como perro.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top