Retiro

A una hora de donde vivía hay un mirador desde donde se pueden ver las luces de la ciudad reflejadas en un lago. Solía ir para escapar de mis padres, las actividades escolares o, simple y sencillamente, para pensar en los planes que tenía a futuro; hacía años que no lo visitaba.

Le mandé un mensaje a Isabella avisando que llegaría tarde, pues tenía asuntos pendientes en el consultorio y respondió con un seco—: Ok.

Existe una palabra para lo que sentí en el momento, una que describió en tan sólo ocho letras toda mi situación:

"Quebrado"

Tuve que escapar de la ciudad para tratar de poner orden en mi vida, para dejar de sentirme un bote de basura en el que todos echaban sus desperdicios.

Me encontraba sentado a la orilla del acantilado del mirador cuando vislumbré unas luces y escuché un carro detenerse junto al mío. No volteé, pues sabía que en ese lugar se paraban carros con parejas que aparentemente no tenían suficiente dinero para pagar un cuarto de motel.

Percibí una puerta abrirse y cerrarse, pero incluso así no me interesé; también había gente que salía como yo a pensar y escapar del caos de la ciudad.

—¿Hamburguesa o alas? —preguntó Daniel sentándose a mi lado y poniendo una bolsa de papel en medio de nosotros mientras yo volteaba para verlo estupefacto.

Endurecí la mandíbula.

—Sabes que no puedes hackear mi celular cada que te plazca, ¿verdad?

Él se encogió de hombros con desdén.

—Hamburguesa será —dijo sacando un envase de unicel que abrió para empezar a comer alitas como si no hubiera dicho nada y estuviéramos viendo un partido de fútbol

Sacudí la cabeza y regresé la mirada al lago. Daniel era ingeniero en sistemas, podía hackear celulares y rastrearlos sin que el dueño se diera cuenta.

Siempre sospeché que el teléfono de Sofía era el único que se salvaba de sus jugarretas, pues la amaba y respetaba a ese grado; sin embargo, el mío era otra historia: me borraba o instalaba aplicaciones. Incluso, una vez metió un vídeo porno y el maldito se reprodujo en medio de una cena con mis padres, los gemidos se escucharon hasta la cocina.

—Lisa llamó a Sofía, estaba histérica —contó entre mordidas. No mostré interés, ni siquiera lo miré; esa llamada explicaría por qué decidió hackear mi ubicación—. Dijo que cancelaste sus sesiones. —Se limpió las manos y la boca con una servilleta antes de mirarme—. ¿Estás bien?

Suspiré y lo volteé a ver. Había sido mi mejor amigo desde que tenía memoria, llevaba en mi vida casi el mismo tiempo que Isabella y, en todo esos años, jamás me llegó a hacer aquella pregunta; supuse que me veía peor de lo que creí.

—No —contesté con sinceridad.

No sabía ni por dónde empezar, todo se había acumulado. Era lo que los psicólogos llamamos efecto de bola de nieve: Se van guardando cosas tanto tiempo que llega un momento en que la situación se sale de control y te aplasta. Mi bola por fin me había alcanzado.

Daniel puso una mano en mi hombro.

—Hombre, tienes que hacer lo que tienes que hacer, así se molesten tus padres o Isabella.

A veces parecía que me leía la mente, pues sabía perfectamente cómo quería proceder y estaba seguro que sería el único que apoyaría mi decisión.

No podía auxiliar a más gente si no arreglaba el desastre en el que se había convertido mi vida.

Durante mi último año de preparatoria me enamoré perdidamente de una chica que era alta, delgada, blanca con ojos marrones y cabello claro. Su nombre era Bianca.

Solía ser una chica coqueta que tenía muchos enamorados, aunque conservaba una pareja "oficial" a la que le era infiel con otros. Nunca fuimos amigos, más bien éramos conocidos; platicamos pocas veces de tonterías, nos vimos en varias fiestas de compañeros y llegamos a salir con amigos mutuos. Jamás me animé a decirle lo que sentía.

Lo último que supe de ella fue que tuvo un embarazo no planeado y sus padres la obligaron a llevarlo a término, incluso se casó con el hombre al que le fue infiel en múltiples ocasiones.

Nunca averigüé si el hijo era de él, pues esas cosas no se preguntan, pero me imaginaba lo infeliz que debía ser.

En días como ese me preguntaba qué tan diferente habría sido mi vida de haberme acercado a ella para decirle—: Me gustas.

Tal vez habría estudiado otra cosa, o estaríamos en África ayudando a gente que lo necesitara; aunque lo más probable sería que estuviéramos firmando nuestro inminente divorcio porque me fue infiel.

Para cuando terminé de hablar con Daniel, ya era de madrugada. Me dirigí al departamento justo con el sol saliendo por el horizonte y, al entrar, encontré en la mesa una nota de Isabella avisando que pasaría la noche con Carolina, su nueva amiga con la que organizaba los eventos. Tenían una cena de caridad de gran magnitud en unas semanas y les faltaba mucho por hacer.

Últimamente ese tipo de notas habían estado apareciendo con frecuencia, tenía pocas semanas de conocer a la chica y ya pasaba más tiempo con ella que con Sofía. En esa madrugada en especial su ausencia me inquietó. Tal vez fue por el hecho de que quería contarle mi plan lo más pronto posible para que lo asimilara.

Hice bolita la nota y la tiré en el bote de basura, tal vez lo mejor sería arreglar todo antes de darle la noticia. Sabía que se iba a molestar, sobre todo por la propuesta del padre de Lisa; pero estaba en un punto donde tenía que empezar a concentrarme en mí y no en los demás.

Fui al estudio y saqué un directorio que guardaba con recelo, en él se encontraban los teléfonos de varios colegas que trataban el mismo trastorno que yo. El primer número era del doctor Israel, uno de los pocos médicos que trataba el TLP como lo que era y no como un "trastorno de personalidad sin especificar". Era el único al que le podía confiar mis pacientes con la seguridad de que los ayudaría a mantenerse; solo esperaba que aceptara salirse del retiro por un tiempo.

Me puse a debatir entre mandarle un mail o llamarlo; incluso tal vez era mejor visitarlo y pedirle el favor cara a cara. Pero si era sincero, estaba totalmente avergonzado de mi situación.

Pude decir que Lisa me arruinó la vida, pero la verdad era que mi vida se vio afectada desde el momento en que prometí cuidar de Isabella, o la destruí en el instante que decidí guardar mis sentimientos hacia Bianca. Por la razón que fuera, la realidad era que mi paciente solo dio ese último empujón para que perdiera la dirección.

Decidí mandarle un mail invitándolo a tomar un café en unas cuantas horas. Me sorprendí bastante cuando no pasaron ni cinco minutos y su respuesta ya estaba en mi bandeja entrada.

Accedió e inclusive adjuntó la dirección de un establecimiento. Era el mismo lugar donde ignoré a Lisa... No supe si fue una horrible casualidad o si el karma insistía en ser cruel.

No dormí nada, pasé el tiempo girando en la cama pensando en lo que haría y en cómo repercutiría en mi vida.

Lo que más me preocupaba era la reacción de Isabella; la imaginé indignada y desterrándome al sillón de por vida. No la creí capaz de pedirme el divorcio, pues sus amistades harían preguntas y jamás admitiría que fue por qué abandoné el trabajo; estaba seguro que haría lo imposible por mantener eso en secreto.

El vivir con una esposa molesta la mayor parte del tiempo era un riesgo que estaba dispuesto a correr, había caído en la cuenta de que no estaba apto mentalmente para seguir atendiendo a mis pacientes; y lo que más me aterrorizaba, era que no sabía si algún día volvería a estarlo.

Me encontraba en el café donde el doctor Israel me citó, afortunadamente los jueves tenía pocos pacientes y todos eran de la tarde.

Tomé asiento y ordené un capuchino, sin embargo, cuando lo sirvieron solo lo observé. En realidad no supe por qué lo pedí, ya que, tenía el estómago tan revuelto que sentía que en cualquier momento iba a vomitar.

—¿Tobías?—preguntó el doctor Israel llegando a la mesa.

Volteé de inmediato y encontré a mi lado a un hombre de avanzada edad con cabello y barba llenos de canas junto a unos ojos claros detrás de unos lentes que me veían con sorpresa. En su expresión alcancé a denotar preocupación, ¿acaso mi estado mental se empezaba a reflejar en el rostro?

Me traté de incorporar para saludarlo pero él levantó la mano para detenerme.

—No te molestes —comentó tomando el asiento de enfrente.

—Doctor, gracias por aceptar —externé, nervioso, no sabiendo por dónde empezar.

—Hace tiempo que no hablamos, sentí que era algo importante que no podía ignorar —dijo fijando su mirada en mí.

El doctor Israel tenía la edad de mi padre, fue quien me invitó a estudiar psicología. Durante mis años de estudio me apoyó mucho más que mi progenitor; el hombre que me engendró jamás entendió porqué no podía comportarme como él y seguir sus pasos, nunca comprendió lo que la sangre me provocaba.

—Sí, es algo urgente —murmuré, angustiado.

La vergüenza me estaba carcomiendo. Frente a mí tenía mi modelo a seguir, el que bien podría ser mi padre tan solo por el apoyo que me dio; no tenía palabras, ni cara, para contarle la situación con Lisa.

—Bueno, te escucho —manifestó. Ni siquiera se tomó la molestia de pedir algo, parecía un hombre en una misión.

Suspiré con aire de derrota.

—Quiero retirarme por un tiempo —musité con la mirada baja. No tenía las agallas para decírselo a los ojos, mi atención se mantuvo en el capuchino aunque de reojo noté que él me observaba fijamente, me moví incómodo.

—¿Cuántos pacientes? —preguntó serio.

Levanté la mirada con las cejas arqueadas en ademán de escepticismo, ¿no iba a cuestionar mis razones? ¿No pensaba recriminar la decisión? En sus ojos encontré la respuesta al notar la preocupación, esa que un padre siente hacia su hijo. Era una mirada que prácticamente nunca vi en mi progenitor, pero sí en el de Daniel; me hizo sentir sumamente extraño.

Aclaré mi garganta haciendo cuentas mentalmente.

—Dieciséis. —Incluí a Lisa, tal vez Sofía la podría convencer de seguir asistiendo a terapia.

—Tienes que informar a tus pacientes, si todos acceden me mandas sus expedientes —explicó—. Podemos agendar entrevistas con ellos la próxima semana, si te parece bien.

No pude evitar la mirada de recelo, no había ni un poco de decepción o molestia en su voz.

—¿No va a preguntar por qué? —cuestioné, sin querer, casi pude jurar que estaba soñando.

El doctor Israel me miró por unos segundos.

—Tobías, olvidas que te conozco desde que eras joven, sé tu situación familiar y marital; debo confesar que me sorprende que no me hubieras llamado antes. Mantuve mi retiro hasta hoy porque sabía que un día me ibas a pedir que tomara a tus pacientes —respondió sin titubear.

—Debo de parecerle un fracaso —mascullé bajando la mirada de nuevo a mi, ahora, tibia bebida.

El doctor negó.

—Me da la impresión de que soportaste más de lo que se podía esperar. —No entendí si me quiso hacer sentir mejor o peor, pensamiento que se denotó en mis facciones porque continuó—: No quiero que me mal entiendas, no eres un fracaso ni alguien débil, la manera en la que has vivido desde que te casaste no es sana; era cuestión de tiempo para que las cosas se salieran de tus manos.

No me atreví a verlo, sentía como mi alma se iba partiendo pedazo a pedazo. Recordé el momento en el elevador, gritando con desesperación como pidiendo ayuda.

—Tobías, deja de vivir para los demás, no le debes nada a nadie, te debes a ti mismo encontrar estabilidad.

Levanté la mirada y me vi reflejado en los ojos del doctor, parecía un niño pequeño esperando la aceptación​ de sus padres.

—Arruiné a una de mis pacientes —confesé con temor—. En vez de ayudarla me enredé con ella y no sé cómo solucionarlo.

Volví a bajar la vista sabiendo que ahora sí encontraría decepción en sus orbes.

Escuché un chillido proveniente de la silla donde estaba sentado el doctor y lo miré de soslayo, se había recargado en ella con los brazos cruzados.

—Las personas con trastorno límite de personalidad tienen la habilidad de encontrar las debilidades de otros —recordó con seriedad—. Por eso muchos psicólogos no se atreven a tratarlos; supongo que la paciente de la que hablas encontró tu más grande debilidad.

No dije nada, pero recordé cada comentario que Lisa había hecho sobre mi matrimonio.

—El problema no eres tú, Tobías —dijo inclinándose un poco hacia el frente. Levanté la mirada y vi un mar de preocupación en los ojos del doctor.

—No logro tomar las riendas de mi vida, ¿cómo no puedo ser yo? —cuestioné, confundido.

—Tú eres la solución —respondió, seguro de lo que decía.

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