Los menesteres de un hombre casado

«Oh, well imagine,

as I'm pacing the pews in a church corridor».

I write sins not tragedies, Panic at the disco!

Es el día de tu boda. Ayer te tiraste a la mejor amiga de tu novia y aquello te gustó más de lo que debería. Te sientes culpable. Se supone que ese es el orden que deben seguir los hechos, pero no me siento culpable. No sentirme culpable me hace sentir doblemente culpable, ¿entienden la paradoja? Bueno, no hace falta que la entiendan, me da igual. Katrina Black es un jodido súcubo, espero que quede claro. De otra manera, yo no hubiese caído tan fácil.

«¡Que ya pares con eso, imbécil!» me grita una voz en mi cabeza. ¿Saben? La que les dice cuando algo está mal y les impide hacer estupideces. Muchos la llaman conciencia o sentido común, pero yo la llamo Cristal. Cristal es nombre de perra y esa desgraciada es una verdadera perra. Lo digo en serio. Es que, claro, Cristal: es excelente que no hayas aparecido el jueves por la noche para impedirme la barbaridad que terminé por hacer y que ahora, por el contrario, estés de lo más habladora. ¿Las tetas de Katrina te dejaron sin palabras, acaso? Joder, a mí sí porque antes no las tenía tan...

«¿Y vas a seguir pensando en ella aun hoy? ¡Es tu boda!» exclama Cristal.

Tiene razón, es un pasatiempo insano. Sacudo la cabeza con obstinación mientras me ajusto los puños de la camisa. Verme en el espejo con aquel traje negro y el cabello recogido hacia atrás me hace sentir viejo. Pienso en Amélie y tengo que apartar la vista de mi reflejo, porque soy incapaz de mirarme a mí mismo a los ojos. Ella es joven, es fresca e inocente, ¿por qué quiere casarse conmigo? Tal vez porque también es tonta.

Antes de darme la vuelta, me observo por última vez y noto que estoy más pálido. ¿Y cómo no estarlo? ¡Les he dicho que hoy me caso! Es una de esas decisiones que sólo se toman una vez en la vida. Bueno, al menos para mí, es una decisión que se debe tomar bien para hacerlo sólo una vez en la vida. Tampoco me crean mucho, eh; se supone que somos civilizados y estamos en pleno siglo veintiuno, por eso existen los divorcios y todo el asunto de la separación de bienes. De cualquier forma, tengo que dejar de darle vueltas a la irreversibilidad de esta mierda.

Decidí casarme con Amélie porque sé que con ella podré construir un matrimonio duradero y estable. Aunque eso no es un sinónimo de felicidad, a mí no me importa porque yo nunca he sido feliz; lo que sí me es imprescindible es la seguridad, y eso es lo que me transmite mi prometida. Es una buena chica, quizá demasiado buena para mí. ¿Comprenden el típico cliché del «no te merezco, soy un monstruo»? Desde el jueves en la noche me di cuenta de que a mí me queda como anillo al dedo. Vuelvo a pasarme una mano por la cara, como intentando borrar los recuerdos y, por ende, la culpa de mi cerebro.

―Donato. ―Estoy tan ensimismado que no me he dado cuenta de esa presencia―. Cariño, ¿estás bien?

―¿Ah?

Miró confundido a la mujer que está parada en el marco de la puerta y ella me sonríe en respuesta.

―Ya es hora.

―Lo sé ―suspiro―. Gracias por avisarme, mamá.

―¿Qué les pasa a tus hermanos que están hoy tan callados?

Me encojo de hombros, sin ser capaz de formular una respuesta creíble para ella. Mentir es más fácil cuando no hay palabras de por medio.

―Sois muy extraños ustedes los hombres.

Alzo una ceja, divirtiéndome con su desconcierto.

―Y las mujeres asimismo.

Mi madre rueda los ojos y, antes de irse, me recuerda otra vez:

―Te quiero afuera en cinco. La ceremonia está por comenzar.

.

Estoy afuera en menos de cinco, cabe destacar. Hago acopio de un increíble aplomo y tomo del brazo a mi madre mientras camino por el pasillo de la iglesia y suena la muy conocida marcha nupcial. Siento sobre mí la mirada de todos los presentes, sí, pero hay algunas personas a las que se me hace difícil ignorar. Están Peter y Raphael, que se niegan a dirigirme la palabra desde que les comuniqué la decisión que he tomado de seguir con la boda. Por otra parte, Julián, que nunca me reprocha nada, me ve con una no disimulada condescendencia.

Y de último está Katrina, que precede la entrada de Amélie. Ha venido acompañada del niño bonito que tiene por novio y no ha dejado de sonreír y de andar de un lado a otro dictando órdenes con una desenvoltura que da la impresión de que nada le afecta. Son sus ojos los que más quiero evitar y los que, por otra parte, mi instinto me hace buscar justo en ese momento. Va ataviada con un vestido color rosa pastel que dista mucho de lo que acostumbra usar; pero no le queda mal. Eso sí, cuando pienso en el traje de cuero negro que llevaba el jueves, la imagen de hoy me choca.

Me descubro viéndola más de lo que es correcto y volteo mi rostro hacia el altar, notando que el puesto que debe ocupar el sacerdote aún sigue vacío. ¿Los sacerdotes llegan después de los novios? No me juzguen, llevo casi veinte años sin pisar una iglesia y sólo lo estoy haciendo hoy por la reticencia de Amélie de no saltarse la debida ceremonia católica; porque ella sí que es muy de esas cosas.

Pasan unos minutos en los que sopeso la idea de que mi novia me haya dejado plantado y pienso en cómo reaccionaría de ser ese el caso. Creo que sería interesante ser un mártir aunque en el fondo mereciese que me jodieran de esa manera; aun así, no soportaría que hiriesen mi ego de esa manera. Las cavilaciones se detienen más temprano que tarde, cuando aparece al fondo del pasillo una figura blanca e inmaculada. Mi prometida. Contengo el aliento.

Su arreglo es austero pero muy bien trabajado. Al final del cabello se le hacen unos bucles que enmarcan su rostro ovalado. Está muy linda. Muy linda y todo lo ha hecho para agradarme a mí. Eso me conmueve, me produce un sentimiento de se-me-revolvió-el-no-sé-qué y me hace esbozar una media sonrisa. Pese a todo ella me ama y tengo ahora la convicción de que yo asimismo podré construir un amor muy certero con su ayuda.

Llega a mi lado y nos tomamos de las manos mientras el sacerdote hace su aparición. La ceremonia comienza y yo, pese a haber asistido unas semanas atrás al curso del qué sé yo para poder casarme, estoy de lo más ajeno a las palabras de aquel religioso. Repito como una buena mascota entrenada lo que me toca repetir y cuando llega el momento del consentimiento todos aguardan expectantes ante nosotros. Esto se pondrá bueno.

―Donato Di salvo, ¿acepta recibir a Amélie Prideux como esposa y promete serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarle y respetarle todos los días de su vida?

Tengo el instinto de mirar hacia atrás y abarcar la inmensidad del lugar. Entonces sus ojos se encuentran con los míos y aquel color gris brilla burlón, desafiándome. Volteo de nuevo, tratando de disimular mi turbación y tomo aire.

―Sí, acepto.

«Para que veas que cojones no me faltan, Katrina».

―Amélie Prideux, ¿acepta recibir a Donato Di Salvo como esposo y promete serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarle y respetarle todos los días de su vida?

Ella sonríe y yo le sonrío de vuelta, tratando de infundirle la confianza que me falta a mí.

―Sí, acepto.

Luego de eso, sólo queda una infinita expectativa ante el vacío al que acabo de saltar cuando el sacerdote recita las palabras de costumbre.

―Que El Señor, que hizo nacer entre ustedes el amor, confirme este consentimiento mutuo que han manifestado ante la iglesia. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» hace eco en mi mente. Joder, qué frasecita. Ahora que lo pienso, es un excelente momento para confesaros algo: no creo en Dios desde los diecisiete años.

.

El problema con Amélie es básicamente uno: ¡tiene veintidós años y sigue siendo virgen! ¿Es romántico? ¡Mucho, por supuesto! Para alguien que sea romántico, para alguien que sea un príncipe y que le dé el significado que merece el ser el primer hombre en la vida de una mujer. Para mí lo que significa es una completa locura. Digo, estamos en el siglo veintiuno, ¿no? Una mujer a esa edad no puede no haber tenido sexo. Es raro. Es perturbante. Es... demasiado tierno. Tierno como esos ositos que aparecían en la tele y siempre odié.

No es que yo odie a mi esposa, por su puesto; es sólo que la situación me abruma. La primera vez duele, eso se lo he oído a muchas mujeres. Y a mí me ha tocado el papel de desflorador de doncellas, o cualquier mierda de esas que tenían en la época medieval. ¿Y si no soy un buen amante? ¿Y si llego a ser tan malo que le dejo un trauma de por vida? ¿Y qué hago si luego ella no quiere volver a saber del tema? Bueno, podríamos pasar de esa actividad conyugal. Seríamos un matrimonio sin sexo, como hemos sido asimismo un noviazgo sin sexo.

Chasqueo la lengua y trato de resignarme por anticipado a cualquiera de las opciones en las que pueda desembocar la noche.

Luego de registrarnos en el hotel y de que nos hubiesen asignado una habitación, hemos estado una hora en mutua evasión; pero cuando ella sale del baño, sólo con una bata cubriéndola, comprendo que ha llegado el momento en que no podremos evitar el tema. Me fijo en su cabello mojado y en cómo las gotas se deslizan desde su piel hasta el suelo mientras se acerca y se sienta frente a mí.

―¿Te ocurre algo? ―pregunta al notar que no he levantado la vista a su llegada.

Sacudo la cabeza mirándola como si fuera la primera vez y descubriendo que, ciertamente, esa es la primera vez que la miro en realidad.

―¿Confías en mí? ―le pregunto.

―Siempre he confiado en ti, Donato.

Su voz es un susurro y se muerde el labio inferior con fuerza. Le agarro la cara con ambas manos, obligándola a encararme así y junto su frente con la mía.

―Gracias por hacerlo.

«Lo peligroso es que confías demasiado» admito abatido, perdiéndome en el azul de sus ojos y pensando al mismo tiempo en unos grises muy lejanos.

.

Si la curiosidad morbosa os mata, pues déjenme contaros una cosa: mi recién adquirida esposa no resultó con ninguna secuela post-noche de bodas como había temido. Es más, me dijo que le había agradado. Y era cierto, le agradó tanto que apenas salimos de la habitación para disfrutar de las maravillosas instalaciones del hotel después de esa primera vez.

Amélie es una chica tímida que aun en la cama no termina de desinhibirse. Para ser sinceros, esperaba que así fuese. No es una amante excepcional, pero es mi mujer y me siento cómodo haciendo el amor con ella. Me siento cómodo en general estando con ella. Excepto en los momentos en los que me pongo a pensar, cuando me pongo a pensar no me siento cómodo estando con nadie.

Ahora, por ejemplo, me ha sobrevenido un arranque de lucidez dentro de toda la utopía de la luna de miel y he salido a caminar por la orilla de la playa en la madrugada. El romper de las olas y la brisa marina me hacen evocar mis vacaciones de la infancia, cuando venía a Milán con mi familia y pasábamos un rato agradable.

Más allá, está mi adolescencia. Está cuando llegó una chica nueva al colegio que acababa de mudarse a la capital y apenas tenía doce años, el preciso instante en que conocí a Katrina Black como una pecosa con aparatos y faldas acampanadas. Nadie hubiese podido predecir lo bien que podíamos llevarnos en la cama. No creo que encuentre nunca más a nadie como ella y uno de los factores determinantes para esa convicción es que acabo de casarme y que no tengo que buscar a nadie más que a mi esposa.

De repente, suspiro y me detengo. He terminado de aceptar la derrota inminente sin siquiera librar una batalla. Saco mi móvil del bolsillo trasero y busco en los contactos un número al que no he recurrido en varios años. Llamo y al segundo tono me atienden, lo cual no me permite darle más vueltas al asunto.

«Me he vuelto un pusilánime, o quizá siempre lo he sido».

¿Hola? ¿Donato?

―Hablemos, Katrina ―digo―. Necesito desesperadamente hablar.

.

Quizá la rutina de no tener rutina, de que nada en mi vida esté saliendo según lo planificado, me está agobiando. Salgo del trabajo a las cuatro en punto y, si tengo suerte, me encuentro con Katrina en un café que está a dos cuadras de su casa. Sólo la primera vez habíamos arreglado nuestras citas, luego simplemente vinimos y fingimos que es sorpresivo el que ambos coincidamos, aunque bien sabemos lo hemos estado esperando.

Con ella es divertido jugar a los desconocidos y así conocernos mejor en esa aventura de unas horas que nos lleva de forma irremediable a su habitación. O a su sofá. O a su cocina. En general solemos ser creativos, porque ideas nos sobran pero tiempo nos falta. Al terminar a Katrina le gusta pasearse desnuda por la casa y a mí no me molesta verla. De esa forma ella parece tan simple, tan como una quinceañera, pese a todas sus carencias de recato, que me deslumbra.

Yo, por mi parte, siempre enciendo un cigarro, «no más, porque de los placeres culposos se debe tener poco», y luego busco la forma de disimular el aliento a tabaco. A Amélie no le gusta que fume, cuando comencé a salir con ella ya estaba dejando el vicio. Ahora es sólo un toque que le añade más de prohibido a lo nuestro.

Hoy, mientras Katrina está en la terraza, me distraigo husmeando en su habitación. Veo en su mesa de noche un libro viejo y me da la suficiente curiosidad como para agarrarlo. «Rayuela» reza el desgastado título en letras negras. Me deja de piedra porque ese es mi libro favorito y, al abrirlo, veo que está marcado en el primer capítulo. Lo analizo sin leerlo, porque ya conozco de memoria esas líneas, y un escalofrío recorre mi espalda.

«Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos»

―¿Qué haces?

La voz a mi espalda me sobresalta, como si yo fuese un niño al que le han descubierto en medio de una travesura. Suelto una risita nerviosa y miro sobre mi hombro cómo ella se aproxima hacia mí.

―Julio Cortázar estaba loco ―digo, señalando el libro para salir del paso―, pero es de los locos de quienes más se aprende.

.

Ese viernes por la noche llego a casa más tarde de lo acostumbrado y un poco hastiado. He pasado toda la tarde con Katrina porque Alexander no está en la ciudad. Todo ha ido bien, o como se supone que nos va cuando estamos juntos, hasta la mención de su boda. Faltan tres semanas y ella lo dice con total naturalidad; como si le valiera una mierda que yo, estando desnudo en su cama, le escuchara comentarme de los preparativos.

Que la aerolínea que contrataron para el transporte de los pasajeros hasta Santorini no la terminaba de convencer; que el hotel en el que se iban a alojar los invitados era de la familia Vranjes; que el blanco no le agradaba, porque aunque su vestido ascendía a la exorbitante suma de los cuarenta mil dólares por ser un diseño exclusivo, le parecía que el color de la pureza en ella era cínico y, además, la hacía ver gorda.

¿Soy acaso yo su organizador de eventos? Katrina, con sus maneras poco ortodoxas, me pone los nervios. Me habla de su casamiento con otro hombre, mientras se fuma la caja completa de cigarros, luego de que hemos hecho el amor. Es ahí cuando exploto, cuando le digo que es una zorra, que compadezco al pobre hombre con el que se ha prometido y, volviéndome a vestir con un movimiento mecánico, salgo de esa casa profiriendo mil y un maldiciones.

Al estar afuera me doy cuenta de lo mucho que me importa el tema y de que no he dudado en demostrárselo cuando me ha puesto a prueba. Creo que le divierte de una manera retorcida verme perder la calma o, al menos, esa es la teoría que más me convence.

Por otra parte, al llegar a casa intento desligarme de mis problemas y no portarme mal con mi esposa, pero es más difícil de lo que parece cuando noto que me ha estado preparando una cena deliciosa que me sirve con el mayor esmero. Su complacencia me irrita porque me recuerda el tipo de basura que soy. Es por eso que como en silencio, para tratar de frenar todas las antipatías que me revuelven la cabeza.

―¿Donato?

Alzo la vista de mi plato de comida y veo que Amélie no ha tocado el suyo. Frunzo el ceño.

―¿Pasa algo, Amy?

Ella suelta una risita y niega con la cabeza en gesto evasivo.

―Es que, yo...

―Amor, lo que sea que quieras, dímelo ―corto algo inquieto―. No te andes con rodeos.

Es entonces que suspira y me mira fijamente. En sus ojos hay una determinación que sólo aumenta mi sorpresa cuando dice:

―Quiero que busquemos un hijo.




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