Infierno

«As I dream about the movies

They won't make of me when I'm dead».

Bed of roses, Bon Jovi.

El día antes de mi boda ha amanecido gris, aquellas densas nubes plomizas no dejan que los rayos de sol traspasen y lleguen hacia nosotros. Antes de entrar al aeropuerto me fijo con atención en ello y me pregunto si no será de mal augurio. Tiendo a ser supersticiosa de vez en cuando y este viernes, que tengo los nervios a flor de piel, soy más susceptible que nunca a cualquier estímulo ambiental.

Como sea, me encojo de hombros con simplicidad y al entrar en nuestro avión privado me acomodo junto a Alexander en los asientos de cuero. Todo es cómodo, todo es perfecto; él se ha esforzado para que sea de ese modo y no ha escatimado en gastos. «Estamos por despegar» ha dicho la aeromoza sonriendo sin quitarle los ojos a mi prometido. Me da muy igual tal gesto y me alarma que sea así. De repente, me siento como si le estuviese privando de comida a un hambriento cuando yo ya estoy llena.

Ese, mis queridos amigos, es el primer punto de inflexión en el viaje.

Luego, me quedo dormida apoyada en el hombro de Alexander, que acaricia mi cabello distraído mientras lee alguna de esas revistas deportivas que tanto le gustan. Él es un jugador de tenis excepcional, siempre que lo acompaño al Club Campestre le veo derrotar a sus oponentes con gran maestría. ¿Mi vida es muy perfecta, verdad? Cuando me case, Alex y yo vamos a tener dos hijitos e iremos los domingos al club, los sábados de picnic y los viernes cenaremos a la luz de la luna en un costoso restaurante londinense. Y pensar que me voy yo a convertir en una esposa de revista y pensar que...

Creo que estoy despierta antes de que el avión colapse, pero de esa parte no recuerdo mucho. Ando adormilada y al tratar de recordarlo, las imágenes resultan borrosas. La empleada vuelve y nos dice que en Atenas hay una tormenta terrible, que estamos por experimentar fuertes turbulencias y que nos abrochemos el cinturón. Alexander, viendo que a mí me pasa aquello por el forro, nos asegura a ambos y me insta a seguir el sueño. Oh, Alex, siempre tan preocupado.

El resto es pura poesía. Algún mecanismo dentro de la máquina comienza a fallar y el piloto pierde el control. No nos lo dice, porque eso del «pasajeros, enfrentamos un inminente accidente aéreo y estamos jodidos» resulta de mala educación. Tal vez me despierto, tal vez no lo hago. Alexander, dándose cuenta de las circunstancias, me agarra la mano fuerte y susurra a mi oído un «te amo» ¿O eso también lo sueño? Bah, el punto es que dentro de la oscuridad, hay más oscuridad aún. Dolor, tanto dolor como para no ser capaz de gritar que algo me duele porque, en realidad, me duele todo. También hay ruido, un «sigue viva» exclamado a media voz y una pregunta en mi mente: ¿de verdad sigo viva?

Quizá, cuando mi sufrimiento da paso a la nada absoluta, ya he muerto.

.

Antes de un pensamiento, lo primero que me viene a la mente es una sensación. Hace frío. Estoy incómoda y tengo mucho frío. Una corriente de viento gélido me recorre la espalda y tiemblo. ¿En el infierno hace frío? Eso es aún peor que el calor, no tengo duda de ello. Tampoco tengo dudas de que si estoy muerta, estoy en el infierno. ¿Hay acaso otra posibilidad? No veo nada, todo es negro y eso resulta agobiante. Tardo mucho tiempo en siquiera pensar en abrir los ojos, me da miedo. ¿Y si, efectivamente, estoy viva y quedé ciega? Vamos, un esfuerzo, sólo un esfuerzo...

Mi cuerpo acata con pesadez las órdenes que el cerebro le envía y la claridad me encandila por varios minutos. Parpadeo; una, dos, tres veces, hasta que logro enfocar una imagen. Al menos, suspiro aliviada, todavía veo. Y sí, por si todavía se lo preguntan, estoy viva.

―¡Está despertando! ¡Médicos, traigan a los médicos!

Ouch, ese tono chillón me hace fruncir el ceño. Buenas noticias, tampoco estoy sorda.

―Mamá. ―La voz me sale rasposa y casi en un susurro.

Ella se acerca y me agarra de la mano.

―Cariño estás bien. Todo está bien. ―Sonríe, como cuando yo era pequeña e intentaba convencerme de que no había monstruos debajo de mi cama―. Debes descansar.

―No siento las piernas ―murmuro adormilada y creo que un brillo de intranquilidad pasa por sus ojos.

―Amor mío...

Deja de hablar cuando la puerta se abre y desvía su atención hacia lo que sea que está allí.

―Es bueno que haya despertado, pero tendremos que sedarla.

Joder, no otra vez la nada. Quiero rogar que no lo hagan, gritar, asegurarles que estoy bien y la voz no me sale. Qué impotente me siento.

―Está muy alterada, doctor.

Los pasos se acercan hasta que el hombre de la bata blanca está en mi campo de visión. Sonríe de la misma manera tranquilizadora en que lo hizo mamá. Está casi calvo y tiene la piel muy bien conservada, pese a que estoy segura de que es bastante mayor.

―Hola Katrina ―dice tomando mi brazo entre sus manos y examinándolo con detenimiento―. Las cosas no han salido muy bien, ¿eh? Siento mucho que la tengas que pasar mal, pero ahora viene lo más fácil, que es dormir.

―Yo no...

Lo cierto es que estoy muy cansada y discutir no es mi fuerte. Sólo hay resignación en mí cuando pasa la enfermera con una jeringa que va directo a suministrarse en la vía que me han conectado. Dormir más, vaya tedio.

―Estarás bien ―es lo último que oigo.

Ojalá y así sea.

.

Confesaré ser egoísta, pues no pregunto por Alexander sino hasta la tercera vez que despierto. «Está un poco peor que tú, pero saldrá de esta» ha dicho mamá. También me habla de que está en la habitación contigua y no para de preguntar por mí. Ay, qué culpable me hace sentir eso. Soy una desgracia para la sociedad.

No llevo el tiempo contado porque con tantos lapsos de inactividad eso se hace imposible. Según lo que me dicen ya voy para el cuarto día en la clínica y estuve en un coma inducido las primeras veinticuatro horas, que fueron muy tensas porque eran las decisivas. Al final, creo que me decanté por la opción de vivir. Y luchar. Vaya que sí tenía que luchar, porque mientras menos sedada estaba, más me dolía todo el cuerpo. No había ni un solo lugar que no estuviese magullado y tenía varias fracturas.

Más tarde me entero de que sólo tres personas, incluido el piloto, han sobrevivido. Pienso en la azafata y me da mucha lástima, quizá la pobre se llevó como último recuerdo la imagen de Alexander y yo abrazados y deseó con fervor estar en mi lugar.

Todo esto es una mierda, ahora mismo debería estar casada y disfrutando mi luna de miel en las islas griegas. Por razones obvias ―quiero decir, ni el novio ni la novia pueden caminar por sus propios medios―, la boda se pospuso y asimismo el traslado de los invitados; pero ya ninguna de esas banalidades me importa. Hay justo en ahora temas que resultan muchísimo más apremiantes. Aún no siento las piernas ni puedo moverlas.

―¿Volveré a caminar? ―pregunto en incontables ocasiones y lo único que obtengo son respuestas evasivas.

«Que es muy pronto, que depende».

Termino por resignarme tanto a quedar inválida que deseo haber muerto. Al menos si hubiese sido así, las cosas no serían tan trágicas; no tendría que luchar más contra la edad y quedaría inmortalizada en una juventud etérea e intocable. Es justamente por ello que entiendo por qué sigo viva: morir era una salida muy fácil para alguien tan empecinado como yo.

Es en esos momentos de abstracción que llega. Al principio es un pinchazo y, de repente, se torna algo tan violento que es como si me estuviesen desgarrando por dentro. Es incluso peor que el día del accidente. ¡Dios! Grito tan fuerte que una enfermera llega corriendo en menos de un minuto.

―¡Mis piernas, mis piernas!

Trato de incorporarme y no puedo, por lo que chillo con más fervor. El doctor aparece rápido y, antes de que lo pregunte, yo señalo el lugar donde el suplicio se origina. Yo no soy una quejica por naturaleza, pero esto se siente como el infierno mismo.

―Me duele ―gimo, viendo borroso por las lágrimas―. Me duele muchísimo.

―Te vamos a aplicar analgésicos, Katrina ―dice él, haciéndole una seña a la enfermera―. Hemos estado esperando por varios días esta reacción.

Hago un amago de sonrisa porque, sin entenderlo muy bien, sé que eso significa buenas noticias. Más allá de buenas noticias, significa esperanza.

.

Una semana después de mi ingreso a la clínica, entro al quirófano. La operación es arriesgada y los médicos no aseguran nada. En ese mismo instante mamá les debe estar rezando a todos los santos, las vírgenes y demás deidades que su religión conoce. Yo me abstengo de ser una interesada y comenzar a pedir luego de llevar más de diez años pasándome por el forro todo ese tema del catolicismo. No es que no me importe mi salud sino que, al menos, le tengo suficiente respeto a ese ser supremo que rige las leyes de la tierra como para limitarme a agradecerle por estar viva aún.

Eso tampoco es demasiado drama, porque no duro ni cinco minutos despierta y no siento nada mientras los médicos están ahí abriéndome e intentando arreglar mi columna vertebral. Así es más fácil, no recuerdas sino que cerraste los ojos y que luego los volviste a abrir. Y en ese intervalo puede haber pasado una hora o tres días; pero, para cuando recupero la consciencia, veo el rostro borroso del doctor por encima de mi atontamiento y comprendo que la operación ha terminado.

―¿Y entonces? ―pregunto, medio atontada aún por la anestesia.

Con un suspiro, el hombre que tengo enfrente me dice:

―Caminarás, Katrina, caminarás.

Creo que asiento antes de volver a cerrar los ojos.

.

Los días siguientes son de recuperación y tengo mucho tiempo libre. Alexander, al parecer, no estaba más jodido que yo, porque le dieron de alta el día después de mi operación. Viene a visitarme cada vez que los enfermeros y sus padres se lo permiten, pues también anda muy débil y está largos ratos sedado. Tiene un brazo enyesado y varias costillas rotas, pero de eso no pasa. Yo, en cambio, tendré que seguir meses de rehabilitación para recuperarme y, de igual forma, mi movilidad nunca será la de antes.

Estando postrada en aquella cama de hospital pienso en muchas cosas sobre mi vida en general. Recuerdo cuando tenía cinco años y papá murió, por ejemplo. «Está arriba para cuidarte» decía mamá. «¡Pues que baje!» le respondía. «Yo lo quiero acá conmigo». Desde pequeña he sido una necia y, con el paso de los años, aquel rasgo se ha acentuado en mi carácter. Nunca estoy conforme con lo que me toca y voy mucho más allá de una simple necesidad de superación; es como si siempre hubiese estado en la búsqueda de algo que le diera sentido a mi vida y nunca hubiese podido encontrarlo.

También pienso en Donato de vez en cuando. La verdad es que le dedico más tiempo del que me gustaría y eso logra hastiarme. «Amélie me ha pedido un hijo» me contó él varias semanas atrás. Yo había sentido cómo todo llegaba a su fin y eso, por más que lo disimulé, quebró algo muy adentro de mí. Le dije que me parecía bien, que los matrimonios comunes querían críos y, para agrandar la mentira, que yo pensaba hablar el asunto con Alexander inmediatamente estuviésemos casados.

Lo cierto es que estaba asustada, el tema del hijo lo alejó de mí para siempre. Luego de aquella tarde, en la que supe que mis maneras lo habían contrariado, no volvimos a vernos. Fue la mejor decisión, por supuesto. Si seguíamos estando juntos lo único que lograríamos sería lastimarnos. Igual le echo en falta. Qué ilógico. ¿Acaso no nos hemos hecho ya demasiado daño? ¿Cuándo va a ser suficiente para nosotros?

Santo cielo, qué atormentante es esta inmovilidad forzada...

Por eso es que me gusta tanto tener visitas, me aleja de aquellas turbias ideas. Ha llegado un sinfín de parientes míos y de Alexander a darme algunas palabras de apoyo y muchas flores. Cuando estás enfermo te llenan de todas las flores que ya habían comprado para tu entierro y necesitan otro uso, o así creo que funciona. Y yo estoy muy conforme con tener mi habitación adornada y con un olor delicioso, la verdad, pero hoy no quería recibir visitas. En especial si son ellos dos.

Me resulta muy sorpresivo que vengan porque cuando tocan la puerta yo creo que es mamá para traerme aquel café por el que tanto le he insistido. En cambio, entra Donato a la habitación. Me quedo de piedra, sopesando qué tan falso sería fingir que estoy dormida y, al final, opto por ser valiente y observarle impasible mientras corta la distancia entre nosotros.

Tiene las manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros y, para qué mentir, su aspecto está hecho una mierda. No es que como si alguna vez hubiese lucido decente, pero en este momento la palidez del rostro se le acentúa con unas ojeras bien pronunciadas y hasta parece haber bajado de peso

―Luces como un fantasma ―bromeo.

―¿Me lo dices tú a mí? ―inquiere sonriendo y alzando una ceja.

Yo solo niego con la cabeza y, componiendo una expresión más seria, pregunto:

―¿Dónde está Amélie?

―Hablando con tu madre, me le he adelantado.

―Comprendo. ―Asiento, con la incomodidad casi materializándose―. Gracias por venir.

―Katrina ―dice, dejando de un lado su máscara de indiferencia e inclinándose hacia mí―. Casi pierdo los nervios en el momento en que supe lo del avión. Amélie no quería partir de inmediato porque le parecía imprudente, pero yo... me di cuenta de que no iba a poder estar tranquilo nunca si morías.

La amargura me revuelve el estómago y no puedo evitar comentar:

―¿Te sientes culpable de algo? Nadie puede con la mente tumbar un avión.

― Me has hecho falta durante todo este tiempo y ni sé yo cómo describirte la angustia. ¿Recuerdas esa canción de Bon Jovi que tanto te gustaba? «I want to lay you down in a bed of roses» No puedo dejar de escucharla, es muy extraño...

Por la forma en que sus ojos se encuentran con los míos me doy cuenta de que es sincero, de que de verdad ha sufrido. «For tonight I sleep on a bed of nails». Joder, qué fuerte es todo esto. Él suspira y espero que no se deba a mi expresión desencajada.

―Discúlpame por ser un hijo de puta ―dice―. Cuando éramos adolescentes y yo te dejé de hablar lo hice porque me aterraba el hecho de que me estabas comenzando a gustar mucho. Hoy me estoy sintiendo igual, pero ya no quiero huir.

―A veces lo que pasa es lo mejor ―le contesto, intentando no evidenciar lo afectada que me siento con su presencia aquí.

―A veces ―murmura―. Le he dicho a Amélie que no estoy preparado aún para tener hijos, que necesito más tiempo.

―Siempre necesitamos más tiempo. ―Cierro los ojos, de repente estoy muy cansada―. La cosa es que en ese tema nunca hay préstamos.

―Sé que mi vida no puede seguir así, Kat. No después de que tú y yo...

―Es muy complicado, ¿eh? Yo ya estoy muy jodida con esto que me ha pasado y, aun así, pienso en ti. ―La media sonrisa que le doy apenas llega a verse como una mueca―. No sé qué me pasa, Donato, estoy perdiendo el control.

Él hace amago de contestarme justo cuando la puerta se abre. Por ella entra Amélie acompañada de mi madre y Donato se separa de mí dándome una última mirada atormentada.

―¡Kat! ―exclama mi amiga corriendo a mi encuentro―. Dios mío, ¡qué cosa tan terrible!

Se arrodilla junto a mi cama y toma una de mis manos. Tiene las facciones descompuestas en una mueca y veo cómo las lágrimas mojan su rostro. Solloza en silencio y baja el rostro en un intento por ocultarlo. Hago mi mejor esfuerzo para mantener la calma y me deshago de su agarre para acariciar su cabello.

―Todo está bien, Amy ―le digo con voz suave.

Es mentira. En realidad, nada está bien.

.

Al volver a nuestra casa en Londres, ya Alexander está muchísimo más recuperado y es él, junto con dos enfermera que hemos contratado, quien me cuida en todo momento. Está detrás de mí y de mis necesidades de una manera casi desesperante, nunca me deja sola. Me da de comer, me ayuda a bañarme e insiste en que haga un esfuerzo y mueva las piernas, por más que esto último duela como los mil demonios.

Es tan omnipresente y tan dedicado que no puedo evitar pensar en que lo mejor hubiese sido, para él y para todos los que me rodean, que yo hubiese muerto en aquel avión. Mientras pienso en aquello, también me viene a la mente que incluso para mí hubiese sido mejor haber muerto. ¿Cómo ser tan inconforme si lo tengo todo? Lo cierto es que, a medida que pasa el tiempo, se me hace cada vez más difícil ocultar lo vacía que me siento.

Un mes después del accidente comienzo a dar mis primeros paseos por el jardín con una andadera. Es algo que me deja agotada tanto física como mentalmente, pero es aquel desafío lo único que le da sentido a mi vida; tengo que volver a caminar y ser capaz de valerme por mí misma. Alexander está a mi lado, alentándome a cada paso con su buen humor. Yo a él lo quiero mucho, pero he entendido que es más por costumbre y por gratitud.

Últimamente ando muy susceptible, la experiencia de estar al borde de la muerte me dejó hecha una llorona. Hay ratos en los que la culpa comienza a carcomerme y da paso a la inútil autocompasión. De que yo no soy lo que Alexander merece, de que no puedo ser tan mala y tener tantas cosas buenas... en fin, debilidades efímeras que antes no experimentaba.

Luego de unos quince minutos, Alex y yo tomamos asiento en uno de los bancos del jardín. Nunca me detengo a observar la preciosidad de naturaleza que tenemos en este lugar. Los árboles y las flores han reverdecido y el viento está agradable, da ganas de sentarse a admirarlo por largo rato.

―Vas muy bien con tu recuperación ―comenta él poniendo un brazo sobre mis hombros y atrayéndome a su cuerpo―. Kat, ya verás que dentro de unos meses estarás caminando al altar y esta pesadilla se habrá borrado.

Me muerdo el labio e intento zafarme de su abrazo para poder encararlo. Tomo un profundo respiro, intentando llenarme de valentía y no retroceder. De una manera inexplicable, entiendo que ha llegado la hora; tengo que arreglar todas las estupideces que he hecho antes de que sea muy tarde.

―Eso no pasará ―le digo.

―¿Por qué no pasará? ―Frunce el ceño, sin notar el rumbo que ha tomado la conversación.

―Escúchame, Alexander ―y, mientras las palabras salen de mi boca, me pregunto en qué momento esto se terminó de ir a la mierda―: no habrá boda, yo no me quiero casar contigo.


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