En Narnia
«We can be heroes just for one day,
We can be us just for one day».
Heroes, David Bowie.
En Narnia.
«We can be heroes just for one day,
We can be us just for one day».
Heroes, David Bowie.
Esa no había sido la primera vez que bebía; pero sí la primera vez que estaba ebria. Qué bochorno, qué horror sentía. ¿Cómo decirles a todos que mi estupidez llegaba a ese punto? Apenas había tomado unas... (¿siete?) cervezas. Y ahí estaba yo, con una felicidad que me aturdía y no me dejaba ver bien. Por una parte me gustaba, no lo negaré. Me gustaba porque casi nunca me sentía así de libre; aunque también era un poco aterrador, pues era seguro que cuando volviera a mi estado de apatía natural la depresión y la vergüenza me pegarían fuerte. Bah, era casi imposible pensar en el mañana con tanto alcohol en la sangre.
Quizá mi vida no iba de lo mejor, ¡por dios, si estaba caminando borracha como una cuba en el jardín trasero de la casa de Charleen! Eso era demasiada decadencia. No podía andar en línea recta y no había nada que me importase menos. Con tal de mantener el equilibrio hasta el último escalón, luego podría caer en el césped sin ningún pudor y, además, desde donde me hallaba no era visible para nadie, lo cual me salvaba de las futuras burlas.
Logré acostarme sobre el césped mojado por el rocío, olvidándome de que Charleen tenía dos perros y de que debían haber orinado incontables ocasiones allí. No quería ponerme en pie, eso de estar mareada me ponía de malhumor, porque no podía pasar más de cinco minutos lejos del suelo. Si ya era una descoordinada por naturaleza, el asunto de la borrachera me hacía un peligro para la sociedad.
Me quedé viendo el cielo despejado con fijeza; la luna era llena aquel día y es de los pocos recuerdos que conservo con exactitud. Creo que pensé que un hombre lobo saldría a comerme, ya que en mis tiempos de adolescencia los hombres lobos seguían siendo monstruos y no fantasías sexuales. Me reí del asunto un buen rato, escuchándome a mí misma como un eco distante. Tuve que cerrar la boca, no sé cuántos minutos después, cuando oí pasos acercándose. No quería que nadie reparara en mí; pero el karma resultó ser una perra.
―¡La mierda, Katrina! ―exclamó el intruso, viéndome desde arriba―. ¿Qué rayos has bebido?
Lo primero que noté al alzar el rostro, fue su cabellera rubia. Me incorporé para poder encararle y cuando lo hice sentí un tirón terrible en mi cabeza que me empujó hacia abajo casi por inercia. El patético cuadro que yo debía mostrar en ese momento me resultó de lo más gracioso, más aun ante expresión desconcertada de Donato.
―Ven y te contesto ―dije palmeando un lugar a mi lado.
Hizo lo que le pedí; pero no sin antes observarme con cierto recelo.
―¿Estás segura que no quieres ir a vomitar?
―No, no. ―Fruncí el ceño, había algo que se me estaba escapando y tuve que concentrarme bastante para que mi mente diera con ello―. Espera... se suponía que estabas ignorándome, ¿no? ¿Qué haces dirigiéndome la palabra?
Mi franqueza hizo que diera un respingo y volteara el rostro.
―No discutamos eso ahora, no contigo en ese estado.
―Estoy bien.
Mentira, estaba del asco. Creo que me quedaba trabada en las «s» de vez en cuando y que, aunque hacía el mayor esfuerzo por mantener cierta coherencia en mis palabras, estaba diciendo más estupideces que de costumbre.
―¿También has bebido? ―le pregunté.
―Yo no me emborracho tan rápido. ―Él rió, poniendo un mechón suelto detrás de mi oreja.
El gesto hizo que el corazón me diera un vuelco. Qué lindo se veía cuando no se comportaba como un completo imbécil conmigo. Sacudí la cabeza, intentando despejarme y convencerme de que el alcohol me estaba nublando el razonamiento. No es que no me hubiese parecido lindo de antes, sólo que... hoy hasta tenía el impulso de decírselo.
―¿Te pasa algo? ―inquirió, y me asustó que pudiera leerme el pensamiento.
―No, no. ―Levanté mi pulgar y sonreí de medio lado; era toda sonrisas aquella noche―. Sólo quiero estar así contigo, hace tanto que nosotros... ¿Aún somos amigos?
―¿Por qué no lo seríamos?
―Qué sé yo ―dije y me encogí de hombros―. ¿Te acuerdas cuando hablábamos por teléfono los viernes hasta la madrugada? Mamá siempre me reñía porque no la dejaba dormir.
Él sonrió y yo me mordí el labio en respuesta. Todavía su figura estaba difusa ante mis ojos, aunque hice lo posible para no evidenciarlo.
―Creo que extraño hacer eso ―dijo―. Me gustaba esconderme en el baño para que nadie en la casa me escuchara.
―¿Qué pasó entonces?
―Tú me dejaste de hablar.
―Fuiste tú quien me impulsó a hacerlo, sentí que te habías cansado de mí. ―Hubo reproche en mi tono, fingir que no estaba dolida costaba más en ese estado.
―Es que cambiaste. Antes podíamos pasar el tiempo cantando canciones de Radiohead o Aerosmith. Ahora te gustan los Back Street Boys y comprar ropa. Eso es... raro. Es de chicas. ¿Cómo reaccionas si tu mejor amiga se vuelve de repente femenina?
Él se encogió de hombros, como si acabara de explicarme una situación muy obvia, y apoyó los codos en sus rodillas, examinando el paisaje con detenimiento.
―Nunca fui tu mejor amiga.
―¿Volveremos con eso? La última vez que conversamos, o discutimos, qué sé yo, saliste con lo mismo. ―Al verme hacer un mohín, bufó y puso los ojos en blanco―. No me gustan estas chorradas sentimentales, me revuelven el estómago, pero si pudiera definirte de alguna manera, te diría que eres mi mejor amiga.
―¿Y qué hay de Charleen? ―ataqué―. Ella pasa más tiempo contigo, te importa más...
―Serás tonta.
―Tonto tú. ―Me crucé de brazos―. Todavía no entiendo cómo pudiste comenzar a gustarme.
¿Acaso lo había dicho en voz alta? Abrí los ojos al tiempo en que las palabras hacían eco entre ambos. Me llevé las manos a la boca y luego, como cosa rara, solté una risita estúpida. ¿Cómo rayos había sido capaz de admitirlo con tanta naturalidad? Santo alcohol de las mil mierdas.
―¿Que yo qué? ―preguntó abriendo los ojos y negando con la cabeza―. Lo que dices es muy extraño, será mejor que te lleve adentro para que puedas descansar.
―¿Y tú qué piensas de mí? ¿Te gusto?
―Katrina, por favor, no preguntes ese tipo de cosas.
―Bah, no es como si me importara; pero, ¿por qué no puedo gustarte?
Me incliné hacia él y le revolví el cabello.
―Cada vez estás más loca.
Y aunque parecía irritado cuando desvió la vista de mi rostro hacia el suelo, no hizo amago de apartarme en ningún momento. Yo solté un gemido de frustración y pasé al siguiente nivel de acercamiento al rozar su mandíbula con mis labios. Llegados a ese punto, mi dignidad importaba muy poco; era como si estuviese viviendo un sueño donde mi cuerpo tenía voluntad propia.
―Te quiero tanto, Donato, y tú eres muy malo.
―Kat, detente.
Tal vez se sonrojó, o al menos así me gusta recordarlo. Incluso pidiéndome que me alejase, no movió un ápice su posición. ¿Con qué objetivo podía estar alentando mis fantasías adolescentes de esa manera? Al día de hoy no sé la respuesta, pero en ese momento creí entenderlo todo. Creí que esa era su manera de decirme que quería lo mismo que yo y como nunca había sido una cobarde, decidí dar el paso final y buscar su boca con determinación.
Entonces, eso era lo que ambos queríamos. Y se sentía muy bien. Y yo lo estaba besando. Por dios, ¡lo estaba besando! «¡Cierra los ojos, que vas a parecer una psicópata!» fue lo único que se me vino a la mente. Yo a él llevaba queriéndolo desde hacía varios años, tarde o temprano eso iba a pasar; aunque siempre me había imaginado ese instante más romántico. Yo abrí mi boca con algo de torpeza, dejándole profundizar el beso. Sabía que eso era lo que debía hacerse porque muchas de mis amigas me habían contado sus experiencias, no porque yo tuviese ninguna. De igual forma, podría asegurar que a lo largo de la noche mejoré notablemente en eso de mover los labios al ritmo que él marcaba. Una vez, dos veces, quizá tres...
El atrevimiento había sido mío, sí, pero la culpa pasó a ser mutua después de las incontables repeticiones. Donato y yo atravesamos, bajo el cielo estrellado del mes de abril, ese tipo de experiencias que marcan una existencia completa. Creo que no llegamos a darle nunca la importancia que merecía. Es que éramos adolescentes, éramos... eternos. Como los superhéroes, podíamos hacer lo que nos diera la gana porque nada nos dañaría nunca.
«Aun así, salimos lastimados.»
.
Rememorar aquello me hace concluir que la vida es una maldita ironía. Ya entendía por qué mamá no me había dejado volver a la casa de Charleen nunca más. La situación resulta alarmante cuando tu pequeña de quince años, que apenas acaba comenzar a usar sostenes, regresa a casa sin poder mantenerse en pie. ¿Ven? Otra razón para no tener hijos. ¿Con qué moral podría reclamarles algo de eso?
Si de juventudes descontroladas hablamos, les tendría mil historias; yo era en ese tiempo un conjunto de malas decisiones y eventos desafortunados. Pasaron unos ocho años más hasta que aprendí a comportarme como una persona civilizada bajo la influencia del alcohol. Me caí, me volví a caer, caí otra vez (¡vaya, sí que soy torpe!), y, luego de llevarme bastantes golpes, decidí levantarme. Ya no me gusta embriagarme cuando tomo; le agarré el gusto a una buena copa de vino en el almuerzo y otra por la cena. Sé besar y también sé hacer otras cosas muy bien y lo más importante: ahora me tiene sin cuidado que Donato no me hable. Auch. De acuerdo, lo último es mentira.
Qué mañana he tenido. Estoy de lo más intrincada con esos recuerdos de mi desastrosa juventud. En una situación normal termino riendo por lo bajo y negando con la cabeza, porque mis estupideces siempre me han dado la impresión de ser de lo más dignas de atesorar; pero este escenario se me hace demasiado deprimente.
Lo que ha pasado ayer escapa de mis manos por completo y me deja fuera de lugar. He vuelto a fumar y ahora voy por media caja vacía. Es una lástima, llevaba más de un mes con la férrea decisión de abandonar el vicio y dejar atrás los molestosos blanqueamientos dentales, acabo de mandar a la mierda todo mi esfuerzo. Es que no podía ser de otro modo, necesito canalizar mi estrés de alguna manera.
Le doy un sorbo a mi bebida antes de prender otro cigarro. El alcohol a esta hora tiene un regusto amargo, aunque no del todo desagradable. Primero, Amélie con su cara de cría inocente me informa que ha programado su boda para el próximo mes, y luego Alexander, frente a toda esa gente, en el salón principal...
Suficiente, siento un pinchazo de incomodidad cada vez que la secuencia se reproduce. Voy a pedir una cita para el spa hoy y después iré al gimnasio. Quizá hasta me quede a la clase de kickboxing para liberar un poco la tensión y luego me permita tomar una de esas malteadas energéticas que saben a demonio pero que te dejan una sensación de embotamiento perfecta para esta situación.
Cuando las ataduras a mi pasado a veces logran perturbar mi calma vengo aquí. En la terraza de mi casa se puede apreciar una excelente vista de la zona comercial de Londres y, al estar vestida sólo con un camisón de seda blanca y una bata, me siento libre. Noto que el sol está saliendo y los nuevos rayos de luz me encandilan por unos segundos. No sé por qué, pero mientras mis ojos tratan de adaptarse a la claridad matutina, pienso en el hecho de que todavía le guardo rencor a Donato por los malos ratos que me hizo pasar.
Si nuestra relación había ido deteriorándose, después de la fiesta de Charleene pareció que nunca nos hubiésemos conocido. Yo me había disculpado al día siguiente y él me había jurado que todo seguiría igual, que aquello había sido un accidente que a cualquiera podía ocurrir. Era un terrible mentiroso; la verdad fue que dejé de existir para él en el mismo momento en que abandonamos el jardín.
Eso nunca lo olvidé ni lo perdoné, sólo lo superé, y de la manera más madura que a esa edad se me hubiese ocurrido: consiguiéndome un novio, mucho más bien parecido, a la semana siguiente. Donato era flaco y desgarbado, Javert, en cambio, jugaba en el equipo de rugby y tenía un físico maravilloso. Tampoco que yo fuese una belleza, pero era simpática y le agradaba a los chicos.
El tema de la apariencia ha sido otra cuestión superación personal. Más o menos cuando salí de la secundaria pasó: me deshice de la ortodoncia, tomé control sobre mi indomable cabello y decidí hacer ejercicio. Con ello no sólo logré que Donato no pudiese humillarme de nuevo, sino que también pude dejar de esforzarme en parecer simpática. Cuando estás tan buena como yo, atraes las miradas de los hombres aún cuando eres un dolor en el culo.
En este instante puedo oír que dentro de la habitación Alexander ya se ha levantado. Viene hacia mí. Ayer me ha hecho el amor mientras me decía al oído lo hermosa que soy justo en el momento preciso, cuando estaba a punto de hundirme en mi amargura. Sus pasos se acercan hasta que de reojo puedo notarle entrando al lugar. Sonrío, está sin camisa y su torso desnudo es digno de admirar.
―Te has despertado temprano ―dice.
―Tú duermes mucho ―bufo, alzando una ceja―. Pero luces adorable y no me dan ganas de interrumpirte.
―¿Desayunaste?
―No aún, estaba esperándote.
―¿Está todo bien? ―interroga, acariciando mi rostro con suavidad y sosteniéndome la barbilla. Le hago una mueca de confusión en respuesta, por lo que añade―: Tomas whiskey en las rocas en la mañana, no has comido y aquí apesta a tabaco. ¿Estás ansiosa?
―¿Lo preguntas? ―ironizo, dándole una última calada al cigarro y zafándome de su agarre―. Hoy me dieron ganas de volver con las malas manías.
―¿Es por lo de anoche?
Me encojo de hombros.
―¿Acaso no estás segura de tu decisión?
Su pregunta me toma por sorpresa.
―Siempre estoy segura, Alexander ―digo, volteando a mirarlo con expresión impasible. Chasqueo la lengua y trato de suavizar mi semblante al darme cuenta de que estoy siendo muy dura―. Me pone nerviosa, eso es todo. Yo... quiero que sea perfecto, amor.
―Deja de preocuparte. Tendrás lo mejor, Kat, nuestra boda dará de qué hablar. ―Me toma por los brazos y me incorpora del asiento. Como todo en él, es una acción muy delicada―. Vas a ser la mujer más feliz del mundo a mi lado, no te arrepentirás.
―Lo sé, contigo estaré muy bien. ―Asiento, abrazándolo y escondiendo la cara en su pecho descubierto para inhalar su aroma. No sé si de tanto usarlo, aquel perfume de Armani ha quedado grabado en la piel―. Por eso acepté ser tu esposa.
―Te amo, no imaginas cuánto.
―Yo... también ―suspiro, cerrando los ojos―. Te amo, Alexander Vranjes.
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