Pretender
Para cuando Rodrigo me llevó a casa eran casi las tres de la mañana. En ningún momento Óscar me mandó mensaje o llamó. La que sí, fue Ana, estaba asustada porque no contesté cinco llamadas.
—Por mi culpa te desvelaste —dije metiendo la llave a la puerta de mi departamento.
Rodrigo bostezó pero se tapó la boca e hizo un ademán de desinterés.
—No es como si mañana no tuvieras clase, ambos estaremos como muertos vivientes —bromeó.
Le di una pequeña sonrisa y empujé la puerta, sin embargo, me detuve casi al instante provocando que Rodrigo me viera extrañado.
—Perdón, no sé si Óscar... —titubeé mirando hacia el suelo mientras sentía mis mejillas llenarse de calor.
Él frunció el ceño pero asintió; supuse que entendió mi vacilación ya que al ser amigo del mencionado, seguro sabía qué tan intenso se podía poner si nos veía juntos.
Con la puerta entreabierta, me quité el sweater que me prestó y se lo entregué, aunque seguro su colonia se había quedado impregnada en mi ropa y eso me causaría problemas. Tomó la prenda con una diminuta sonrisa.
—No te preocupes, descansa —susurró antes de depositar ese curioso beso de despedida en mi mejilla.
Se alejó por el pasillo y giró hacia el elevador mientras que yo me quedé afuera del departamento sintiendo mi mejilla hormiguear.
Rodrigo era raro.
Entré al departamento para encontrarlo oscuro y en silencio, mi estómago se revolvió ante esa odiosa ansiedad de saber si estaba o no. Caminé hasta la recámara y al asomarme sentí un dolor en el pecho que me cortó la respiración. Estaba vacía.
Por un momento creí que estaría ahí esperando y muy molesto por mi desaparición. Pero no, parecía que realmente no le importaba. Y me sentí mal al creer que tal vez si realmente me suicidaba ni se enteraría.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al sentirme más sola que nunca.
El internet está lleno de información. Alguna es verídica y otra no, pero se puede encontrar lo que sea con el buscador.
La primera vez que escuché la palabra "anorexia" fue en la presentación de una compañera de la escuela. Nos dio síntomas que me parecieron absurdos, pues tras terminar la exposición, en los baños, comenzaba a representar los mencionados.
El que más se me quedó grabado fue el de preguntarle a medio mundo si se veía gorda o hacer comentarios alusivos al peso. Años después aprendí que a esas chicas se les llaman "wanna" porque pretenden estar enfermas para llamar la atención.
En internet aprendí a ser anoréxica mucho mejor de lo que cualquier exposición me pudo enseñar.
Contar calorías, carreras, trucos para no comer, pastillas. Todo estaba perfectamente bien explicado en la red. Y yo fui la mejor alumna, se podría decir que me gradué con honores.
Tuve un sobrepeso de veinte kilos, los mismos que bajé en un ayuno completo de un mes que nadie notó. De ahí se me hizo fácil seguir: sesenta se convirtió en cincuenta y cinco, que luego disminuyeron a cincuenta luego a cuarenta y cinco.
Parecía enferma de lo delgada que estaba pero las risas y el rechazo de ex compañeros y familia eran mi motor para no detenerme así me viera como una muerta.
Ana odiaba a mi prima, con sus hirientes comentarios siempre me empujaba a episodios de depresión. Eso hasta que mi tío murió y opté por alejarme y cortar todo contacto. La chica me llenó la cabeza de mucha basura que hasta la fecha seguía arrastrando.
Sabía que tenía clase pero no podía dormir, así que opté por ponerme a buscar en internet el programa que Óscar me comentó que iban a implementar en la escuela. Más valía estar prevenida.
Mi estómago experimentaba dolorosas tirones y punzadas de vez en cuando. Estas eran fruto de la inapetencia y ansiedad.
Suspiré con hartazgo y abrí mi colección de favoritos recordando que guardé una página que daba tips para controlar el hambre en la madrugada, llegué hasta los últimos enlaces cuando uno captó mi atención. Era el link de un foro para gente que caía en la automutilación.
No sabía porqué simplemente no lo borraba, era enfermo entrar ahí; y no por los casos que se contaban, más bien era por la gente que entraba a acosar a los miembros.
A veces me preguntaba si la sociedad ya estaba muerta o si la maldad había superado todas las barreras. Estas personas que entraban a los foros a molestar dejaban un mensaje recurrente en todos los casos. Uno que sentaí que medio mundo compartía: Ana, Óscar e incluso Rodrigo lo haría si supiera como vivía. Era por ese comentario que a veces me detenía de cortarme en los brazos y lo hacía en otros lados que no fueran visibles al ojo humano:
"Deja de querer llamar la atención, y mejor mátate"
Lo más doloroso de todo era que la mayoría de los que tenemos episodios de depresión no buscamos llamar la atención, aunque nos gustaría seguir la recomendación.
Mis ojos se cerraron por ahí de las seis de la mañana y desperté a medio día totalmente desganada. Me quedé en la cama enredada en las cobijas hasta que mi celular comenzó a vibrar causando que mi corazón diera piruetas en mi interior.
Lo tomé a gran velocidad pero no era quien ansiaba que me me buscara. Un pesado suspiro salió de mi boca antes de contestar.
—Hola, Ana —susurré.
—¿Estás en clase? Creí que a esta hora...
—No fui a la escuela, estoy algo cansada —la interrumpí.
Ana se quedó en silencio unos momentos.
—Octavio tuvo llamado, ¿quieres que vaya?
Sonreí a pesar de lo mal que me sentía.
—Estaría bien —dije incorporándome en la cama y revolviendo mi cabello al rascarme la cabeza.
—Llevo café —anunció antes de colgar.
Mi sonrisa se amplió un poco más; Ana sabía cómo animarme el día y estaba segura de que sospechaba porqué me encontraba así.
Me levanté de la cama y me cambié de ropa antes de asearme. Saqué mi libro de historia de la música y me puse a leer en la sala en lo que llegaba mi amiga.
Vivíamos relativamente cerca, tres calles nos separaban y en el camino estaba el Starbucks al que seguro pasaría. Cuando tocó la puerta un enorme vaso con crema batida arriba me recibió al abrir. No pude evitar sentirme emocionada, era tan fácil alegrarme la vida.
—No sé cómo puedes tomar cosas frías con este clima —anunció mi amiga entrando al departamento.
Cerré la puerta y me encogí de hombros.
—Las cosas calientes me hacen daño, siempre ha sido así —le recordé.
Ella hizo girar los ojos y se sentó en la sala.
—Eres tan rara —murmuró antes de beber su café.
Sonreí y me senté en el sillón a un lado de ella. Era de las pocas personas que por momentos elogiaban mi rareza. Aunque a veces me instaba a salir de mi burbuja para adaptarme a las circunstancias. Sobraba decir que siempre terminó en desastre.
—No te voy a preguntar porqué tienes enormes ojeras, solo te voy a decir que un día le diré sus verdades así te enojes —dijo encendiendo la TV.
Bajé mi bebida y la puse en la mesa ratona.
—Ayer comimos con uno de sus amigos, ya no me esconde... No tanto.
Ana me estudió con la mirada sabiendo que había más en ese relato.
—¿Y por qué no dormiste?
Saqué mi celular y noté que aún no había señales de él.
—Insomnio, estuve soñando con eso... Ya sabes...
Ella suspiró y buscó algo en su bolso antes de extenderme una tarjeta.
—El día de la comida había un grupo de mujeres hablando, ya sabes de cuáles. Pero una comentó que su hijo era psicólogo y que era bastante bueno así que le pedí a María que de favor le pidiera el contacto.
Tomé la tarjeta extrañada y leí—: Doctor Elgueta —seguido de una dirección y teléfono.
Sacudí la cabeza.
—Ana...
Levantó la mano en ademán de detenerme.
—Solo piénsalo, no está mal pedir ayuda, lo malo es que vivas buscando ese escape.
Mordí el interior de mi mejilla.
—No puedo costearme un psicólogo, Ana, lo sabes.
Asintió y sonrió.
—Eso me trae a otra noticia, están contratando personal en el Starbucks, es de medio tiempo, podrías ajustarlo a tu horario de clases y a los eventos que tengamos.
Leí de nuevo la tarjeta recordando que mi tío trató de convencerme de tomar terapia después de la muerte de mis padres, pero me negué rotundamente.
—Igual, dudo poder costearlo —murmuré.
—No lo sabrás hasta que llames, Caro; por favor considéralo.
Recordé el ataque que tuve el día anterior, estaba mal lo fácil que era atentar contra mi vida.
—Esta bien, lo pensaré —respondí en un murmullo retomando la tarea de beber mi café.
Pretender se me había hecho rutina: Fingía no sufrir de insomnio, no sentir ansiedad casi todo el tiempo y no querer gritar hasta quedarme ronca; en ese momento pretendía que el brazo no me picaba como loco a causa de la tela que rozaba la costra.
Las horas pasaron y para cuando la tardé cayó, Ana se dispuso a decidir qué pediríamos de comer mientras yo estaba en la cocina bebiendo un vaso de agua.
—¿Quién es Rodrigo? —gritó desde la sala.
El agua se me fue por otro lado y comencé a toser como si estuviera teniendo un ataque. Golpeé mi pecho varias veces y vi a través de mis ojos llorosos a mi mejor amiga asomarse a la cocina con una sonrisa pícara. Tenía mi celular en la mano y lo estaba bailoteando.
—¿Qué? —pregunté con voz ronca a causa del casi ahogo.
Ella sonrió aún más y recordándome al gato de Alicia en el país de las maravillas; se aclaró la garganta antes de hablar.
—Estoy en modo zombie en medio de una junta, ¿y tú? —citó. Sentí el calor subir a mis mejillas e intenté tomar el aparato pero ella lo pasó a su espalda y con la mano libre me señaló—. No, no, no; este chisme me lo vas a contar.
Fruncí el ceño y la miré con algo de molestia.
—No hay chisme, es amigo de Óscar —dije tratando de recuperar mi celular pero ella me esquivó mientras me miraba con mucha sorpresa.
—¿Un amigo de tu novio te mensajea? —preguntó.
Sabía lo que se estaba imaginando pero no podía estar más perdida.
—No como crees, tiene novia y es casi un extraño —alegué estirando la mano para que me devolviera el aparato.
Ana me estudió con esa mirada pesada que tenía antes de darme el celular; no había entrado a mi WhatsApp, solo leyó la notificación de la parte de arriba.
—¿Y por qué te avisa que está en modo zombie?
—Porque fue mi culpa que se desvelara —mascullé.
Noté de reojo que arqueó una ceja mientras tecleaba una respuesta.
—Pero no hay chisme. —Negué con la cabeza—. Se desvelan juntos y no hay nada que contarme.
Suspiré exasperada y la vi con seriedad. Jamás le contaría que intenté suicidarme, la lastimaría y preocuparía.
—Digamos que conoce mejor a Óscar que yo y me está ayudando a superar inseguridades —mentí.
Ana cruzó los brazos y se recargó en el marco que separaba la cocina del comedor.
—No sé porqué tengo la sospecha de que hay algo más ahí que no me quieres decir.
Apagué la pantalla del celular y me encogí de hombros.
—Nada más, lo juro.
Solo que cada que se despedía ponía sus labios sobre mi mejilla y me dejaba nerviosa y confundida. Pero no, no había nada más.
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