Introducción

Mi cuerpo se estremeció mientras inhalaba y exhalaba lo más lento posible a la par que cerraba los ojos para bloquear todo mi entorno.

Debía calmarme.

El corazón me latía a una velocidad descomunal, mis entrañas se revolvieron y la dificultad para respirar se intensificó al grado de cuestionarme si acaso no tenía una bolsa en la cabeza.

El borde metálico rozó mi piel y me estremecí ante el contacto; sin embargo, recordé que solo sería un segundo de dolor, uno y después la paz se extendería por la eternidad. Un involuntario sollozo escapó de mi boca y mordí mi labio inferior hasta sentir un sabor metálico. 

«Solo déjate ir» mi mente repitió una y otra vez.

El miedo y la incertidumbre me rodearon lentamente, tal como lo haría una boa antes de tragar a su presa. El agua comenzó a calarme los huesos y el temblor de mi cuerpo se hizo aún más presente. Apreté mis párpados con fuerza y en un movimiento certero recorrí el último espacio hacia la serenidad.

El ardor no tardó en llegar, más no presté atención y repetí el proceso antes de dejar que el filoso artefacto resbalara de mi mano y se hundiera en el agua. Las lágrimas no dejaron de brotar de mis ojos mientras que el frío líquido se impregnó de ese color rojo que tanto detestaba; sin embargo, de cierta manera en aquel momento no era mi enemigo, se convirtió en mi cómplice y fiel compañero. Los sollozos disminuyeron hasta que una sonrisa floja se formó en mi boca y dejé que mi cuerpo se deslizara aún más dentro de la bañera comenzando a experimentar un mareo.

«Déjate ir»

Era realmente ilógico que algo tan dañino se sintiera así de bien, que ese doloroso ardor me llenara de una paz que en pocas ocasiones logré alcanzar. Pero creí que iba a ser permanente, estaba segura de que mi estabilidad ahora sí sería para siempre.

«Déjate ir»

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