Inadaptable
¿Qué significa adaptarse?
Temblaba dentro de mi auto, estaba acostada de lado y escalofríos me recorrían cada tanto y tanto.
Sabía que me iba a enfermar e iba a ser hilarante que mi muerte llegara justo cuando decidí no morir.
Exhalé de manera temblorosa y cerré los ojos con fuerza, debía prender el aire caliente pero sentía las manos entumecidas.
La lluvia caía con fuerza, solo podía escuchar mi respiración y el golpeteo en el techo. Ni siquiera tenía un celular para avisarle a Ana que estaba bien, no quería que sufriera más por mi culpa.
Entonces sentí y escuché como abrieron la puerta del auto, la lluvia mojó mi espalda.
—Caro —susurró llena de alivio—. ¡Octavio, aquí está! —gritó.
Me ayudó a girarme, el agua escurría por su cuerpo pero parecía no importarle, sus ojos estaban rojos e hinchados. Se subió conmigo al asiento y aunque quedamos increíblemente encimadas me abrazó con fuerza, la podía sentir temblar.
—Dios, Caro, pensé...
—Pe... Perdón —susurré con la voz ronca.
Me abrazó con más fuerza.
—No importa, saldremos de esta, Caro. —Suspiró como descansando—. Lo haremos juntas.
Asentí y de pronto la otra puerta del auto se abrió y Octavio entró. Me negué a mirarlo pues sabía que yo era la fuente de muchos de sus problemas. Sin embargo, él solo puso una cobija sobre nosotras y nos abrazó a ambas.
No me imaginaba lo mucho que ellos me querían hasta esa noche donde nos quedamos toda la madrugada en mi auto hablando y llorando.
El silencio del elevador era abrumador, sostuve mi codo con la mano libre en un ademán de nerviosismo. Las vendas se asomaban debajo de mi blusa gris y eso me hacía sentir expuesta.
Cuando la caja metálica se detuvo y un tintineo sonó, me solté y exhalé con fuerza. Salí del elevador con paso firme y mi corazón se agitó al encontrar la puerta del consultorio abierta. Empuñé ambas manos para sostenerme a mi decisión.
Escuché voces al interior, dos femeninas y una masculina. Me acerqué y encontré una mujer de cabello cobrizo junto a un hombre rubio y una señora de avanzada edad hablando en voz baja.
—Escuché, es muy triste... ¿cómo está él?
—Deshecho, no lo puedo culpar.
—Era un caso muy difícil, supe que su padre piensa demandar.
—Eso está por verse, tenemos...
Entonces titubee, odiaba interrumpir conversaciones. Di un paso hacia atrás, pero entonces otros ojos azules — muy distintos a los que trataba de olvidar—, me encontraron.
Lo observé con sorpresa y la chica de cabello cobrizo lo vio extrañada antes de seguir su mirada.
Y me hice el centro de atención.
—Perdón, buscaba al doctor Elgueta —dije atropellando las palabras.
Las tres personas se miraron con seriedad antes de que la señora regresara su atención a mí.
—Lo siento, pero el doctor se cambió de consultorio y no dejó los datos.
Asentí sintiendo mi estómago revolverse. Esa voz que decía que la terapia no era lo mío quiso imponerse.
—Bien, gracias —susurré.
Observé de nuevo a las otras dos personas dentro del lugar, ambos vestían de negro aunque no en su totalidad.
Me giré y decidí bajar por las escaleras, así el silencio del elevador no me abrumaría. Cuando llegué hasta abajo y salí del edificio encontré a Ana y Octavio platicando.
—¿Y bien? —preguntó ella cuando me vio.
Me encogí de hombros y me dispuse a contarle.
—¡Disculpa!
Los tres miramos extrañados a la mujer que había salido del edificio, era la de cabello cobrizo. Me había seguido.
Arqueé una ceja con confusión, ya con la luz del exterior podía notar sus ojeras y lo rojizo alrededor de sus ojos.
Sacó una tarjeta de su bolsa y me la ofreció.
—Es el tutor del doctor Elgueta, estoy segura de que él te podría ayudar.
Ladeé la cabeza y tomé lo ofrecido, pero no dejé de mirar a la chica que tenía un aura de tristeza a su alrededor. Entonces me di cuenta que en la puerta del edificio el rubio la esperaba.
—Gracias —musité guardando la tarjeta en la parte trasera de mis jeans y noté que veía las vendas que se asomaban debajo de mi blusa.
—Es muy buen doctor, te lo garantizo —repitió regresando la mirada a mi rostro antes de darme una diminuta sonrisa.
Asentí y la observé caminar hacia el chico rubio quién me miró antes de decirle algo a su acompañante y, tras tomarse de las manos, caminaron hacia el otro lado.
Ana sacó la tarjeta de mis jeans.
—Doctor Israel Olivares —leyó.
Me giré y vi a Octavio sacar su celular antes de ofrecérmelo. Mordí el interior de mi mejilla y finalmente suspiré.
—Vale, pero me deben un café —murmuré.
El doctor Israel era un señor de avanzada edad que me recordaba a un maestro que tuve en la preparatoria. No tenía espacio en su agenda según su secretaria, pero a la media hora recibí una llamada de él directamente ofreciendo una sesión de prueba.
Y ahí me encontraba, en una oficina de muros de madera con tres sillones y muchos libros en los estantes que la rodeaban.
—Li...
—Caro —interrumpí tajante.
Él no se inmutó, anotó algo en su pequeña libreta y luego me miró.
—¿Quieres comenzar? —cuestionó.
Dudé, mis manos sudaban y las agarraba una y otra vez, mi pies se movían de manera rápida y sentí mi estómago lleno de acidez.
—Bueno... Hace unos días atenté contra mi vida y no sé... Tengo miedo de que eso vuelva... Mi mejor amiga tiene una carta responsiva porque en el hospital dijeron que lo volvería a hacer, mencionaron que tengo un trastorno, pero no cuál... —Mi voz tembló—. No quiero llegar a eso, tengo miedo de lo que soy capaz de hacer contra mí.
Asintió y frunció el ceño por unos momentos.
—El mundo te va a decir que el primer paso hacia la recuperación es aceptar que tienes un problema —comentó.
Lo vi extrañada.
—¿Y no lo es?
Negó con la mirada fija en mí.
—Puedes aceptar tener un problema y jamás hacer algo, vivir engañada en que ya diste el primer paso aunque estés estancada.
Mordí el interior de mi mejilla no sabiendo qué decir.
—¿Entonces...?
—El primer paso hacia una recuperación es buscar y sobretodo, aceptar esa ayuda.
—¿Qué no para eso se busca la terapia? ¿Para aceptar la ayuda?
Negó con algo de melancolía.
—No, Caro, no siempre se busca terapia para salir; así que antes de tomar tu caso quiero que estés segura y dispuesta... no va a ser fácil, vamos a tener varias sesiones dónde conocerás a ciencia cierta tu trastorno.
Lo miré nerviosa, trastorno se escuchaba demasiado feo, no quería ser una etiqueta. Él pareció notar mi estado dubitativo porque me miró con cierta empatía.
—No te preocupes, paso a paso.
Exhalé con fuerza y asentí. «Paso a paso»
Mis sesiones eran dos por semana y en cada una armaba parte de un rompecabezas. Literalmente.
A veces pensaba que la terapia estaba siendo una verdadera estafa. Otras, que el doctor me distraía con eso para sacarme la sopa porque mientras armaba, hablaba de mi vida, pero no ahondaba. Y era uno de esos rompecabezas de mil piezas, así que me tomó varias sesiones.
Hasta que llegó el día en que lo medio terminé. Faltaban partes pero el doctor no parecía sorprendido.
—¿Ahora qué? —pregunté observando la imagen de una ciudad en el suelo de su despacho.
El doctor veía las piezas que dejé a un lado. Las que según yo no eran parte del escenario.
—¿Por qué las apartaste? —cuestionó.
Fruncí el ceño. Las había dejado en un rincón pero separadas unas de otras por si encontraba dónde iban.
—Porque no encajan.
—¿Y eso las hace ajenas al rompecabezas?
Lo vi confundida.
—Pues, sí... ¿No? No se acoplan.
El doctor asintió, se inclinó y tomó las piezas alejadas en sus manos. Se paró sobre el rompecabezas y comenzó a acomodarlas.
Seguían sin encajar en los huecos.
—La sociedad, la humanidad es como un enorme rompecabezas —dijo sobreponiendo una pieza sobre un hueco—. Hemos sido criados con la idea de que todos debemos actuar de manera perfecta. Que para ser funcionales debemos de hacer click y acoplarnos.
Observé la imagen sintiéndome perdida.
—La verdad, Caro, es que no es así. —Colocó la última pieza—. Aún sin ensamblar, somos parte de algo, pero creemos que no y al no sentirnos en esta unidad falsa, nos alejamos y aislamos.
Me pidió con un ademán que me subiera a una silla, lo vi extrañada pero obedecí mientras él se ponía a un lado del rompecabezas.
—¿Cómo se ve desde arriba?
Parpadeé varias veces sin poder creer lo que veía. Sentí mis ojos picar y llenarse de humedad al entender el punto.
—Completo —susurré.
Asintió y posó la mirada en el rompecabezas.
—El hecho de que una pieza no se adapte al molde, no quiere decir que no sea parte de.
Y entonces lo entendí.
—No es malo ser inadaptable —mascullé.
El doctor asintió.
—El mundo necesita perspectivas diferentes que vayan contra la corriente, que hagan la diferencia y nos abran los ojos a eso que no logramos ver.
Sentí un nudo en mi garganta y mis ojos derramar lágrimas. Una paz que jamás en mi vida había sentido comenzó a brotar en mi interior.
—¿Lista para sanar? —cuestionó en un tono que me hizo sentir parte de algo.
Tragué con dificultad y acepté.
Ana leía unas hojas mientras yo comía palomitas con salsa y catsup, veíamos "Enredados".
—Trastorno límite de personalidad o borderline —dijo y asentí—. ¿Cómo...?
No aparté la mirada de la pantalla. Llevaba ya dos meses de terapia; estaba empezando a afrontar mi situación y el doctor decía que avanzaba de manera positiva; qué si quería contar lo que me pasaba, podía.
—El doctor Israel dijo que mi caso es ambiental —comenté entre puñados.
—Me pierdes, señorita sabelotodo.
Reí, puse pausa a la película y la miré, pensé que no tendría que explicar si le daba las hojas con toda la información.
—Ambiental significa que se desarrolló por el ambiente en el que crecí. El primer detonante fue mi abuso... —Titubeé y suspiré de manera temblorosa—. Nunca me vio un experto por eso y se acumuló en mi interior... el segundo fue la muerte de mis padres. —Mordí el interior de mi mejilla por un momento—. Todo fue escalando hasta que perdí el control de mis emociones...
Ella me vio confundida y bajé la mirada.
—Siento en exceso, Ana, la tristeza, la alegría, el amor... Todo es demasiado para mí, mis emociones me llegan a ahogar; a veces pierdo el sentido de la realidad y pienso en exceso mis actitudes o las de los demás. —Levanté la mirada y la vi—. Mi mente se abruma y en muchas ocasiones es mi peor enemiga.
Sus ojos se abrieron con entendimiento, me sostuvo una mano por un momento en un gesto de apoyo y regresó a la lectura y yo a la película.
—Aquí dice que son seductores natos —dijo un tanto divertida.
Hice girar los ojos. A duras penas tuve un y medio novios así que entendía porqué la risa.
—¿Qué hace Octavio cuando le da catarro? —pregunté.
Ella bufó.
—Escribir su testamento.
Asentí varias veces.
—¿Y cuando tú te enfermas?
Lo pensó un momento.
—Me tomo esas pastillas que hacen dormir y despierto como nueva.
La miré de nuevo.
—Aún en las mismas enfermedades hay diferenciales, mi situación es diferente porque mi vida lo fue...
Abrió la boca comprendiendo mi punto.
—¿Cómo sabes todo esto?
Le di una sonrisa.
—Porque mi doctor lleva semanas respondiendo esas mismas preguntas, no quería aceptar que tenía eso —le conté y me encogí de hombros—. Ahora lo estoy asimilando y voy a empezar con la terapia dialéctica conductual.
Ana sacudió la cabeza con una pequeña sonrisa.
—Solo tú te entiendes, Caro.
Reí y me concentré en la película.
Poco a poco iba asimilando que no era malo ser diferente; yo no me debía moldear a lo que el mundo exigía; mis problemas no eran menores o mayores, eran míos y eso era suficiente para que fueran importantes.
Comprendí que no debía de cargar con los problemas sola ni en silencio, que había muchas personas en la misma situación y aunque nuestro dolor se diferenciaba por las situaciones de la vida, al final éramos compañeros en ese camino a la recuperación.
Con la nueva terapia aprendería a tener el control de mis emociones para que no me llevaran a ese abismo mortal, sabría cómo vivirlas de manera sana, sin crear dependencias. Y al final, lograría llevar una vida plena.
Estaba ansiosa por empezar. Quería vivir y experimentar sin sentir tanta negatividad.
Una nueva voz, llena de esperanza, me susurraba que lo íbamos a lograr.
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