Catarsis

La llave del lavabo goteaba y parecía resonar como si un micrófono se encontrara a su lado. Incluso podía escuchar un eco.

Me quedé sentada frente al inodoro con las piernas estiradas y la cabeza recargada en el muro, llevaba más de una hora en la misma posición.

Después de volver todo lo que comí, lloré como nunca lo había hecho, enterrando las uñas en mis brazos intentando hacerme daño. Y llegó un momento donde simple y sencillamente todo se detuvo. Como una película que quedó en pausa: la escena fijada, el mundo seguía girando pero mi vida no.

No sabría describir lo que es la nada; mi mente se quedó en blanco y solo registró el goteo que resonaba. Me sentía como una muñeca inerte que parpadeaba y respiraba por inercia.

Muerte en vida, así lo podría resumir.

Era como si todo hubiera dejado de girar de manera violenta, como si el huracán se hubiera pausado dejando los trozos de escombro volando. Como una extraña escena de ciencia ficción en cámara lenta que me permitía observar cada trozo de vida que se me estaba escapando. Me rodeó un eterno y casi mortal silencio.

¿Así era morir por dentro?

No tenía ganas de levantarme ni de moverme de lugar, era como si todas mis fuerzas hubieran huido para dejarme tirada en ese frío piso.

¿Cuándo dejé que la esperanza tomara control? Siempre esperé lo peor y esa fue la mejor de mis defensas. Incluso con Óscar me esperaba la rectificación de su infidelidad.

Desde mi abuso fui cuidadosa y desconfiada, prefería no apegarme a las personas. Pero Rodrigo, Óscar y Ana se metieron debajo de mi piel y ahora que ninguno estaba no sabía qué hacer.

¿Cómo se vive en soledad?

Los muros parecieron moverse y comenzar a cerrarse a mi alrededor. Sobresaltada encogí las piernas y las pegué a mi pecho sintiendo que el baño se reducía, que estaba por aplastarme.

Enredé las manos en mi cabello y jalé, el dolor debía traerme de regreso. Enterré las uñas en mi cuero cabelludo tratando de despertar ese picor que silenciaba todo en mi interior.

Las voces reían, susurraban y se mofaban; me recordaban que mi actitud era abrumadora, espetaban que Ana tenía razón, controlaba las situaciones para sentirme segura, para actuar sin miedo. Era una maldita controladora.

Era tóxica.

Un gemido salió de mis labios mientras cerraba los ojos con fuerza; quería gritar y arrancarme el cabello, más no podía, solo temblaba y pegaba más las piernas a mi pecho.

Lo que tocaba destruía, lo que amaba se moría, si me encariñaba asfixiaba hasta ahogar.

Pensé en las lápidas, el destello de luz, las manos sosteniéndome con fuerza.

Mi cuerpo se comenzó a estremecer de manera violenta, pero no podía llorar, las lágrimas y sollozos llegaron al límite, ya no tenía más.

¿Por qué debía de seguir?

El dolor me atacó por todos lados, el físico y mental, era una sensación ambivalente donde el cuerpo se vuelve inmune pero a la vez sensible.

El goteo lo empecé a sentir como una tortura, cada gota la podía percibir en mi piel y ardía como si de ácido se tratara. El dolor punzante en mi cabeza se hizo insoportable, enterré más fuerte las uñas en mi cabeza y solté otro gemido cargado de dolor.

¿La vida se trataba de eso?

Amar para herir, querer para sobrevivir, respirar para un día morir. Todos íbamos a perecer, tarde o temprano. Aunque algunos tenían la fortuna de no tener que sobrevivir.

Yo tenía la maldición de vivir para sufrir.

¿Para eso fui concebida? ¿Acaso ese Dios del que tanto hablaban mis padres se divertía ante mi desgracia?

Entonces la ira se fue acumulando en mi interior, fue como un fuego que despertó las ganas de querer arrancarme la piel. Era una maldita broma del destino, no me podía acercar a nadie porque no congeniaba y si lo lograba, comenzaba a depender, me volvía tóxica y controladora.

Y si estaba sola me volvía loca.

¿Por qué? ¿Por qué seguir soportando el dolor? No tenía ni una maldita razón.

Quería huir, silenciar las voces que susurraban que me lo habían advertido, que era mi karma por estar con un amigo de mi ex, por nunca defender a Ana de Óscar, por arrastrar mis problemas y no poder superar mi pasado.

No quería ser una carga.

Abrí los ojos de manera descomunal y me incorporé ante ese pensamiento, mis manos comenzaron a bajar lentamente mientras parpadeaba una y otra vez.

La sensibilidad de mi brazo despertó, el clamor que anhelaba callar el dolor exterior con el interior.

Ana no tenía porqué seguir soportando mis problemas ni mis ataques de depresión, no tenía porqué tener miedo ante mi estupidez. No debía cargar conmigo.

Ni ella, Rodrigo u Óscar.

Ninguno tenía porqué seguir soportando a una persona inestable que solía depender.

Miré de soslayo la tina en el baño, relatos del blog de suicidas comenzaron a surcar por mi mente uno tras otro a gran velocidad. Entonces supe qué hacer.

Me levanté del suelo y abrí la llave del agua fría, luego tomé el tapón de la tina y lo puse en el desagüe. Me mojé un poco con la acción y me estremecí pero aun así me incorporé y observé cómo se empezaba a llenar para después ir a mi recámara.

Mis manos temblaban así que las abrí y cerré varias veces. La ansiedad se incrementó junto al latido de mi corazón.

No arrastraría más a Ana. No la llenaría de odio y coraje hacia Rodrigo por haber cerrado una puerta que cualquiera hubiera bloqueado en su lugar. Isabella era mil veces mejor que yo, no era su culpa.

Caminé casi en trance hasta mi buró de dónde saqué la pequeña caja y la volqué sobre la cama. El filoso metal pareció destellar y cuando lo tomé en mis manos lo sentí cálido al tacto.

Lo observé por unos agonizantes segundos sintiéndolo mi más leal compañero. Era esa medicina que silenciaba las voces por momentos pero que tenía el poder para enmudecerlas para siempre. Y ansiaba con todo mi ser callar las voces burlonas de mi cabeza que no dejaban de gritar que era mi culpa, que la que estaba mal era yo. Necesitaba ese silencio, estaba desesperada por acallar al mundo entero.

Regresé a la sala por mi celular y abrí el WhatsApp, tenía suficientes ahorros para pagar un ataúd o cremación. Me negaba a que Ana pusiera un peso para lo que estaba por venir, era mi decisión y me haría cargo de las consecuencias.

Por fin vería a mis padres, tío y hermano, ya no había nada ni nadie que me mantuviera atada a ese mundo. Quería estar con aquellos que alguna vez me amaron sin condición. En mi cabeza aparecían sus rostros llenos de anhelo esperando mi llegada. Pronto, pronto los podría abrazar de nuevo.

Ana lo superaría, igual y me llegaría a odiar por tomar la salida más cobarde pero ya no podía. El dolor ya no me dejaba ver más allá. Había oscurecido todo mi futuro y no le encontré sentido a vivir para seguir siendo su eterna carga.

La amaba demasiado como para seguir deteniendo su vida por mis tonterías.

Le mandé el nip de mi tarjeta sin darle explicaciones, ella sabría de qué se trataba en unos días.

Estaba tan ida que ni siquiera me di cuenta de cuándo regresé al baño. Lo que sí noté fue que el agua había llenado tanto la tina que se estaba derramando. Cerré la llave y en mi estado enajenado, dejé caer el celular y observé como se hundió hasta tocar fondo.

«Déjate ir» una seductora voz empezó a decir por sobre todas las otras que me estaban llenado de razones para hacerlo.

Recordé cada lágrima, cada noche de insomnio, cada vez que Ana me tuvo que traer de regreso, a Rodrigo abrazándome después de descubrir el engaño de Óscar, mi miedo ante el toque de las personas. Los besos secretos de mi ex y nuestras peleas. Esa noche donde mi inocencia me fue arrancada.

Todas las escenas se acumularon en mi cabeza hasta comenzar a asfixiarme. Jadeé con fuerza y cerré los ojos. Me sentía fuera de mi cuerpo, como una espectadora que veía una torre derrumbarse.

Experimenté esa sensación de ahogo ante la caída libre del juego en el parque de diversiones. Pero ésta vez no había algo que me detuviera, seguía cayendo y cayendo a la nada, el infierno me esperaba.

Lágrimas recorrieron mi rostro mientras mis dedos jugueteaban con la navaja.

Estaba cansada de ser una carga para los demás. Ya no quería serlo.

Cerré los ojos y solté un suspiro tembloroso antes de meterme con todo y ropa a la bañera.

Agua se esparció aún más sobre el suelo y mi cuerpo sintió la frialdad como cientos de piquetes. Gemí y me arrodillé, mis labios temblaron y sostuve el borde con una fuerza descomunal, escalofríos me recorrían de arriba a abajo pero al final me giré y terminé por acostarme dentro del helado líquido.

El agua no permitiría que la sangre coagulara. Solo debía tomar valor para recorrer ese último trayecto y en unos minutos estaría de nuevo en los brazos de mis padres.

Mi respiración se agitó y sollozos escaparon de mis labios, el fuerte latir de mi corazón lo podía sentir en todo mi cuerpo. Temblaba, todo temblaba. Mis manos sosteniendo el filoso metal anhelaban terminar.

Cerré los ojos con fuerza y evoqué las horas antes del accidente: mis padres riendo mientras comíamos en medio del parque, yo sacando la lengua antes de tomarnos una foto con la cámara instantánea. Sus risas y abrazos. El amor que me dieron durante todos esos años. Quería que estuvieran conmigo, los necesitaba más que a nada.

Y si ellos no venían a mí... Yo iría a ellos.

Entonces decidí dejarme ir.

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