Ambivalencia

Él era mi refugio y la tormenta.

Una completa y sutil ambivalencia.

Salvador y verdugo.

¿Y yo? Su más grande fan.

Dependía de su presencia para sentirme completa. Aunque me mantenía en secreto y exigía respeto, tenía algo que me doblegaba una y otra vez.

Sus palabras e ideales eran mi verdad, me manipulaba sin que lo pudiera notar. La mayoría del tiempo me cuestionaba si en verdad lo amaba o si acaso había cruzado la línea y lo idolatraba.

De todo opinaba, desde política hasta literatura, y yo escuchaba como buena alumna. Absorbí su manera de pensar de una forma que tardé mucho en remediar.

—Basura social —espetó un día que salimos a cenar a un lugar lejano y arrinconado.

Así le decía a todas esas personas que se esforzaban por encajar, que callaban en vez de hacerse oír. Era curioso, o irónico, que yo por permanecer con él me convertía en eso que tanto juzgaba.

Nuestra relación se dio entre miradas fugaces y roces casuales. En medio de ese mundo donde creí que me podría refugiar. En el que mi mente silenciaba las ideas absurdas y abstractas sobre quién debía ser para encajar.

Fue una verdadera casualidad que aquel anuncio promoviendo una escuela al otro lado de la ciudad se cruzara en mi camino. A veces lo sentía una bendición, pero otras...

La rasposa y grave voz de Chester inundó mis oídos mientras sentía su alma resquebrajarse conforme la letra de Numb avanzaba.

Miraba el muro frente a mí mientras mantenía los brazos cruzados en una aparente pose de total desfachatez: me encontraba casi desparramada en una silla con paleta que se encontraba en la esquina de un pasillo de la escuela mientras movía un pie al ritmo de la batería a la par que mis manos tamborileaban la piel de mis brazos y mi cabeza se meneaba al son del bajo.

Estaba segura de que cualquiera que me viera pensaría que era una de esas divas de rock intentando sobresalir en una escuela llena de músicos, pero la realidad era que me sentaba en ese escondido lugar a esperar mi próxima clase porque quería pasar desapercibida. Que la música resonando en mis oídos era necesaria para levantar el refugio anti bombas que mi mente necesitaba para mantenerse en un punto medio estable.

Los gritos de Chester silenciaban esas otras voces que me recordaban una y otra vez los errores cometidos en mi vida. Que hasta hacía unos momentos, habían susurrado con enojo que debí fijarme antes de pasarme al carril de la izquierda para no hacer enfurecer al conductor que me la mentó tres veces antes de desaparecer, que era una tonta que ni manejar podía hacer bien.

Y es que así era vivir conmigo misma: Un infinito reclamo de mi existencia; de todo lo que hice, haría y pude haber hecho mal.

Prefería quedarme sin tímpanos que seguir escuchando las quejas.

Vi la hora en mi celular y me di cuenta de que mi clase estaba a punto de empezar. Traté de mantener la calma y respiré cinco veces con suma lentitud para disolver las ansias que amenazaban con desatar un festín en mi estómago.

Tenía exámen de iluminación. Una de las materias más sencillas de la carrera, pues era más que nada aprender el uso de una consola que valía aproximadamente medio millón de pesos.

«Sin presiones» pensé con ironía.

Sin embargo, al paso de unos minutos, me di cuenta de que mi estómago no iba a dejar de dar vueltas cual rueda de hámster. Así que resignada me levanté, bajé el volumen del iPod y me encaminé al anfiteatro.

Agradecida, encontré las puertas abiertas y en el lugar ya se escuchaban voces. Menos mal, odiaba tocar y esperar a que alguien me hiciera caso.

Asomé un poco la cabeza y sentí la acidez de mi estómago aumentar al encontrar a Tania, una de mis compañeras, bromeando con el maestro mientras esa sonrisa falsa y llena de coquetería adornaba su delgado rostro.

Saqué mi iPod de la bolsa de enfrente de mi sudadera y fingí escoger otra canción mientras caminaba por el pasillo alfombrado. En realidad, In the end estaba resonando en mis oídos y no tenía la más mínima intención de cambiarla, pero quise fingir que no había visto nada.

Pude sentir su mirada sobre mí, como estudiaba cada uno de mis actos. A veces llegué a creer que incluso contaba mis pasos. Evité mirarlo a toda costa y me limité a tomar mi lugar al fondo del teatro, pero el latido de mi corazón había aumentado.

Su mirada era pesada, penetrante y amenazante.

Y aunque estaba perfectamente consciente de que no hice nada malo —pues no era yo la que le sonreía a Tania cómo si fuera el sol en medio de una tormenta—, no pude evitar regresar y analizar mis actos para encontrar eso que lo tenía tan alterado.

Suspiré con cansancio entendiendo que no solo estaba por tomar un examen dónde probaría mis aptitudes, también estaba por demostrar si podía permanecer como novia en las sombras.

La mente del ser humano llega a tener unas ochenta trillones de ideas a lo largo de la vida. Un número abrumador para alguien cuya cabeza se dedicaba a maquinar múltiples ataques de autodestrucción.

Mi mente no funcionaba como la de los demás, eso fue algo que tuve muy claro desde pequeña. Dónde las personas veían bien yo encontraba mal, ellos visualizaban diversión yo incomodidad, madurez contra placidez.

Así que recordar que más de ocho trillones de ideas me apartaban de la normalidad me llegaba a sofocar.

Prefería mil veces ver una serie como "Buena suerte, Charlie" antes que salir de rumba. Algo que redujo mi casi inexistente círculo de amigos y ocasionó algunas burlas. La mayoría de mis conocidos aprovechaban los viernes para salir a bailar, beber o un conjunto de ambos.

Yo siempre preferí ir al cine o quedarme en casa a leer y escuchar música, se podría decir que era una asocial; aunque eso no era del todo cierto, el pánico que me inundaba al verme en una sala de cine completamente sola, recibiendo miradas inquisidoras, era suficiente para mantenerme encerrada.

Por más mal que eso me hiciera, la soledad era mi peor enemigo.

Leí el tercer ejercicio y armé la presentación en menos de diez minutos. Conocía esa consola al derecho y al revés.

Él lo sabía, pero fingía que ponía atención a mis manos moviéndose de manera experta sobre botones y pantallas.

Todo comenzó practicando cada momento libre que tenía entre clases. Amaba el lugar, había algo realmente mágico en crear un ambiente y despertar sensaciones con tan solo la iluminación.

O tal vez, me aferraba a que esa luz iluminara mi vida. Y vaya que lo hizo.

—Acabaré tarde hoy, yo creo que nos vemos hasta mañana —susurró escribiendo algo en su celular.

Mi estómago se revolvió y llenó de tirones, de reojo lo vi teclear a gran velocidad y en mi mente me imaginé que estaba poniéndose de acuerdo para ver a alguien más tarde.

Era increíble el daño que me podía causar yo solita.

Incluso empecé a visualizar como se reía o hablaba de lo mucho que le agobiaba mi actitud. Lo hice mi ancla y creo que eso lo asustó más de lo que me hizo saber.

—¿Está bien? —preguntó guardando el celular en la parte trasera de sus jeans y me encogí de hombros con fingida indiferencia—. Caro, no empieces —espetó cruzando los brazos y bufando.

Terminé el ejercicio que sabía que ya había calificado y regresé la consola a su postura original con solo apretar un botón. Escuché las voces de mis compañeros en el piso de abajo murmurando.

—No entiendo porqué me preguntas mi opinión sobre algo que ya decidiste, Óscar —susurré dándole la espalda para guardar mi cuaderno en la mochila antes de colgarla en mi hombro.

Traté de salir de la cabina pero me detuvo con un firme agarre en mi codo, mantuve la mirada baja evitando verlo a toda costa.

—Te hablo en la noche, lo prometo; debo acabar unos ensayos para mañana —explicó acercándose demasiado y poniendo una mano en mi mejilla para obligarme a girar el rostro.

El tierno toque de su mano hizo que mi enojo se evaporara como por acto de magia.

—Bien —dije en voz baja sintiendo calor invadir mi cuerpo.

Acuñó mi rostro y tras darme un fugaz beso en los labios y otro en la nariz, salimos de la cabina y bajamos. Él se dirigió sin darme una última mirada a los asientos donde aún estaba Tania y compañía mientras que yo caminé hacia la salida repitiendo en mi mente que mis miedos eran absurdos y debería confiar más en él aunque sus actos fueran ambivalentes.

Pasé la mochila al frente y me dispuse a buscar las llaves de mi auto y me topé con una USB que me había prestado para instalar un programa en mi PC. Tras sopesarlo un poco, di la vuelta y regresé al teatro tratando de convencerme de que él necesitaba el pequeño aparato y de que no regresaba para espiarlo.

Iba moviendo la memoria entre mis dedos hasta que llegué a la puerta dispuesta a cruzarla sin problema. Sin embargo, al levantar la vista, me detuve como si me hubiera estampado con una pared invisible que me sacó el aire.

Tania estaba junto a él y se encontraban en una pose aparentemente íntima: Ella me daba la espalda, pero Óscar usaba esa sonrisa con la que me desarmaba mientras mi compañera le susurraba algo al oído y su mano se posaba en su hombro.

Sabía que no podía hacer una escena de celos, pues realmente ante ojos ajenos, solo era la tímida alumna asocial que se sentaba al fondo del salón.

Mi estómago se revolvió al grado de provocarme dolor, pero solo me limité a regresar por dónde había llegado. Era confuso para mí el hecho de que yo no pudiera tener ese tipo de acercamientos mientras que la que se suponía que realmente era su alumna podía hacerlo sin titubear.

Sentí el picor en mis ojos y un suspiro tembloroso escapó de mis labios mientras caminaba al auto. Me hizo sentir querida y burlada en menos de cinco minutos.

Eso fue un nuevo récord.

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