2.04


Capítulo doce: La Señora Norris y la Cámara de los Secretos

Llegó octubre y un frío húmedo se extendió por los campos y penetró en el castillo. La señora Pomfrey, la enfermera, estaba atareadísima debido a una repentina epidemia de catarro entre profesores y alumnos. Su poción Pimentónica tenía efectos instantáneos, aunque dejaba al que la tomaba echando humo por las orejas durante varias horas. Como Ginny Weasley tenía mal aspecto, Percy le insistió hasta que la probó. El vapor que le salía de debajo del pelo producía la impresión de que toda su cabeza estaba ardiendo.

Gotas de lluvia del tamaño de balas repicaron contra las ventanas del castillo durante días y días; el nivel del lago subió, los arriates de flores se transformaron en arroyos de agua sucia. El entusiasmo de Oliver Wood, sin embargo, no se enfrió, y por este motivo Irina, a última hora de una tormentosa tarde de sábado, cuando faltaban pocos días para Halloween, se encontraba volviendo a la torre de Gryffindor, calada hasta los huesos y salpicada de barro.

Aunque no hubiera habido ni lluvia ni viento, aquella sesión de entrenamiento tampoco habría sido agradable. Fred y George, que espiaban al equipo de Slytherin, habían comprobado por sí mismos la velocidad de las nuevas Nimbus 2.001. Dijeron que lo único que podían describir del juego del equipo de Slytherin era que los jugadores cruzaban el aire como centellas y no se les veía de tan rápido como volaban.

¿Cómo estuvo el entrenamiento? —preguntó Steve al ver que Irina entraba por el agujero del cuadro.

—Bien, supongo —se acercó a su mejor amigo y se sentó en el suelo, cerca de la chimenea encendida—. Fred y George han espiado al equipo de Slytherin y dicen que ni se los ve, Wood está preocupado.

Steve soltó un «Mhm» mientras terminaba de escribir su redacción.

—Tienes barro en la mejilla.

—Oh —Irina pasó su mano y en el dorso quedó una línea de barro—. Iré a bañarme o moriré de hipotermia.

[...]


En el Gran Comedor se percibía un aire de alegría. Calabazas encendidas flotaban sobre las cuatro mesas, murciélagos vivos volaban de aquí allá, pasteles y tartas decoradas con los motivos de la festividad eran degustados por los estudiantes.

Irina comía unos brownies decorados como calabazas y Steve comía fresas con chocolate.

Quince minutos después el banquete de Halloween término e Irina y Steve salían del Gran Comedor con los bolsillos llenos en dirección a la torre de Gryffindor.

Pero no, todos los estudiantes de sumieron en un silencio aplastador y se detuvieron abruptamente en uno de los pasillos.

En una de las argollas para las antorchas, estaba colgada de la cola la Señora Norris, estaba muy tiesa.

En medio del corredor estaban Harry, Ron y Hermione frente a una gran inscripción que rezaba:

LA CÁMARA DE LOS SECRETOS HA SIDO ABIERTA.

ENEMIGOS DEL HEREDERO, TEMED.


Luego, alguien gritó en medio del silencio:

—¡Temed, enemigos del heredero! ¡Los próximos serán los sangre sucia!

Era Draco Malfoy, que había avanzado hasta la primera fila. Tenía una expresión alegre en los ojos, y la cara, habitualmente pálida, se le enrojeció al sonreír ante el espectáculo de la gata que colgaba inmóvil.

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué pasa?

Atraído sin duda por el grito de Malfoy, Argus Filch se abría paso a empujones. Vio a la Señora Norris y se echó atrás, llevándose horrorizado las manos a la cara.

—¡Mi gata! ¡Mi gata! ¿Qué le ha pasado a la Señora Norris? —chilló. Con los ojos fuera de las órbitas, se fijó en Harry—. ¡Tú! —chilló—. ¡Tú! ¡Tú has matado a mi gata! ¡Tú la has matado! ¡Y yo te mataré a ti! ¡Te...!

—¡Argus!

Había llegado Dumbledore, seguido de otros profesores. En unos segundos, pasó por delante de Harry, Ron y Hermione y sacó a la Señora Norris de la argolla.

—Ven conmigo, Argus —dijo a Filch—. Ustedes también, Potter, Weasley y Granger.

Lockhart se adelantó algo asustado.

—Mi despacho es el más próximo, director, nada más subir las escaleras. Puede disponer de él.

—Gracias, Gilderoy —respondió Dumbledore.

La silenciosa multitud se apartó para dejarles paso. Lockhart, nervioso y dándose importancia, siguió a Dumbledore a paso rápido; lo mismo hicieron la profesora McGonagall y el profesor Snape.

—¡Por favor! —la voz de Percy resonó por todo el lugar —, ¡los de Gryffindor síganme para volver a la sala común!

Y el resto de los prefectos de las otras casas hicieron lo mismo.

—¿La Cámara de los Secretos? —preguntó Steve en un susurro— ¿Qué es eso?

—No tengo ni idea.


Durante unos días, en la escuela no se habló de otra cosa que de lo que le habían hecho a la Señora Norris. Filch mantenía vivo el recuerdo en la memoria de todos haciendo guardia en el punto en que la habían encontrado, como si pensara que el culpable volvería al escenario del crimen. Irina le había visto fregar la inscripción del muro con el Quitamanchas mágico multiusos de la señora Skower, pero no había servido de nada: las palabras seguían tan brillantes como el primer día. Cuando Filch no vigilaba el escenario del crimen, merodeaba por los corredores con los ojos enrojecidos, ensañándose con estudiantes que no tenían ninguna culpa e intentando castigarlos por faltas imaginarias como «respirar demasiado fuerte» o «estar contento».

Irina y Steve se encaminaron a la clase de Historia de la Magia.

—¿Crees que en la Historia de Hogwarts salga algo sobre la Cámara?

—No lo sé, lo leeré después de clases.

Historia de la Magia era la asignatura más aburrida de todas. El profesor Binns, que la impartía, era el único profesor fantasma que tenían, y lo más emocionante que sucedía en sus clases era su entrada en el aula, a través de la pizarra. Viejo y consumido, mucha gente decía de él que no se había dado cuenta de que se había muerto. Simplemente, un día se había levantado para ir a dar clase, y se había dejado el cuerpo en una butaca, delante de la chimenea
de la sala de profesores. Desde entonces, había seguido la misma rutina sin la más leve variación.
Aquel día fue igual de aburrido. El profesor Binns abrió sus apuntes y los leyó con un sonsonete monótono, como el de una aspiradora vieja, hasta que casi toda la clase hubo entrado en un sopor profundo, sólo alterado de vez en cuando el tiempo suficiente para tomar nota de un nombre o de una fecha, y volver a adormecerse. Llevaba una media hora hablando cuando ocurrió algo insólito: Hermione alzó la mano.

El profesor Binns, levantando la vista a mitad de una lección
horrorosamente aburrida sobre la Convención Internacional de Brujos de 1289, pareció sorprendido.

—¿Señorita...?

—Granger, profesor. Pensaba que quizá usted pudiera hablarnos sobre la Cámara de los Secretos —dijo Hermione con voz clara.

Bueno, al menos ahora no tendría que releer la Historia de Hogwarts.

Dean Thomas, que había permanecido boquiabierto, mirando por la ventana, salió de su trance dando un respingo. Lavender Brown levantó la cabeza y a Neville le resbaló el codo de la mesa.

El profesor Binns parpadeó.

—Mi disciplina es la Historia de la Magia —dijo con su voz seca,
jadeante—. Me ocupo de los hechos, señorita Granger, no de los mitos ni de las leyendas. —Se aclaró la garganta con un pequeño ruido que fue como un chirrido de tiza, y prosiguió—: En septiembre de aquel año, un subcomité de hechiceros sardos...

Balbució y se detuvo. De nuevo, en el aire, se agitaba la mano de
Hermione.

—¿Señorita Grant?

—Disculpe, señor, ¿no tienen siempre las leyendas una base real?

El profesor Binns la miraba con tal estupor, que Irina adivinó que ningún estudiante lo había interrumpido nunca, ni estando vivo ni estando muerto.

—Veamos —dijo lentamente el profesor Binns—, sí, creo que eso se podría discutir. —Miró a Hermione como si nunca hubiera visto bien a un estudiante—. Sin embargo, la leyenda por la que usted me pregunta es una patraña hasta tal punto exagerada, yo diría incluso absurda...

La clase entera estaba ahora pendiente de las palabras del profesor Binns; éste miró a sus alumnos y vio que todas las caras estaban vueltas hacia él.

—Muy bien —dijo despacio—. Veamos... la Cámara de los Secretos... Todos ustedes saben, naturalmente, que Hogwarts fue fundado hace unos mil años (no sabemos con certeza la fecha exacta) por los cuatro brujos más
importantes de la época. Las cuatro casas del colegio reciben su nombre de ellos: Godric Gryffindor, Helga Hufflepuff, Rowena Ravenclaw y Salazar Slytherin. Los cuatro juntos construyeron este castillo, lejos de las miradas indiscretas de los muggles, dado que aquélla era una época en que la gente tenía miedo a la magia, y los magos y las brujas sufrían persecución.

Se detuvo, miró a la clase con los ojos empañados y continuó:

—Durante algunos años, los fundadores trabajaron conjuntamente en armonía, buscando jóvenes que dieran muestras de aptitud para la magia y trayéndolos al castillo para educarlos. Pero luego surgieron desacuerdos entre ellos y se produjo una ruptura entre Slytherin y los demás. Slytherin deseaba ser más selectivo con los estudiantes que se admitían en Hogwarts. Pensaba que la enseñanza de la magia debería reservarse para las familias de magos. Lo desagradaba tener alumnos de familia muggle, porque no los creía dignos de confianza. Un día se produjo una seria disputa al respecto entre Slytherin y Gryffindor, y Slytherin abandonó el colegio.

El profesor Binns se detuvo de nuevo y frunció la boca, como una tortuga vieja llena de arrugas.

—Esto es lo que nos dicen las fuentes históricas fidedignas —dijo—, pero estos simples hechos quedaron ocultos tras la leyenda fantástica de la Cámara de los Secretos. La leyenda nos dice que Slytherin había construido en el castillo una cámara oculta, de la que no sabían nada los otros fundadores.

»Slytherin, según la leyenda, selló la Cámara de los Secretos para que nadie la pudiera abrir hasta que llegara al colegio su auténtico heredero. Sólo el heredero podría abrir la Cámara de los Secretos, desencadenar el horror que contiene y usarlo para librar al colegio de todos los que no tienen derecho a aprender magia.

Cuando terminó de contar la historia, se hizo el silencio, pero no era el silencio habitual, soporífero, de las clases del profesor Binns. Flotaba en el aire un desasosiego, y todo el mundo le seguía mirando, esperando que continuara.

El profesor Binns parecía levemente molesto.

—Por supuesto, esta historia es un completo disparate —añadió—.
Naturalmente, el colegio entero ha sido registrado varias veces en busca de la cámara, por los magos mejor preparados. No existe. Es un cuento inventado para asustar a los crédulos.

Hermione volvió a levantar la mano.

—Profesor..., ¿a qué se refiere usted exactamente al decir «el horror que contiene» la cámara?

—Se cree que es algún tipo de monstruo, al que sólo podrá dominar el heredero de Slytherin —explicó el profesor Binns con su voz seca y aflautada.

La clase intercambió miradas nerviosas.

—Pero ya les digo que no existe —añadió el profesor Binns, revolviendo en sus apuntes—. No hay tal cámara ni tal monstruo.

—Pero, profesor —comentó Seamus Finnigan—, si sólo el auténtico heredero de Slytherin puede abrir la cámara, nadie más podría encontrarla, ¿no?

—Tonterías, O’Flaherty —repuso el profesor Binns en tono algo airado—, si una larga sucesión de directores de Hogwarts no la han encontrado...

—Pero, profesor —intervino Parvati Patil—, probablemente haya que emplear magia negra para abrirla...

—El hecho de que un mago no utilice la magia negra no quiere decir que no pueda emplearla, señorita Patati —le interrumpió el profesor Binns—. Insisto, si los predecesores de Dumbledore...

—Pero tal vez sea preciso estar relacionado con Slytherin, y por eso Dumbledore no podría... —apuntó Dean Thomas, pero el profesor Binns ya estaba harto.

—Ya basta —dijo bruscamente—. ¡Es un mito! ¡No existe! ¡No hay el menor indicio de que Slytherin construyera semejante cuarto trastero! Me arrepiento de haberles relatado una leyenda tan absurda. Ahora volvamos, por favor, a la historia, a los hechos evidentes, creíbles y comprobables.

Y en cinco minutos, la clase se sumergió de nuevo en su sopor habitual.






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