2.02


Capítulo diez: Hogwarts y el Ford Anglia volador


El regreso a Hogwarts estaba a la vuelta de la esquina y con eso Irina rebuscaba en los rincones más pequeños de su habitación en busca de todo lo que necesitaba para su segundo año.

—Medias... medias... —murmuraba Irina— ¡Ajá! —dijo mientras agarraba el par de medias grises.

El primero a septiembre, a las diez en punto, Remus, Allyson e Irina partieron a Londres.

—No hagas nada que Remus o yo haríamos —dijo Allyson mientras Remus y ella se despedían de Irina.

—Claro que no. ¡Nos vemos! Los quiero.

Subió al tren y ocupó el compartimento donde había dejado sus cosas. Diez minutos después el tren comenzó a andar.

—Hola —saludó Hermione entrando al compartimiento—. ¿Puedo sentarme contigo?

—Hola, si, si, no hay problema. ¿Dónde están Harry y Ron?

—No lo sé, de seguro están en algún otro compartimiento. ¿Y tus amigos?

—Deben estar en otro compartimiento.

Pero ni Ron, ni Harry ni los amigos de Irina aparecieron en todo el viaje.

—Deberíamos cambiarnos —dijo Hermione mirando por la ventana.

Mientras cenaban una historia muy descabellada había comenzado a circular. Ron Weasley y Harry Potter habían llegado al colegio con un auto volador.

—Que patético —decía Hermione mientras se servía papas asadas.

Pero a Irina no le sonó tan patética esa historia al ver que en la mesa de los profesores no estaba Snape, McGonagall ni Dumbledore.

—De seguro los han expulsado... —decía un chico de tercero.

—Iré a buscar a ese par —anunció Hermione cuando todos abandonaban el Gran Comedor.

—Está bien, nos vemos mañana.

Irina subió las escaleras hasta la sala común de Gryffindor y al llegar se sorprendió al ver que todos estaban despiertos y esperando a alguien.

Escasos minutos después, Ron y Harry aparecieron por el retrato y fueron recibidos por múltiples aplausos.

—¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Han volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza durante años!

—¡Bravo! —dijo un estudiante de quinto curso.

Percy tenía mala cara, como si en cualquier momento les daría la reñida de su vida.

—Tenemos que subir..., estamos algo cansados —dijo Ron mientras él y Harry se abrían paso para llegar a la puerta que daba a una escalera de caracol que conducía a los dormitorios.

A la mañana siguiente, mientras Irina comía su tocino y huevos fritos un centenar de lechuzas penetraron con gran estrépito en la sala, volando sobre sus cabezas, dando vueltas por la estancia y dejando caer cartas y paquetes sobre la alborotada multitud.

—El correo llegará en cualquier momento —comentó Neville que estaba sentado al lado de Irina—; supongo que mi abuela me enviará las cosas que me he olvidado.

Un gran paquete de forma irregular rebotó en la cabeza de Neville, y un segundo después, una cosa gris cayó sobre la taza de Hermione, salpicándolos a todos de leche y plumas.

—¡Errol! —dijo Ron, sacando por las patas a la empapada lechuza. Errol se desplomó, sin sentido, sobre la mesa, con las patas hacia arriba y un sobre rojo y mojado en el pico.

»¡No...! —exclamó Ron.

Irina ahogó un jadeo de sorpresa.

—No te preocupes, no está muerto —dijo Hermione, tocando a Errol con la punta del dedo.

—No es por eso... sino por esto.

Ron señalaba el sobre rojo.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—¡Te enviaron un vociferador! —dijo Irina.

—Será mejor que lo abras, Ron —dijo Neville, en un tímido susurro—. Si no lo hicieras, sería peor. Mi abuela una vez me envió uno, pero no lo abrí y... —tragó saliva— fue horrible.

Ron, con temor, le quitó la carta a Errol y al parecer dudaba para abrirla.

—¿Qué es un vocifetador? —preguntó Harry, pero su pregunta quedó opacada cuando Ron abrió el sobre que comenzaba a humear por las esquinas.

—RONALD WEASLEY... COMO OSASTE ROBAR EL AUTO, NO ME HABRÍA EXTRAÑADO QUE TE
EXPULSARAN; ESPERA A QUE TE AGARRE, SUPONGO QUE NO TE HAS PARADO A PENSAR LO QUE SUFRIMOS TU PADRE Y YO CUANDO VIMOS QUE EL COCHE NO ESTABA...

Los gritos de la señora Weasley, cien veces más fuertes de lo normal, hacían tintinear los platos y las cucharas en la mesa y reverberaban en los muros de piedra de manera ensordecedora.

En el salón, todos se giraban para ver quién había recibido un vociferador. Ron se encogió tanto en el asiento que sólo se le podía ver la frente colorada.

—... ESTA NOCHE LA CARTA DE DUMBLEDORE, CREÍ QUE TU PADRE SE MORÍA DE LA VERGÜENZA, NO TE HEMOS CRIADO PARA QUE TE COMPORTES ASÍ, HARRY Y TÚ PODRÍAN HABER MUERTO...

Irina sentía pena por Ron. Si ella hubiera recibido un vociferador estaría igual o peor de el chico.

—... COMPLETAMENTE DISGUSTADO, EN EL TRABAJO DE TU PADRE ESTÁN HACIENDO INDAGACIONES, TODO POR CULPA TUYA, Y SI VUELVES A HACER OTRA, POR PEQUEÑA QUE SEA, TE SACAREMOS DEL COLEGIO —el vociferador se giró a donde estaba la hermana menor de Ron—. Ginny, cariño, felicidades por entrar a Gryffindor, estamos muy orgullosos.

El sobre rojo cayó al suelo, ardió y se convirtió en cenizas. Algunos se rieron y, poco a poco, el habitual alboroto retornó al salón.

McGonagall pasó dejando los horarios. Gryffindor tenía dos horas de Herbiogia con Hufflepuff.

—¡Tenemos clase con Sarah! —le dijo Irina a Steve mientras señalaba su horario.

Steve, Irina y Sarah caminaron hasta los invernaderos. Al llegar vieron al resto de la clase congregada en la puerta, esperando a la profesora Sprout. Irina, Steve y Sarah acababan de llegar cuando la vieron acercarse con paso decidido a través de la explanada, acompañada por Gilderoy Lockhart. La profesora Sprout llevaba un montón de vendas en los brazos e Irina vio a lo lejos que el sauce boxeador tenía varias de sus ramas en cabestrillo.

La profesora Sprout era una bruja pequeña y rechoncha que llevaba un sombrero remendado sobre la cabellera suelta. Generalmente, sus ropas siempre estaban manchadas de tierra. Gilderoy Lockhart, sin embargo, iba inmaculado con su túnica amplia color turquesa y su pelo dorado que brillaba bajo un sombrero igualmente turquesa con ribetes de oro, perfectamente colocado.

—¡Hola, qué hay! —saludó Lockhart, sonriendo al grupo de estudiantes—. Estaba explicando a la profesora Sprout la manera en que hay que curar a un sauce boxeador. ¡Pero no quiero que piensen que sé más que ella de botánica! Lo que pasa es que en mis viajes me he encontrado varias de estas especies exóticas y...

—¡Hoy iremos al Invernadero 3, muchachos! —dijo la profesora Sprout, que parecía claramente disgustada, lo cual no concordaba en absoluto con el buen humor habitual en ella.

Irina realmente dudaba que Lockhart supiera más sobre plantas que Sprout.

Se oyeron murmullos de interés. Hasta entonces, sólo habían trabajado en el Invernadero 1. En el Invernadero 3 había plantas mucho más interesantes y peligrosas. La profesora Sprout cogió una llave grande que llevaba en el cinto y abrió con ella la puerta. A Irina le llegó el olor de la tierra húmeda y el abono mezclados con el perfume intenso de unas flores gigantes, del tamaño de un paraguas, que colgaban del techo.

Irina ocupó sitio entre Steve y Sarah. La profesora Sprout estaba en el centro del invernadero, detrás de una mesa montada sobre caballetes. Sobre la mesa había unas veinte orejeras.

—Comenzaremos la clase cuando Potter termine de hablar con el profesor Lockhart, no quiero que nadie se pierda algo de ésta clase.

Minutos despues Harry en el invernadero rapidamente y cuando Harry ocupó su sitio entre Ron y Hermione, la profesora dijo:

—Hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras. Veamos, ¿quién me puede decir qué propiedades tiene la mandrágora?

Sin que nadie se sorprendiera, Hermione fue la primera en alzar la mano.

—La mandrágora, o mandrágula, es un reconstituyente muy eficaz —dijo Hermione en un tono que daba la impresión, como de costumbre, de que se había tragado el libro de texto—. Se utiliza para volver a su estado original a la gente que ha sido transformada o encantada.

—Excelente, diez puntos para Gryffindor —dijo la profesora Sprout—. La mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos. Pero, sin embargo, también es peligrosa. ¿Quién me puede decir por qué?

Ésta vez, Irina levantó la mano.

—El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye.

—Exacto. Otros diez puntos —dijo la profesora Sprout—. Bueno, las mandrágoras que tenemos aquí son todavía muy jóvenes.

Mientras hablaba, señalaba una fila de bandejas hondas, y todos se echaron hacia delante para ver mejor. Un centenar de pequeñas plantas con sus hojas de color verde violáceo crecían en fila. A simple vista, parecían unas ordinarias plantas de interior.

—Pónganse unas orejeras cada uno —dijo la profesora Sprout.

Hubo un forcejeo porque todos querían tener las únicas que no eran ni de peluche ni de color rosa.

—Cuando les diga que se las pongan, asegúrense de que sus oídos quedan completamente tapados —dijo la profesora Sprout—. Cuando se las puedan quitar, levantaré el pulgar. De acuerdo, pónganse las orejeras.

Irina se las puso rápidamente. Insonorizaban completamente los oídos. La profesora Sprout se puso unas de color rosa, se remangó, agarró firmemente una de las plantas y tiró de ella con fuerza.

En lugar de raíces, surgió de la tierra un niño recién nacido, pequeño, lleno de barro y extremadamente feo. Las hojas le salían directamente de la cabeza.
Tenía la piel de un color verde claro con manchas, y se veía que estaba llorando con toda la fuerza de sus pulmones.

La profesora Sprout agarró una maceta grande de debajo de la mesa, metió dentro la mandrágora y la cubrió con una tierra abonada, negra y húmeda, hasta que sólo quedaron visibles las hojas. La profesora Sprout se sacudió las manos, levantó el pulgar y se quitó ella también las orejeras.

—Como nuestras mandrágoras son sólo plantones pequeños, sus llantos todavía no son mortales —dijo ella con toda tranquilidad, como si lo que acababa de hacer no fuera más impresionante que regar una begonia—. Sin embargo, los dejarían inconscientes durante varias horas, y como estoy segura
de que ninguno de ustedes quiere perderse su primer día de clase, asegúrense de que se ponen bien las orejeras para hacer el trabajo. Ya les avisaré cuando sea hora de recoger.

»Cuatro por bandeja. Hay suficientes macetas aquí. La tierra abonada está en aquellos sacos. Y tengan mucho cuidado con las Tentacula Venenosa, porque les están saliendo los dientes.

Mientras hablaba, dio un fuerte manotazo a una planta roja con espinas, haciéndole que retirara los largos tentáculos que se habían acercado a su hombro muy disimulada y lentamente.

Steve, Irina y Sarah formaron equipo con otro chico de Hufflepuff.

—Ernie Macmillan —se presentó.

No tuvieron muchas posibilidades de hablar ya que se habían vuelto a poner las orejeras y tenían que concentrarse en las mandrágoras. Para la profesora Sprout había resultado muy fácil, pero en realidad no lo era. A las mandrágoras no les gustaba salir de la tierra, pero tampoco parecía que quisieran volver a ella. Se retorcían, pataleaban, sacudían sus pequeños puños y rechinaban los dientes. Irina se pasó diez minutos largos intentando meter una a la maceta.

Al final de la clase, Irina, al igual que los demás, estaba empapada en sudor, le dolían varias partes del cuerpo y estaba lleno de tierra. Volvieron al castillo para lavarse un poco, y los de Gryffindor marcharon corriendo a la clase de Transformaciones.

Las clases de la profesora McGonagall eran siempre muy duras, pero aquel primer día resultó especialmente difícil.

Tenía que convertir un escarabajo en un botón, pero lo único que conseguía era cansar al escarabajo, porque cada vez que éste esquivaba la varita mágica, se le caía del pupitre. Pero al quinto intento logró convertirlo en un botón. En total, había transformado cinco escarabajos en botones.

—¿Crees que a mamá le haría gracia —comenzó a decir Steve cuando ambos habían transformado todos sus escarabajos— el que le envíe todos los botones que ambos transformamos y luego le envíe una carta diciendo «¡Sorpresa! En realidad son escarabajos ¿verdad que soy muy ágil en mis clases?»

—Le diría a mi tía o a mi mamá que te envíen una maldición por carta, sabes la fobia que les tiene.

Luego del almuerzo, Irina, Sarah, Alex y Steve fueron a los jardines del colegio. Alex y Steve hablaban sobre las clases y Sarah e Irina hablaban sobre Lockhart.

—Tendremos clase con el hoy, así que ahí veremos si es tan buen mago como dice...

Sarah iba a decir algo cuando un grito la interrumpió:

—¡Todo el mundo en fila! -gritó Malfoy—. ¡Harry Potter firma fotos!

—No es verdad —dijo Harry—. ¡Cállate, Malfoy!

Había otro niño ahí, tenía una cámara y tenía el cabello castaño. Al parecer Draco seguía discutiendo con Ron y Harry hasta que apareció Lockhart.

Tocó la campana que indicaba el comienzo de las clases de la tarde.

—Nos vemos más tarde —dijo Irina mientras agarraba su mochila— ¡Adiós!

Ella y Steve comenzaron a caminar por el pasillo para luego subir por una escalera y llegar al aula de Lockhart dónde ya estaba Harry y el mismo Gilderoy.

Cuando todos estuvieron sentados, Lockhart se aclaró sonoramente la garganta y se hizo el silencio. Se acercó a Neville Longbottom, agarró el ejemplar de Recorridos con los trols y lo levantó para enseñar la portada, con su propia fotografía que guiñaba un ojo.

—Yo —dijo, señalando la foto y guiñando el ojo él también— soy Gilderoy Lockhart, Caballero de la Orden de Merlín, de tercera clase, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras, y ganador en cinco ocasiones del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista Corazón de bruja, pero no quiero hablar de eso. ¡No fue con mi sonrisa con lo que me libré de la banshee que presagiaba la muerte!

Esperó que se rieran todos, pero sólo hubo alguna sonrisa.

—Veo que todos han comprado mis obras completas; bien hecho. He pensado que podíamos comenzar hoy con un pequeño cuestionario. No se preocupen, sólo es para comprobar si los han leído bien, cuánto han asimilado...

Cuando terminó de repartir los folios con el cuestionario, volvió a la cabecera de la clase y dijo:

—Disponen de treinta minutos. Pueden comenzar... ¡ya! Irina miró el papel y leyó:

1. ¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart?

2. ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart?

3. ¿ Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy
Lockhart?

Así seguía y seguía, a lo largo de tres páginas, hasta:

54. ¿Qué día es el cumpleaños de Gilderoy Lockhart, y cuál sería su
regalo ideal?

Cuando Lockhart dijo que sería un cuestionario sobre sus libros Irina pensó que sería sobre el tema que tratan sus libros, no de él mismo. Sin embargo, contestó todas las preguntas con lo que sabía.

Media hora después, Lockhart recogió los folios y los hojeó delante de la clase.

—Vaya, vaya. Muy pocos recuerdan que mi color favorito es el lila. Lo digo en Un año con el Yeti. Y algunos tienen que volver a leer con mayor detenimiento Paseos con los hombres lobo. En el capítulo doce afirmo con claridad que mi regalo de cumpleaños ideal sería la armonía entre las comunidades mágica y no mágica. ¡Aunque tampoco le haría ascos a una botella mágnum de whisky envejecido de Ogden!

Oh, eso había puesto ella.

Volvió a guiñarles un ojo pícaramente. Seamus Finnigan y Dean Thomas, que se sentaban delante, se convulsionaban en una risa silenciosa.

—... pero la señorita Hermione Granger sí conoce mi ambición secreta, que es librar al mundo del mal y comercializar mi propia gama de productos para el cuidado del cabello, ¡buena chica! De hecho —dio la vuelta al papel—, ¡está perfecto! ¿Dónde está la señorita Hermione Granger?

Irina de dio vuelta y vio cómo su amiga alzó una mano temblorosa.

—¡Excelente! —dijo Lockhart con una sonrisa—, ¡excelente! ¡Diez puntos para Gryffindor! Y en cuanto a...

De debajo de la mesa sacó una jaula grande, cubierta por una funda, y la puso encima de la mesa, para que todos la vieran.

—Ahora, ¡cuidado! Es mi misión dotarlos de defensas contra las más horrendas criaturas del mundo mágico. Puede que en esta misma aula se tengan que encarar a las cosas que más temen. Pero saben que no les ocurrirá nada malo mientras yo esté aquí. Todo lo que les pido es que conserven la calma.

Irina se acomodó más en su asiento para ver mejor Lockhart puso una mano sobre la funda. Dean y Seamus habían dejado de reír. Neville se encogía en su asiento de la primera fila.

—Tengo que pedirles que no griten —dijo Lockhart en voz baja—. Podrían enfurecerse.

Cuando toda la clase estaba con el corazón en un puño, Lockhart levantó la funda.

—Sí —dijo con entonación teatral—, duendecillos de Cornualles recién atrapados.

Seamus Finnigan no pudo controlarse y soltó una carcajada que ni siquiera Lockhart pudo interpretar como un grito de terror.

—¿Sí? —Lockhart sonrió a Seamus.

—Bueno, es que no son... muy peligrosos, ¿verdad? —se explicó Seamus con dificultad.

—¡No estés tan seguro! —dijo Lockhart, apuntando a Seamus con un dedo acusador—. ¡Pueden ser unos seres endemoniadamente engañosos!

Los duendecillos eran de color azul eléctrico y medían unos veinte centímetros de altura, con rostros afilados y voces tan agudas y estridentes que era como oír a un montón de periquitos discutiendo. En el instante en que había levantado la funda, se habían puesto a parlotear y a moverse como locos, golpeando los barrotes para meter ruido y haciendo muecas a los que tenían más cerca.

—Está bien —dijo Lockhart en voz alta—. ¡Veamos qué hacen con ellos! —Y abrió la jaula.

Se armó un pandemónium. Los duendecillos salieron disparados como cohetes en todas direcciones. Dos agarraron a Neville por las orejas y lo alzaron en el aire. Algunos salieron volando y atravesaron las ventanas, llenando de cristales rotos a los de la fila de atrás. El resto se dedicó a destruir la clase más rápidamente que un rinoceronte en estampida. Agarraban los tinteros y rociaban
de tinta la clase, hacían trizas los libros y los folios, rasgaban los carteles de las paredes, le daban vuelta a la papelera y agarraban bolsas y libros y los arrojaban por las ventanas rotas. Al cabo de unos minutos, la mitad de la clase se había refugiado debajo de los pupitres y Neville se balanceaba colgando de la lámpara del techo.

—Vamos ya, atrápenlos, atrápenlos, sólo son duendecillos... —gritaba
Lockhart.

Se aremangó, blandió su varita mágica y gritó:

¡Peskipiski Pestenomi!

No sirvió absolutamente de nada; uno de los duendecillos le arrebató la varita y la tiró por la ventana. Lockhart tragó saliva y se escondió debajo de su mesa, a tiempo de evitar ser aplastado por Neville, que cayó al suelo un segudo más tarde, al ceder la lámpara.

Sonó la campana y todos corrieron hacia la salida. En la calma relativa que siguió, Lockhart se irguió, vio a Irina, Harry, Ron y Hermione y les dijo:

—Bueno, ustedes cuatro meterán en la jaula los que quedan. —Salió y cerró la puerta.

—¿Han visto? —bramó Ron, cuando uno de los duendecillos que quedaban le mordió en la oreja haciéndole daño.

—Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica —dijo Hermione, inmovilizando a dos duendecillos a la vez con un útil hechizo congelador y metiéndolos en la jaula.

—¿En qué? ¿En cómo atrapar duendecillos? —dijo Irina mientras atrapaba un duendecillo.

—Hermione, él no tenía ni idea de lo que hacía —añadió Harry.

—Mentira —dijo Hermione—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas las cosas asombrosas que ha hecho...

—Que él dice que ha hecho —añadió Ron.


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