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Había pequeños detalles que a Bucky tanto agradaban, llenando ese vacío en su vida que HYDRA había dejado sin miramientos. Le gustaba, por ejemplo, la manera en que los rayos del sol iban tocando los desgastados periódicos puestos en los vidrios cuya tinta remanente hacia figuras en la vieja loseta de aquel piso donde su mirada se podía quedar varada un par de horas al recorrer minuciosamente las formas imprecisas de cada cuadro, incluyendo esos huecos entre ellos que el tiempo como otros ocupantes más fieles a la limpieza hogareña desgastaron con el paso de los años. El calor de los rayos del sol, acompañaron el ajetreo matutino de Bucarest, sofocado por ventanas y puertas cerradas. Su llamado urbano a la vida, recordándole que había escapado de las garras de aquella organización, aunque no era libre de ellos.

Bucky estaba muy consciente de que tales contemplaciones tan banales eran un mero pretexto para evadir los momentos en que su mente decidía abrir un poco más las puertas de un infierno mental y dejarle recordar viejos tiempos llenos de torturas, mentiras, trampas, entrenamientos, sangre, gritos, máquinas, misiones. Sus cuadernos ocultos en el suelo bajo las tablas, que él mismo había removido de las losetas, guardaban en sus páginas esas memorias, a veces precisas y otras no tanto. Cuando de pronto su cabeza era un caos total que ni siquiera podía saber su propio nombre, es que recurría a ellos como el náufrago que se aferra a un tronco flotando en un océano salvaje con tormenta sobre él.

También era para evadir al Soldado de Invierno, ese monstruo creado de manera artificial bajo los métodos más inhumanos que se pudieron haber pensado. El Soldado era fuerte, podía dominarle si le daba la oportunidad, por eso Barnes prefería quedarse dentro del departamento más que salir, por temor a lastimar a alguien si aquello sucedía, lo que hacía sus jornadas laborales algo complicadas. Se contentaba con trabajos esporádicos que le permitieran comer y pagar la renta, nada donde le pidieran papeles o información que ni siquiera poseía. ¿Cómo decir que era un hombre que aparecía muerto en un museo de Washington? ¿Cómo decir que él era el causante de que el mundo fuese más peligroso ahora?

Le era triste saber su nombre porque lo había visto en el museo, no porque realmente lo recordara. Había tenido que ir con sus Adiestradores en Washington luego de salvar a Steve de morir ahogado, para confirmar sus palabras. Ver con sus propios ojos que, efectivamente, una vez fue un hombre risueño que luchó por la libertad en contra de la misma organización que ahora lo había convertido en un asesino a sangre fría, un monstruo con manos llenas de sangre inocente. Aquel James Buchanan Barnes, de mirada alegre, segura, charlando como lo hace un amigo de años con nada menos que el ícono de los valores más altos, Steve Rogers, a quien tampoco recordaba. Ni a su propia madre, su padre, los Comandos Aulladores.

Bucarest era un lugar muy bueno para perderse, nadie hacia preguntas y su acento le ayudaba a pasar desapercibido entre los oriundos. Llegar ahí había tenido sus complicaciones porque como lo supo de boca de aquellos médicos que palidecieron al saber que se había liberado de su yugo, HYDRA estaba en todas partes y nunca renunciarían a un arma tan buena como lo era él. Demasiados años invertidos en el programa para simplemente olvidarse de su juguete favorito únicamente por la revelación de los archivos secretos, eso nunca pasaría. Siempre volvería, siempre se fortalecería y en esos precisos instantes, regresarían por él. De cierta manera, por eso también había elegido la capital de Rumania. De suceder algo, estaba más cerca de su "hogar".

Era algo cruel pensar en Siberia como su casa, pero James no tenía otra cosa con la que sintiera afinidad. Brooklyn sonaba demasiado lejano, difuso, sin sentimiento alguno de por medio. Había noches en las que lloraba por ello. Estaba realmente enfermo si tenía tales apegos hacia lugares que le vieron sufrir por décadas en vez de su país natal, pero así era. Así de mal estaba. Y perderse en esos ejercicios fútiles de inspección al despuntar el alba ayudaba a menguar la pena que le embargaba. Bucky salió a comprar algo de desayunar, aunque el estómago no pedía nada. Sabía que la gente debía comer y por eso se obligaba. Ese mercado ambulante no lejos de donde se encontraba el edificio que servía de escondite, trajo un aroma nuevo que llamó su atención. ¿Un recuerdo? Imposible de saber, pero sus pies se movieron solos hacia la amable señora que vendía frutas, entre ellas unas apetitosas ciruelas que sus manos buscaron con ansiedad.

Mirar siempre por encima de su hombro, alrededor. Una rutina de cada minuto. Caminar con la vista pegada al suelo, ayudado por su gorra y a veces la capucha de su sudadera. Pequeñas estrategias para evitar reconocimientos, preguntas o gente acercarse. No podía con ello. Bucky casi corrió por las escaleras que subían a su departamento, cerrando aprisa la puerta tras de sí con un par de zancadas hacia el colchón en el suelo donde se tumbó para sacar aquellas ciruelas entre el pan, un botecito de leche y medicamento para el dolor de cabeza. Sus ojos se perdieron ahora en las formas curvas de la ciruela, en su aroma, el sabor de la cáscara como su centro al morderla. Deliciosa. No sabía el por qué esa fruta en particular le atrajo por encima del resto, pero desde aquel día en adelante se convertiría en una de sus compras habituales, como las galletas con descuento.

Fue curioso -y quizá algo deprimente- que las ciruelas se convirtieran en un poderoso pretexto en su incipiente rutina diaria para levantarse, trabajar y juntas unas cuantas monedas que le dieran el placer de comerlas. Fue más aún curioso que un día, mientras regresaba a mediodía con sus preciadas ciruelas por la calle que daba a su edificio, que le saliera al paso un hombre en traje fino, lentes de vidrio rojo detrás de los cuales un par de ojos avellana le miraron fieros igual que sus palabras. Le conocía porque había visto su rostro en los periódicos o los televisores, porque era parte de las amistades del Capitán América. Pero no esperaba que le detuviera con una mano casi golpeando su pecho y una actitud que lo dejó inmóvil.

-Te encontré, Barnes. Ahora vendrás conmigo.

-... y-yo...

-Más vale que me sigas o HYDRA será un paseo por el parque si te niegas.

Algo le decía que un solo movimiento en falso y Stark iba a matarlo ahí mismo. Cosa que, por otro lado, sería un acto de gracia para él. Solo apretó la bolsa con sus ciruelas, mirando a todos lados, nervioso y confundido, escuchando los pasos apresurados de aquel hombre en traje que obviamente esperaba que le siguiera. James lo hizo, con el presentimiento de que algo malo iba a sucederle, pues el millonario le había dedicado la más rencorosa de todas las miradas que hasta el momento hubiera experimentado. Nadie iba a rescatarle porque nadie sabía que él seguía vivo o que se encontraba en Bucarest, tampoco entendió por qué llegó a pensar eso mientras subía a un helicóptero en otro edificio no muy lejano que no era piloteado por nadie, sentándose en el lado opuesto de Stark, quien no le miró en todo el trayecto.

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