IMPURO




Érase una vez un mundo donde los dragones gobernaban las montañas, donde los duendes se escondías debajo de los cuencos de los árboles, y las hadas bailaban por las noches de fogata en los pueblos... Un lejano pueblo, de puros árboles de brisa fresca que llenaban los pulmones de vida. Allí, existía un reino.

El reino del color rosa, donde todo era felicidad, donde no existía el dolor ni tampoco la maldad. En un día soleado, nació el último príncipe del rey y la reina, el pequeño príncipe rosa. El pequeño Jules.

No era fuerte como sus hermanos, no caminaba imponente ante los sirvientes, y tampoco tenía la voz gruesa de un hombre. Él era delgado y delicado, tenía la voz suave y fina. Y siempre vestía ropajes suaves y ligeros. Jules era un niño aventurero, le gustaba viajar con sus padres, ir con sus cuatro hermanos a las tierras lejanas y conocer muchas culturas que no sabía. Visitaban los demás reinos, al príncipe verde, al azul, y al morado. Jules conocía a todos los príncipes y princesas del reino de los colores.

Y aunque la ropa que llevaba en su cuerpo le apretaba, aunque el pantalón corto que le llegaba a las rodillas se ajustaban demasiado a su cintura, no podía estar más nervioso con todo aquello. Sintió que la seda se pegaba a la piel de su espalda y su mirada no podía quitarse del camino, iba a  conocer a su prometida.

Asomó una mano a su cabello suave, lucía despeinado y un poco desaliñado por las horas de viaje, miró por la ventanilla de la carreta la hermosa naturaleza que se rebelaba a las afueras de su reino. Traía el traje más caro que se pudiera obtener en el siglo dieciocho. Traía un perfume que lo embriagó por completo, arrasando su piel e impregnando todo a su paso, sus mejillas estaban tan pálidas como el cadáver del difunto rey segundo de su familia, y sus pequeños zapatos bien lustrados no alcanzaban a tocar el suelo de la carreta. La semana pasada había cumplido sus catorce años, y él no estaba más que contento por eso. Ya era todo un hombre y dueño de su destino, podría viajar solo por las tierras lejanas, aventurarse en la naturaleza y descubrir las maravillas que se escondían en los bosques. Quería vivir cerca de algún prado y lejos de la realeza, donde todo eran riquezas y lujuria. Traía consigo sus libros, un pequeño pantalón pijama y las cartas que debía entregar a la reina y a la princesa con la que se casaría, como también un pequeño trozo del más abundante pan que se pudiera permitir su paladar. Sabía que el viaje duraba días y noches y aprovecharía para ver las maravillas que le esperaban. Jules no estaba más que encantado por cruzar el camino más largo.

—¿Cómo te sientes cariño? —preguntó su joven madre, el pequeño Jules de catorce años se volvió hacia su reina.

—Me encuentro entusiasmado por conocer a mi prometida, aunque los nervios calan mis pensamientos, madre.

—Es normal que estés nervioso —comentó el rey, la mirada del hombre recorrió el cuerpo de su último hijo—.  Después de todo, aún no la conoces en persona.

Jules suspiró, apoyó la cabeza sobre un costado de la carreta y miró la hermosa vista. Y soltó en un murmuro.

—¿Y qué debería hacer si ella no me agrada?

Sus padres se volvieron al más joven de sus cuatro hijos, mirándolo como si hubiera soltado alguna barbaridad de sus labios, el pequeño niño de catorce años los miró a ambos a los ojos, apenas hace unas semanas había entrado a la adolescencia y Jules estaba creciendo, se preguntaba si la joven princesa la caería bien, si tendrían los mismos gustos y le apasionara la literatura tanto como a él, si le gustara correr en los más hermosos prados y caminar bajo la lluvia, deleitarse de los días soleados leyendo un libro bajo el manto de la luz solar, se preguntó si a aquella princesa que no conocía, le gustaba las aventuras tanto como a él.

—Por supuesto que te agradará —rugió su madre indignada. Jules entrecerró los ojos confundido—. Tiene sangre real corriendo por sus venas, es la candidata perfecta para un joven príncipe como tú. Es importante que nuestra familia se mantenga pura, que nuestro reino perdure y la sangre de nuestro linaje se reproduzca para tener realeza por muchos años, para tener nietos que se convertirán en reyes y reinas que gobernarán los reinos más ricos de todo el mundo. ¿O acaso estás arrepentido de casarte?

_No, no es eso madre —dijo el niño un poco arrepentido de haber dicho aquello, sus mejillas se prendieron—. Es que casarme con mi propia prima es...

—Es para mantener nuestra sangre real hijo. Es importante para que nuestro apellido esté por mucho tiempo en el mandato —mencionó su padre. Jules se calló, bajó la mirada sabiendo la ambición que sus padres siempre tenían por el poder, por las riquezas y la estúpida sangre real que viajaba por sus venas. Sangre real. La sangre de un soberano, de un rey o de una reina. Se sentía asfixiado en esa carreta, y ya no tenía ánimos para ver a esa hermosa mujer de sangre real que se convertiría en su amante. Jules quería ser libre, como un pajarrillo volar por los cielos y vivir en los verdes árboles llenos de vida. O ser un noble caballero que sea libre, un joven arquero o un aventurero que viajara por todo el mundo.

Pero Jules estaba atado a ese reino tan ambicioso que no lo dejaba tomar sus decisiones por sí mismo.

Pronto, ese sol que gobernaba el cielo tan limpio de nubes se escondió, el color celeste y el cálido calor de los rayos solares se fueron y se escondieron de sus ojos. Dejando tras de sí un cielo naranja que cada vez oscureció más y más. Los árboles se volvieron de un verde iluminado, de unas ramas húmedas por el rocío, a un oscuro y frío clima que gobernó el camino hacia el reino al cual fueron invitados. Jules se quedó sin esa luz para continuar sus libros de aventura, viendo como las imágenes de la naturaleza se volvían más sombrías al llegar la noche, los caminos de tierra, las flores y los animales en los vivos y hermosos árboles desaparecieron. Ahora el suelo estaba siendo tapado por filosas piedras, por los charcos de agua sucia y el barro húmedo. Los árboles se volvieron sombríos, secos y sin hojas verdes que deslumbraran su hermosura en la naturaleza tan muerta de aquél lugar.

Se escuchó a los caballos chillar, la carreta donde yacía la familia real fue embestida hacia atrás, las ruedas de esta se movieron contrariamente, de repente se escuchó los pies de su conductor, del plebeyo saltando de la carreta para caer en los húmedos barros con destreza. Los caballos parecieron calmarse ante los toques de su jinete, sin embargo, jamás se movieron.

—¿Qué sucede? —preguntó el rey. El hombre que los había transportado de su reino se acercó con sigilo, temiendo resbalar en el barro. Se quitó la boina de su cabello y le dijo a su rey.

—Mi Señor, estamos en medio del Reino Incoloro. Está anocheciendo y mis caballos perciben la mala vibra del augurio de los perdidos —susurró el hombre con temor.

—¿Aún siguen con esa absurda leyenda? —reprochó su madre en protesta.

_¿Estamos en las tierras de del Rey Incoloro? —preguntó el hombre de sangre real. Levantó una mano, y repentinamente aparecieron dos sirvientes que se encargaron de abrir la puerta para que el rey saliera. Jules vio cómo su padre hizo una mueca de asco ante el barro—. No quiero pisar el lodo, lleven el carruaje a un lugar seco.

—Sí, mi Señor —el carruaje empezó a retroceder y Jules sacó la cabeza siendo bastante descortés para su madre y de muy mala educación. El niño de catorce años sintió una mano en su brazo.

—Jules, querido, siéntate bien.

Cuando Jules se sentó, su madre quedó tranquila viendo al rey impaciente por ver el reino que años atrás había sido destruido. El joven Jules sacó el trozo de pan que había guardado consigo, empezó a romperlo en trozos y a comer de a poco. Deleitándose de la vista tan triste que revelaba ese reino del que no se tenía permitido hablar, de la leyenda que fueron esos reyes y reinas, de la muerte enterrada en ese suelo, y la maldad que decían poseer esas tierras.

—Mamá —llamó el niño—. ¿Qué le sucedió al rey Incoloro?

—Él enloqueció cuando se enteró que su esposa real era una mujer que trabajaba con la magia negra —dijo—. Su corazón envenenado de hechizos, de pociones venenosas de lujurias, enloqueció.

—¿Su reina era una hechicera? —preguntó curioso, sus ojitos brillaron ante la historia que ansiaba escuchar.

—No creo que debas saber cosas como estas Jules. Son absurdas leyendas que inventan.

—¿Dices que lo que cuentas son tonterías madre?

—Exacto —Jules se quedó en silencio mirando la naturaleza muerta del lugar, pensando en lo que podría haber ocurrido en esas tierras, el por qué son llamadas con tanto miedo y terror. Cerró los ojos, imaginando las tantas fantasías o historias que pudo haber pasado entre aquellos árboles y ruinas, las personas en aquel pueblo, un rey y una reina, los plebeyos, los castillos enormes de la piedra más brillante de todas, con un bosque abundante y su fauna rica. En las hadas que pudieron haber danzado en esos mismos árboles cuando tenían vida, en los duendes que se pudieron haber oculto o los dragones que pudieron ocultarse en las montañas más grandes. En el príncipe Incoloro que pudo haber muerto en esa masacre. Y tan solo con cerrar sus ojos su imaginación voló como un pajarrillo travieso, investigando con su mente la historia que pudo haber sido.


—¡Jules, hijo mío! —la voz lejana de su madre se escuchó en sus tímpanos, la oscuridad de la noche gobernaba la naturaleza y la luz de las velas dentro del carruaje donde su cuerpo yacía plácidamente se presentó. Jules se levantó somnoliento, con una mano en sus ojos limpiando todo rastro de lagaña en ellos. Miró con la vista borrosa el rostro de su madre, quien lo veía desde la puerta del carruaje.

—¿Mamá? ¿Ya anocheció? —preguntó el pequeño chico, se incorporó en su asiento acomodando su ropa arrugada. Su madre le hizo una señal para que bajara y Jules la tomó de la mano para que lo ayudara—. ¿Estamos varados aún?

—Nuestros súbditos nos hicieron una pequeña tienda para que durmamos bien, ellos vigilan los alrededores, dicen que hay fieras por aquí —la reina se tapó los brazos con la seda de su vestido más costoso—. ¿Tienes hambre?

—No —comentó el chico, acarició su vientre—. Tengo ganas de orinar. Ahora vuelvo.

—¿Quieres que te acompañe algún sirviente? —le dijo su madre con voz suave.

—Puedo orinar yo solo madre —murmuró, su madre lo miró enojada—. Tranquila, llevaré una vela para iluminar el camino.

—No te alejes mucho.

Jules se adentró al húmedo bosque sombrío, caminó con cautela esperando ver algún Troll o un gnomo por el camino. La vela que traía en una pequeña bandeja de plata iluminaba tan solo su frente. Con un poco de miedo entre las patas, Jules se puso su capa color gris esperando que lo protegiera de los malos augurios que traía aquél lugar maldito. El frío arrasaba con él, y la pequeña llama de la vela aguantaba como el corazón de un toro. El barro bajo sus pies se iba secando a medida que se acercaba al bosque, los árboles tristes y negros, sin ningún color en ellos se iban iluminando por la vela, el agua en las pocas hojas que aparecían en los tallos brillaban con intensidad y Jules se adentraba más a esa gran madre naturaleza para sentir la tierra mojada y el olor a las plantas que volvían a nacer a medida que llegaba al corazón del bosque. Su corazón se llenaba de alegría al descubrir el ruido de los animales, de los pocos extraños seres que aún merodeaban el muerto ambiente del reino incoloro. Se detuvo en un arbusto, volviéndose y mirando la lejana luz del pequeño campamento de la familia real a la que él pertenecía. Dejó la vela en el suelo y se bajó los pantalones sintiendo la ráfaga de frío viento arrasar su piel. Orinó con tranquilidad.

oh-jo oh-jo y una botella de ron... — canturreaba en voz baja la melodía de las antiguas canciones piratas de sus libros. Aunque sabía que se le tenía prohibido de forma horrorosa leer los libros de piratería, él lo hacía por pura aventura y rebeldía. Cuando terminó, se subió los pantalones y se acomodó la ropa, mojó sus manos con el rocío que las hojas de los árboles albergaban en su interior, limpiando sus manos.

Jules canturreó más canciones de piratería, con la música en su interior el miedo se fue al igual que las hojas de aquellos abandonados y muertos árboles camino abajo. Se agachó en busca de su vela y la tomó con las manos. Su luz aún seguía brillando como un fuego artificial a sus ojos. Levantó la vista y ahí vio a la naturaleza siendo libre.

Jules estaba viendo a las hadas danzar la canción que él cantaba.

Se quedó callado al instante en el que vio las brillantes alas de esos seres mágicos, con un brillo misterioso caer de esa hermosa estructura, tan llamativas e iluminadas que la luz de su vela le era insignificante en esos momentos. La miniatura de esas pequeñas hadas era impresionante, dos de ellas bastó para que su corazón se detuviera ante tanta belleza y hermosura en sus ojos. Hipnotizado por sus risas, por las alas brillantes y su rostro tan fino. Tenían el cabello largo, sedoso con cuernos que salían de sus diminutas cabezas.

Sintió en su interior ganas de tocarlas, ganas de seguir cantando y danzando con ellas su dulce baile tranquilizador, viendo lo hermosas que eran empezó a avanzar donde ellas iban, caminando perdido y cantando, cada vez más fuerte, cada vez con más entusiasmo corría detrás de ellas, cada vez, la luz de su vela se apagaba y él se quedaba con el brillo de la hermosa y malévola hada en frente de él. Jules siguió corriendo tras ellas, feliz y contento por conocer a tan maravilloso y hermoso ser de la naturaleza, dejando que las pequeñas manos de aquella criatura hermosa le tocara el rostro, cegado por su propia canción, por el baile de las hadas y por sus risas chillonas. Jules perdió la vela, dejó caer su vía de luz y se quedó con las hadas, se sentía tan a gusto con ello que no se dio cuenta que cada vez su pequeña alma inocente se acercaba a la oscuridad del bosque, a la maldad de las hadas queriendo tener a un humano a su disposición, a un humano de rostro joven del qué deleitarse hasta dejarlo con la piel seca y vieja, de una hermosura que ellas perdieron y de una alegría que las alimentaba con fuerza. Cada vez era arrastrado a un engaño lleno de felicidad y danzarinas canciones que lo hacían correr con una boba sonrisa marcada en los labios, siendo visto por las bestias más feroces de aquel lugar, por las almas en pena y los demonios en busca de carne fresca.

Jules se perdió.

Su felicidad se agrandaba cada que veía a las hadas sonreír para él, se le llenaba los pulmones de aire y cantaba más fuerte con su dulce y suave voz. Olisqueando el aroma agradable de las flores, de la humedad y los árboles, Jules se enamoró de su ilusión. Veía piedras brillantes en el suelo, el brillo de las hadas perderse en el aire y las flores que eran iluminadas por el extraño néctar en ellas. El cielo se veía estrellado hasta el más mínimo lugar vacío, la luna se veía grande y todo era entusiasmo para él.

Mientras Jules se perdía en el hechizo de las hadas, estas se detuvieron frente al camino donde estuvo el rey Incoloro. Mirando con temor para que no apareciera su espíritu y dejando al joven alucinar un hermoso bosque mientras ellas dejaban de bailar.

—¿Qué creen que hacen? Sucios engendros del mal —rugió una voz que alarmó a las pobres hadas, estas se volvieron hacia la voluptuosa y demandante voz con temor. Mientras detenían al humano detrás de ellas.

—S-señor —susurró con temor una de las hadas, sus ojos viejos y malévolos se veían asustados al ver al monstruo que las gobernaba enojado—. S-señor, hemos encontrado un joven nosotras, hace mucho que un humano no cruzaba nuestras tierras y nos estamos deshaciendo sin ninguna juventud de la qué vivir.

—¿Piensan robarle el alma a este pobre niño? —comentó la voz terrorífica.

—S-señor...

—Si van a quitarle el alma a este humano, al menos tengan la misericordia de no engañarlo con tal vil imagen de algo hermoso. Este lugar es horrible, aquí no hay brillos ni tampoco razones para que una sonrisa apareciera cada vez que mis ojos lo observan —dicho eso la terrorífica fiera obligó a las hadas a romper el hechizo de Jules.

La voz dulce del niño, la melodía tan hermosa que esas cuerdas vocales cantaban con amor se acabaron al abrir los ojos a la realidad. Su cuerpo recibió la ráfaga de frío y el golpe de la realidad en su mente. Su maravillosa imaginación lo dejó deleitarse del bosque negro y sombrío, de las plantas muertas y el camino destrozado y lleno de barro y pudrición. Lo dejó observar los árboles muertos y el olor horrible a putrefacción del lugar, al maloliente del aire y la infeliz imagen de las hadas en frente suyo. Su cuerpo entero se petrificó y su piel se erizó por completo al ver a las bellas hadas a las que con tanto entusiasmo había seguido.

Sus alas estaban rotas, eran negras y parecían huesos trazados cada uno. El único brillo que veía era el rojo carmesí de los ojos malignos. La piel estaba muerta y lastimada con miles de escamas destruidas, las manos suaves que antes lo habían tocado eran garras llenas de sangre, su sangre. La sonrisa hermosa que tanto lo había hipnotizado era retorcida y con los dientes chuecos y puntiagudos, los cuernos se torcían más y su pequeña ropa estaba destrozada. Su piel brillante era de un color azul y tenían olor a muerte.

Su belleza externa se había esfumado para revelar lo que en verdad había en su interior; asquerosa y malévola muerte.

A Jules se le cristalizaron los ojos ante eso, su corazón le pidió a gritos salir de ese lugar tan horrible y que tanto lo había cautivado minutos atrás, cada latido arrasaba con su paciencia y su felicidad. Cada respiración le demostraba lo equivocado que estaba al pensar que era un bosque bello. Su hermosura se había perdido, el lugar olía a muerte y él estaba en la completa oscuridad. Lágrimas salieron de sus ojos.

—Mamá —chilló asustado, retrocedía a cada paso que las hadas se le acercaban, mirando a su alrededor sin encontrar la luz que antes había visto. Sin encontrar a su familia tan lujuriosa por la riqueza. Retrocedió con torpeza patinando con el barro en sus pies, manchando su ropa y sus manos, lastimando su piel con las filosas rocas y asustado por la mirada de aquellos seres en él, Jules cerró los ojos y se hizo bolita cerca de un tronco, llorando a mares y con temor, gritando con fuerza y protegiendo su cuerpo de cualquier cosa que esté a su alrededor—. ¡Mamá! ¡¡Mamá!!

—No podrás volver si gritas de esa forma —le advirtió una voz con suavidad. Jules no quiso levantar la vista ante eso, sollozando al ser un niño perdido en un bosque maldito. Escuchó la risa de las hadas y más lágrimas salieron de sus ojos al recordar lo feas que eran sus sonrisas. Jules temblaba de miedo—. Ya dejen al niño. Está temblando del miedo.

—Es tan lindo que me gustaría arrancarle el alma en estos momentos... —susurró la mágica y maligna hada.

—Poseer su bonito rostro. Absorber su belleza...

—Dejen tranquilo al humano —rugió la voz. Jules no escuchó más el tintineo de las ásperas y viejas voces de los seres mágicos del bosque. Desde ese día, ya no tomaría a gusto las hadas. Campanita ya no le simpatizaba para los libros.

Jules se quedó dormido bajo un árbol hueco esa noche, rodeado de frío, rodeado de olores putrefactos y a muerte. Siendo él, la única cosa pura del lugar.

Y eso lo supo el dueño de la voz demandante, el dueño de aquellas tierras muertas y de seres que engañaban a los pobres e ignorantes humanos. El dueño de todo eso. Era un gran gobernante y único que había perdido todo por el hechizo de su propia madre.

El heredero Incoloro había sido hechizado como una bestia que jamás volvería a su forma humana, en un demonio que podía adoptar la forma en la que antes vivía, sin embargo, carente de sueños y de personas que lo querrían. Es por esa razón que se escondió de la humanidad, de los ojos de las personas, con temor a tener algún sentimiento que lo obligara soñar.

Y el heredero de la nación Incoloro se convirtió en un dragón.

Jules despertó gracias al maloliente olor en sus fosas nasales, al sudor en su frente y la humedad en sus pantalones a causa de los charcos de agua podrida y contaminada, totalmente apestada de mosquitos. Por el color del día, supo que aún era temprano, alrededor de las cinco o seis de la mañana. Miró a su alrededor, observando los árboles de color marrón oscuro, casi negro. La niebla y el suelo lleno de barro y charcos. Se volvió hacia su derecha, encontrando una cueva grande de piedra dura y gris. Parte de una gran deformación de la tierra. Con fuerza, se levantó del suelo empezando a limpiar la mugre que su trasero tenía, miró a ambos lados de él esperando que no apareciera nada misterioso. Suspiró y se abrazó a sí mismo.

No sabía por dónde era el camino para llegar con sus padres, no sabía dónde estaba con certeza y le aterraba cada paso que daba. Tenía miedo de aquel lugar.

Se acercó a la cueva, decidido a entrar, la entrada revelaba tan solo una parte de la zona iluminada, siendo totalmente gobernada por la oscuridad en su interior. Jules suspiró.

—Tú no deberías estar aquí niño. Puede ser peligroso —rugió una voz imponente. El pequeño príncipe dio un brinco en su lugar, asombrado por la gran voz que se escuchó dentro de la cueva, su respiración se aceleró y con rapidez intentó bajar las piedras para adentrarse al lugar en un lío de lágrimas que empezaron a inundar sus ojos brillosos.

—¡Señor! —chilló Jules de alegría—. ¡Señor, debe ayudarme! ¡Estoy perdido!

—¡Quédate en ese lugar! —le gritó la voz. Jules se sonrojó al ser tan irrespetuoso, no había pedido permiso para entrar al lugar que parecía ser el hogar de esa extraña persona. Y casi lloraba del miedo que ahora inundaba en su interior. La voz esta vez sonó tranquila—. Jamás he dicho que entres.

—S-señor —sollozó el niño—. He estado perdido toda la noche... Yo... tengo mucho miedo y... y tengo frío.

—Te dejaré entrar —le dijo la voz—. Sólo te advierto, que no cruces más de cuatro metros. Sólo eso.

Jules se alegró, ya que la llovizna de la mañana emergía del cielo y él empezaba a tener frío. Entró en la cueva rápidamente, y se sentó entre dos grandes rocas, acurrucándose en ellas.

—¿Y cómo es su nombre? Yo me llamo Jules.

—Yo no tengo nombre —siseó la voz, Jules se confundió—. No hará falta que te lo diga, por que sé que ya no estarás aquí cuando sepas cómo soy.

—¿Y-y por qué dice eso? —preguntó el príncipe rosa encogiéndose de hombros.

—Por que es la verdad.

—¿Eres un monstruo? —preguntó el niño.

—La gente de tu pueblo me teme. Todos lo hacen, en verdad.

—Oh —mencionó el pequeño. Decidió cambiar de tema—. Bueno, a mí me pareces una buena persona.

—¿Y cómo lo sabes? Puedo terminar siendo una fea bestia.

—Las bestias no dejan a pobres chicos entrar a sus cuevas, ellas se la comen en un segundo.

—¿Y qué pensarías si ahora decido comerte?

—No lo harás —le informó el niño.

—¿A no?

—No.

—¿Y por qué no lo haría? Es mi decisión.

—Anoche unas hadas muy malas querían quitarme el alma, tú las detuviste. Hoy me dejaste entrar a tu casa. Si no tuvieras humanidad en tu interior hubieras dejado que me arrancaran el alma de mi ser, que esas criaturas mágicas absorbieran mi juventud para su belleza tan deseada. Y la tercera es la vencida ¿No?

La supuesta bestia no dijo nada. Pero Jules siguió hablando y hablando, cosas de él siempre, ya que su anfitrión y dueño de la "residencia" donde estaba no le decía casi nada.

—Soy el príncipe del Reino Rosa, el menor de los cuatro hermanos —sonrió el pequeño sonrojado, se encogió de hombros y abrazó sus piernas. La lluvia se puso intensa.

—Yo soy un ex-Príncipe de un reino roto —comentó la bestia—. Pero ahora tan sólo soy un alma en pena hundida en la soledad.

—¿En la soledad?

—Tan abrumadora y melancólica en mi vida.

Jules se quedó callado. Y nadie más dijo nada hasta el momento en que la lluvia dejó de gobernar y llegó el momento de su partida.





—Me gustaría ver tu rostro, por favor —pidió el principito.

—No quiero hacerlo.

—¿Por qué? La gente de mi pueblo te conocen pero yo jamás he visto tu rostro.

—Es por esa razón, yo espanto. Pero esta vez no quiero que alguien se vaya. Por que sé que tú te irás.

Jules sintió una punzada en su corazón, retrocedió unos pasos. El día que lo descubrió en esa cueva lo había ayudado a seguir el camino correcto, sin embargo, sus padres cancelaron el encuentro con su prometida por otros dos meses. Ya que pensaron que Jules había sido seducido por algún alma del bosque del reino incoloro. Al fin y al cabo Jules siempre se escapaba de su casa a las cuatro de la madrugada, tomando su caballo más fiel y yendo para el reino Incoloro a visitar a la bestia que poseía misericordia. Así estuvo por meses enteros, y una gran amistad llena de confianza por parte de Jules creció. Le contaba todo, completamente todo sobre su vida. Pero su amigo se negaba a contarle cosas muy personales como él hacía.

Y Jules se sintió ofendido al ver que su amigo no confiaba en él como su corazón sí lo hacía.

—Está bien —dijo, volviéndose al camino regreso a casa, un pucherito se hizo en los labios—. Volveré cuando decidas confiar en mí.

—Jules... —le susurró la voz detrás de él, se detuvo—. Yo sí confío en ti. Y es por eso que no quiero que me veas de la forma en la que soy. Ya que he depositado toda mi confianza en ti, Jules. Me he acostumbrado a que vengas todos los días y platiquemos. Pero si algún día llegara a aterrarte. Temo perder tu confianza, temo perder a alguien tan bueno como tú Jules. Debes entenderlo.

—Pero es injusto —sollozó el menor, empezando a ponerse triste—. Yo te conté todo sobre mí. Y no sé casi nada de ti.

—No hay mucho que contar en mi vida, Jules. No hay nada que contar cuando no tienes a nadie a tu lado.

—¡Pero siempre tiene que haber alguien y tú jamás lo dices! —le gritó el menor volviendo su cuerpo, se acercó a la oscuridad de la cueva, enojado—. ¡Dime!

—He empezado a vivir desde que tú llegaste —le dijo la bestia en voz baja, Jules abrió los ojos—. He empezado a ver la vida desde que te vi a mi lado. Y ya no hay nadie más. ¿Cómo quieres que pretenda contestar esa pregunta si tú eres el que empezó con todo? Siempre me pides sobre el pasado, pero es realmente nada.

—¡Entonces muéstrame! —chilló el niño acercándose más. Escuchó la respiración de su amigo.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿No te irás? ¿Prometes no irte?

—Lo prometo _dijo Jules ansioso por ver a su amigo. Se escuchó un raro ruido proveniente de la oscuridad, los ojos de Jules se entre abrieron al ver el rostro que salía, tan blanca, la piel tan blanca que incluso erizó su cuerpo. Un cabello largo y negro, sucio y todo despeinado, unos ojos amarillos como los reptiles. Y una mirada de temor en su rostro. Se acercó más, dejando el cuerpo delgado, poca musculatura. Un poco más alto que él, con viejos trapos sucios cubriendo su desnudez. Jules quedó embobado ante la imagen de la persona con la que habló por muchas semanas.

—Estoy en mi forma humana, casi —le dijo la voz de su ahora personal amigo. Jules se quedó en el mismo lugar, examinándolo—. Lo sé, soy asqueroso.

—No lo eres —le dijo el príncipe acercándose a su amigo, intentó tocar el rostro de piel blanca, y el chico en frente de él cerró los ojos con fuerza, con un gran temor en su interior por sentir el tacto de Jules en su muerta piel sin cariño—. Eres en verdad hermoso...

—Gracias, Jules —murmuró bajo, su mirada amarillenta se clavó en el rostro del niño, su piel suave, se veía incluso más joven y hermoso de cerca. El ex príncipe del reino incoloro respiró con dificultad, Jules era tan bajito y lindo—.¿Puedo abrazarte?

—Claro —le dijo Jules extendiendo sus brazos, él se tambaleó en sus pies, pero pudo tomar de la cintura delgada de aquel príncipe de los reinos rosas. Lo rodeó por completo, acercándolo con fuerza a su cuerpo. Hacia años que no tocaba la piel de un humano, hacia años que no entablaba conversación con uno, y hoy, él ya no se sentía solo.

—Hueles muy bien Jules —le susurró cerca del oído.

—Eres muy alto en verdad —le susurró Jules en su pecho, el menor apretó con fuerza, aspirando el aroma de su amigo. Se juntó más—. No sabes lo feliz que estoy que ya confíes en mí.

—¿De verdad?

—Sí, he soñado con esto cada día desde que me ayudaste a salir de aquí —susurró Jules, y sus mejillas se prendieron en un suave carmín, las manos sobre su cintura se apretaron y la intimidad se volvió cálida. El menor lo miró a los ojos, tantos momentos pensando en la forma física de aquél ser, en las aventuras, en las horas e historias que con tanto entusiasmo buscaba contarle. En verdad había crecido un gran lazo entre ellos—. Me gustaría besarte.

—¿Besarme?

— Sí —murmuró con las mejillas sonrosadas, se apretó con fuerza a él.

—A mí también me gustaría hacer eso. Significas mucho para mí Jules.

—Entonces hazlo —el menor se encogió de hombros, avergonzado. Jules lo miró a los ojos amarillos, sonriendo. Lentamente fue arrastrando sus manos, con las uñas negras y de puntas. Las dejó descansar en los hombros del más chico, tocando la piel tibia y acercando su rostro al de Jules. El menor cerró los ojos rápidamente, hizo puntitas y se elevó para llegar hasta aquel muchacho de ojos raros, y se besaron. Fue lento, totalmente despacio para ambos. Siguieron sus besos hasta buscar más del otro, empezando a acariciar la piel del cuello y el cabello. Jules se acercó al muchacho, al ex-príncipe rodeando el cuello con sus manos y acercando más sus labios a los del otro. Chilló cuando el chico metió lentamente la lengua en su cavidad bucal, siendo arrasada y obligada a darle más accesibilidad. Fue bajando su mano por el pecho del ex-príncipe, escuchando y sintiendo el acelerado corazón bombear sangre y sentimientos como el suyo. Abrió los ojos, con los labios rojos, buscando un poco de aire. Sus mejillas enrojecieron al verlo.


—Dastian —le susurró el mayor volviendo a unir sus labios—. Mi nombre es Dastian.

Esa tarde Jules había sido empujado por su ahora amigo llamado Dastian, de una manera lenta y suave en el suelo. Siendo besado por muchos minutos, siendo tocado con suavidad mientras se susurraban sus secretos más profundos. Se dijeron todo lo que no se habían dicho. Dastian le confesó todo lo que ocultaba y lo poco que conservaba en su interior. Y se besaron hasta que su pecho quedó desnudo, hasta que sus labios fueron rodeando su cuello y su piel, se tocaron hasta que ambos quedaron sin ropa alguna, siendo totalmente cegados por un raro sentimiento que los impulsaba a hacer algo muy íntimo. Sin embargo, Jules no se quejó para nada cuando Dastian, la bestia horripilante de bello rostro tuvo su cuerpo y lo reclamó como suyo ante las paredes de aquel lugar. Reclamó su piel y la virginidad de su cuerpo, llevando y compartiendo los sentimientos que arrasaron su mente.

Esa tarde, Dastian y Jules habían sido bendecidos por Dios.






—¡Mamá! ¡Mamá me duele mucho! — gritó el pequeño acostado en su cama, abrazaba su abdomen con fuerza, dejando escapar lágrimas tras lágrimas de dolor. Se retorcía entre las sábanas adolorido, en su interior las tripas eran aprisionadas y estrujadas con fuerza. Su madre estaba llorando por ver a su hijo menor en ese estado tan desgraciado. Mientras un médico costoso estaba a su lado examinando su cuerpo semi desnudo. Jules estaba sudando a mares, estaba sin camiseta y tan solo traía sus shorts cortos que tapaban su intimidad. Hacia semanas que se sentía raro y no veía a su Dastian por aquellos días adolorido. Quería verlo, se sentía morir a cada minuto que pasaba y él no estaba ahí a su lado acompañándole. Su cabeza le dolía y su garganta le ardía por el exceso de vómito que dejaba salir.

—Mi reina —le dijo el médico a la señora—. ¿Podemos hablar afuera sobre el estado del príncipe Jules?

—S-sí —le dijo la mujer, besó la frente de su hijo, quien gemía con fuerza por el dolor en su interior. La puerta se abrió y supo que era su padre para ver su estado tan mal—. Amor, el médico nos dirá qué tiene Jules. Vamos.

Pasaron minutos donde Jules se retorcía en su cama del dolor, tocaba su abdomen, su vientre con delicadeza, ya que si ejercía fuerza un gran retorcijo le golpeaba con fuerza. Sollozó en silencio, esperando mejorar y poder ir a ver a Dastian, pues, este no podía salir de las tierras del reino Incoloro. Le había dicho que todo lo que había sido de su sangre estaba maldito por el hechizo que su madre había hecho, que cada ser vivo era un extraño ser mágico con rasgos demoníacos. En su caso, Dastian tenía el poder de cambiar su apariencia, como los demonios, él podía cambiar su forma.

Se acurrucó en una pose donde su dolor no le fuera insoportable. Sollozando fuerte y bañado de sudor por todo el cuerpo. Escuchó la puerta abrirse de un estruendo, dejando a su padre, el Rey entrar desesperado por su último hijo. Jules se incorporó con dolor, esperando a que su padre fuera hacia él y lo abrazara con fuerza.

El rey se acercó, quedó quieto frente a su hijo, con los ojos brillosos de lo que Jules pensó que eran lágrimas al verlo así. Sin embargo, no recibió caricia alguna ya que una gran y dolorosa bofetada se unió a sus desgracias. Su rostro de catorce años dio un vuelco en el suelo cuando la mano grande de su padre la golpeó, su cuerpo cayó de la cama y se retorció en el suelo cuando su estómago hizo contacto con este. Jules gritó de dolor ante eso. Lágrimas tras lágrimas salieron de sus ojos y su vista borrosa se dirigió a su padre, este lo miraba con furia, y sintió la mano tomar su cabello para estirarlo.

—¡Haz deshonrado a tu familia! ¡Haz arruinado todo nuestro reinado Jules! —le gritó su padre, Jules sollozó con fuerza— ¡Mataré a golpes la asquerosa vida que llevas en tu interior!

—¿Qué? —le murmuró dolido. No entendía de qué estaba hablando.

—¡Mi rey, no le haga daño, se lo ruego por favor! —lloraba su madre a los pies del Rey. Jules miraba a su madre con temor, chillando y llorando por la agresividad de su padre. Sintió la misericordia que aquel hombre tenía.

—¡Mierda Jules, haz arruinado nuestro reinado! ¡Deshonraste a mi sangre, años y años de trabajo para que una asquerosa vida venga y lo arruine! ¡Todo acaba contigo, seremos desterrados y tú serás torturado por la Iglesia! ¡Yo no quiero a un fenómeno como hijo! ¡Intenté ayudarte, yo lo intenté!

—Papá... —murmuró dolido su último heredero. Su padre salió con furia de la puerta, y Jules se retorció de dolor en el suelo al sentir otro retorcijo en su interior, en verdad le dolía. Una mano suave y los sollozos de su madre se escucharon.

—Mi hijo. Mi niño —lloró la mujer—. Jules. Bebé, lamento no haberte dicho jamás la verdad. Perdóname por obligarte a casarte demasiado joven, pero tenía tanto miedo que esto sucediera, tenía miedo y yo quería cuidarte...

—Mamá... ¿Q-qué sucede?

—Jules, —sollozó su madre—. Dios te ha otorgado a ti el poder de concebir...

—¿C-concebir? —murmuró asustado.

—En estos momentos hay una vida en tu interior —le susurró su madre abrazándolo. Jules se petrificó en su lugar.

Una vida en su interior.

Concebir una vida, que estaba creciendo en su interior.

Lloró. Lloró con fuerza toda la noche, temblando del miedo cada vez que sentía algo en su vientre. Jules no estaba feliz por ello, él no quería concebir y mucho menos tener una vida dentro suyo. Sabiendo que era de la única persona con la que había tenido relaciones. Jules lloró por eso. Desde esa noticia él ya no fue jamás a las tierras Incoloro, no se atrevió a verle el rostro a Dastian. No con algo podrido, maligno en su interior. No con algo que crecía en su interior con maldad, con rasgos de un demonio. Sin la pureza y la bondad con la que nace un niño normal, sin la marca de Dios. Jules no quería concebir a un niño maldito.

Esa vida que crecía dentro de él lo dañaba, esa vida dentro de él le robaba las lágrimas y su juventud. Esa vida dentro de él, tan putrefacta y llena de maldad por un hechizo, le aterraba. Y esa vida era fruto de su sangre pura e inocente, con alguien que estaba maldito. Los latidos que sentía y el gran vacío le demostraba lo que llevaba dentro de su vientre.


Jules llevaba algo Impuro dentro de él.





Obra dedicada especialmente a -Uryal por su cumpleaños. ¡Espero que te haya gustado preciosa!


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