Comité de bienvenida

—Tzuyu, no va a ocurrir lo mismo que la otra vez—le digo—Ya no tengo ocho años.

—Prométeme...—empieza a decir, pero yo ya estoy apartando las cortinas para mirar por la
ventana. Mis ojos no están preparados para la luz del sol californiano. Ni yo estoy preparado
para ver esa esfera de un blanco ardiente, en lo alto de un cielo desteñido por el calor. Por
un momento me quedo ciego. Pero luego, la bruma blanquecina empieza a disiparse. Y lo
veo todo rodeado por un halo. Veo el camión y la silueta de una mujer que da vueltas sobre
sí misma: la madre. Detrás del camión hay un hombre de la misma edad: el padre. Y una
chica tal vez algo más joven que yo: la hija. Y entonces lo veo, encaramado en la parte
trasera del camión. Es alto y delgado, y va vestido de negro de la cabeza a los pies:
camiseta negra, vaqueros negros, deportivas negras y un gorro negro de punto que le
oculta el pelo. Es blanco, con la piel de un moreno dorado, y sus rasgos son angulosos y severos. Se notan asiáticos todos. Baja de un salto y se desliza por el camino de la entrada, como si la gravedad le
afectara de un modo distinto que al resto de los mortales.

Se detiene, inclina la cabeza a un lado y examina su nueva casa como si fuera un rompecabezas. Al cabo de unos segundos,
empieza a dar saltitos sobre las puntas de los pies. Y luego, de pronto, arranca a toda
velocidad y sube corriendo dos metros por la fachada. Literalmente. Se agarra al alféizar de
una ventana y se balancea durante un par de segundos antes de dejarse caer agazapado.

—Qué bueno, Kook—le dice su madre.

—¿Cuántas veces te he dicho que dejes de hacer esas chorradas?—gruñe su padre. Él sigue agachado, sin hacer caso a ninguno de los dos.

Pego la palma de la mano al cristal. Estoy sin aliento, como si fuera yo quien acabara de hacer esa acrobacia desquiciada. Observo al chico, levantó la vista hasta el alféizar y luego vuelvo a mirarle. Ya no está agachado: se ha puesto de pie y me mira. Nuestros ojos se
encuentran. Me pregunto vagamente qué verá él en mi ventana: un chico extraño, vestido
de blanco, que le observa con los ojos abiertos de par en par.

Entonces sonríe, y su cara perdió toda la severidad que mostraba hace apenas un momento. Intento responderle con otra sonrisa, pero estoy tan aturdido que lo que único que me sale es fruncir el ceño.

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