Capitulo 2

2 de Marzo de 1910
Hohenelbstadt, Capital Imperial
Provincia de Königsburg, Reich Sajón

Sajonia, ugh...

El solo nombre me hacía torcer el gesto. Otra vez un imperio. Otro escenario cargado de ambiciones desmedidas, de conflictos inevitables. Era como si el destino estuviera jugando una broma cruel conmigo, arrojándome siempre de vuelta a un tablero de ajedrez donde las piezas eran vidas humanas, y yo, una ficha condenada a moverse según reglas que no elegí.

Pero esta vez, había algo diferente. Aquí no era una soldado atrapada en el barro de las trincheras ni un peón obligado a sacrificarme por un ideal ajeno. Esta vez tenía una posición, una familia acomodada, recursos. Los Von Romberg no eran una familia cualquiera; eran nobles, y eso significaba oportunidades. Y aunque ser X había roto su promesa de no reencarnarme de nuevo, al menos había jugado esta vez con un poco más de generosidad.

Mi vida ahora era la de Tanya von Romberg, hija de una familia influyente, con todas las ventajas que el privilegio podía ofrecer. Era casi irónico. El lujo, las lecciones de etiqueta, los vestidos incómodos... todo era un precio pequeño a pagar por la seguridad de no tener que cargar un rifle.

Mientras caminaba por los pasillos del palacio familiar, aún sumida en mis pensamientos, una voz conocida interrumpió mi monólogo interno.

-¿Sucede algo, Tanya?

Me detuve. Era mi hermano mayor, Eugen von Romberg. Estaba de pie al final del pasillo, con esa sonrisa tranquila que parecía capaz de disolver cualquier preocupación. Era tres años mayor que yo, y aunque no compartíamos la misma intensidad de carácter, había algo en su presencia que siempre resultaba reconfortante.

Le devolví la sonrisa, fingiendo la inocencia propia de una niña de seis años.

-Todo está bien, hermano. Solo estaba pensando en mi futuro.

Él alzó una ceja, interesado.

-Previsora desde pequeña, ¿eh? ¿Y has pensado en algo en particular?

Hice una pausa deliberada, como si estuviera escogiendo mis palabras con cuidado. Eugen tenía un don para escuchar, pero también para leer entre líneas.

-Me gustaría ser la consejera de la emperatriz.

Por un instante, sus ojos azules se abrieron un poco más, claramente sorprendido por mi respuesta. Luego, una chispa de orgullo iluminó su expresión.

-Ambiciosa, ¿eh, pequeña? Bueno, quizás si logras causar una buena impresión ahora, la Kaiserin te reserve un puesto importante en el futuro.

Sonreí para mis adentros. Eugen siempre tenía esa habilidad de hacer que incluso las ideas más improbables parecieran posibles.

El sonido de nuestros pasos resonaba suavemente mientras nos dirigíamos a la terraza del palacio. El aire frío nos recibió con un leve estremecimiento, pero la vista lo compensaba: los jardines cubiertos de nieve relucían bajo los rayos dorados del sol de la tarde. Era un espectáculo casi mágico, como si el mundo entero estuviera congelado en un instante de perfección.

Eugen se apoyó en la barandilla de hierro forjado y me lanzó una mirada curiosa.

-¿Qué harías si fueras consejera?

Su tono era ligero, pero había una seriedad implícita en la pregunta. Me tomé un momento para responder, buscando el equilibrio entre sinceridad y precaución.

-Asegurarme de que el Imperio no caiga en las mismas trampas de siempre. Evitar las guerras, fortalecer nuestras alianzas y... hacer lo que sea necesario para protegernos.

Mi tono se volvió más serio al final, casi sin quererlo. Eugen me observó en silencio, evaluando mis palabras. Finalmente, sonrió.

-Un enfoque pragmático. Nada mal para alguien de tu edad. Pero recuerda, Tanya, no todo en la vida es política o estrategia. A veces, entender a las personas es más importante que anticipar sus movimientos.

Le lancé una mirada divertida.

-¿Cómo tú entiendes a tus amigos?

La mención de su misterioso amigo, del que tanto hablaba pero que aún no había presentado, lo hizo reír entre dientes.

-Touché. Pero hablo en serio. Tienes tiempo, Tanya. No apresures las cosas. Aprende, observa y, cuando llegue el momento, actúa.

Sus palabras se quedaron conmigo mientras regresábamos al interior del palacio. Los grandes ventanales dejaban entrar la luz cálida de la tarde, bañando los pasillos en tonos dorados. Todo parecía tranquilo, casi perfecto, pero sabía que debajo de esa fachada se escondían las intrigas y las tensiones propias de un imperio.

Eugen tenía razón. Había tiempo. Y esta vez, con paciencia y astucia, tal vez podría cambiar el curso de la historia.

Y si no... bueno, al menos esta vez no tendría que enfrentarme a la miseria desde las trincheras.

Cuando regresamos al cálido interior del palacio, el murmullo de la música nos envolvió como una brisa suave. El salón estaba animado con un pequeño baile, un evento que parecía improvisado, pero perfectamente planeado para exhalar elegancia. Mi hermana de diez años giraba con gracia junto al hijo de un noble, sus mejillas encendidas por la emoción de una aparente conexión juvenil. Mis padres, por su parte, conversaban con un grupo de aristócratas, sus risas mesuradas y gestos calculados formando parte del intrincado juego social. 

Yo, en cambio, prefería mantenerme al margen. Había otros niños presentes, pero no compartía su entusiasmo por los juegos inocentes. Mis intereses estaban en otro lugar, hablando con Eugen o intentando participar en conversaciones más serias, aunque las respuestas condescendientes de los adultos solían despertar en mí una silenciosa irritación. 

Pero mi atención no duró mucho en los danzantes o los murmullos de las charlas. Algo mucho más imponente capturó mi mirada: una figura emergía del piso superior. 

En el segundo nivel del palacio, descendiendo con gracia por la gran escalera, estaba ella: la Kaiserin Erika von Adlerberg. Su cabello rojizo caía como un río de fuego por su espalda, y sus ojos verdes esmeralda brillaban como joyas vivas. Vestía un vestido soberbio de color plata, que capturaba y reflejaba la luz de los candelabros en cada movimiento. 

Era joven, apenas tenía 18 años, pero ya cargaba el peso de una corona y la sombra de un imperio. A su alrededor, como un enjambre de abejorros, se movían políticos experimentados, rostros llenos de ambición y cálculos. No pude evitar suspirar en silencio. Pobre chica. Rodeada de lobos, seguramente estos buitres la empujarían hacia la guerra. 

Conforme la Kaiserin descendía, las damas de la nobleza se apresuraron a acercarse a saludarla, mi madre incluida. No tuve más remedio que acompañarla; la etiqueta así lo dictaba. 

Erika atendía a cada saludo con precisión, como si cada palabra fuera medida en una balanza invisible. Hablaba de la fiesta, de proyectos futuros, leyes, alianzas y hasta matrimonios. Todo con una habilidad política que solo podía venir de alguien que había sido entrenado desde la infancia para este rol. Desde mi posición, observaba con una mezcla de respeto y lástima. ¿Cuánto esfuerzo requería mantener esa fachada bajo tantas presiones?

Finalmente, después de haber atendido a todas las demás, sus ojos se posaron en nosotras. 

—Su Alteza —saludó mi madre con una reverencia impecable. Yo, aunque con cierto fastidio interno, la imité al instante.

—Condesa Elisabeth —respondió la Kaiserin con un tono formal, antes de mirarme detenidamente—. ¿Su hija pequeña, supongo? 

Sentí que sus ojos me atravesaban. Había algo más en su mirada, una intensidad que no podía describir. 

—Sí, su Alteza. Tanya von Romberg, para servirle —respondió mi madre con orgullo. 

—A sus órdenes, su Alteza —añadí, manteniendo mi expresión lo más inocente posible. 

Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Sus ojos, serenos al principio, se dilataron levemente, como si hubiera visto algo inesperado. ¿Reconocimiento? ¿Miedo? Mi mente comenzó a girar con posibilidades. ¿Es posible que ella sea... una reencarnada como yo? ¿O simplemente estoy dejando volar mi imaginación? 

Pero tan rápido como llegó, esa chispa desapareció. Su expresión volvió a ser tranquila y cálida, aunque detrás de esa sonrisa amable había algo calculador, como si estuviera analizando cada detalle de mi presencia. 

—Su hija tiene mucho potencial; puedo verlo solo con mirarla —dijo con una sonrisa que me puso la piel de gallina. 

Mi madre sonrió radiante, casi olvidándose de contener su entusiasmo.

—Oh, sí, su Alteza. Tanya es una genio. Tiene largas charlas con su hermano Eugen; ambos son mis pequeños Teslas —comentó, haciendo un gesto en el aire con orgullo maternal. 

La Kaiserin asintió, aparentemente complacida.

—Brillante. Parece que el futuro del Imperio está asegurado con dos genios en su familia.

Luego, sus ojos volvieron a posarse en mí, y su voz adquirió un tono más personal.

—Tanya, ¿puedo pedirte un favor?

Asentí, incapaz de negarme a la Emperatriz.

—Sí, su Alteza. 

—Bien. —Su sonrisa se amplió un poco antes de dirigirse a mi madre—. Condesa, ¿me permitiría tener a su hija bajo mi tutela? 

Por un instante, sentí que todas las alarmas en mi cabeza se disparaban. ¿Qué? ¿Por qué la Kaiserin querría algo así? Mi madre, por supuesto, parecía encantada con la idea. 

—Pero, su Alteza, ¿no sería demasiada responsabilidad para usted? —preguntó con una mezcla de modestia y emoción contenida.

—Para nada. Creo que sería muy productivo, y me interesa mantener conversaciones con Tanya en el futuro —respondió Erika con una sonrisa que irradiaba cortesía, pero que yo sentía como un enigma. 

Sonreí junto a mi madre, murmurando palabras de agradecimiento. Pero en el fondo, una sensación de inquietud se instalaba en mi pecho. ¿Qué pretendía realmente la Kaiserin Erika? 

Mientras ella pasaba a saludar a otros, mi mente seguía dándole vueltas a esa pregunta. ¿Acaso tenía algún plan oculto? ¿O era yo la que estaba viendo conspiraciones donde no las había?

Una cosa era segura: mi vida acababa de tomar un giro inesperado, y tenía que estar preparada para cualquier cosa que viniera después.

2 de Marzo de 1910
Ivanovgrad, La Capital del Zar 
Provincia de Zapadnygorod, Imperio Roslaviano 

Aleksandr Vladimirovich Volkova, sucesor directo del Zar de Roslavia, observaba la ciudad de Ivanovgrad desde el balcón del Palacio de Invierno. A sus 20 años, el peso del destino parecía haberse asentado ya sobre sus hombros, aunque en su interior aún luchaba con la incertidumbre. Había llegado a este mundo como un reencarnado, nacido de nuevo tras presenciar la devastación de su mundo anterior en un apocalipsis nuclear. Ahora, estaba solo. Sin señales de sus hermanas, sin un lazo real con este mundo, solo el eco persistente de su vida pasada. 

Frente a él, la ciudad bullía de vida. Las familias paseaban por las calles adoquinadas, ajenas al colapso que Aleksandr sentía inevitable. El Imperio Roslaviano era un gigante herido, aferrado a las tradiciones del siglo XIX, con su cruel sistema de servidumbre y un autoritarismo que ahogaba cualquier progreso. Aleksandr sabía lo que vendría si la historia se repetía: guerra, revolución, el colapso de una dinastía. 

El joven Zarevich saludó de manera mecánica a las pocas personas que lograron reconocerlo desde las calles. Su mirada volvió a perderse entre los tejados de la ciudad, donde las chimeneas de las fábricas vomitaban columnas de humo negro al cielo grisáceo. Sus pensamientos, sin embargo, no estaban allí. Volaban hacia el recuerdo borroso de sus hermanas. ¿Habrían sobrevivido en ese mundo devastado? ¿O simplemente habían sido consumidas por las llamas nucleares? La incertidumbre le carcomía. 

Un suspiro escapó de sus labios justo cuando una voz familiar interrumpió sus pensamientos. 

—¿Está el Zarevich enamorado? Oh, ¿por qué mira al cielo con tanta añoranza? —preguntó una voz femenina tras él. 

Aleksandr se giró lentamente, reconociendo de inmediato a su interlocutora.

—Oh, Anastasia. Eres tú. 

—Por supuesto que soy yo —respondió ella con una ligera sonrisa mientras se acercaba al balcón—. ¿Qué te trae aquí, tan perdido en tus pensamientos? 

Aleksandr se encogió de hombros, volviendo su atención a las calles.

—Nada importante. Solo necesitaba aire. 

Anastasia, su hermana mayor por tres años, se situó a su lado, cruzando los brazos mientras contemplaba la ciudad. Era quizá la única persona de su familia con la que Aleksandr sentía algo parecido a una conexión. A diferencia de las demás, ella no perdía el tiempo con intrigas o frivolidades. Era directa, reservada, y prefería pasar las horas leyendo en lugar de codearse con la corte. 

—Es hermosa, ¿no crees? —comentó Anastasia, refiriéndose a la ciudad que se extendía ante ellos. 

Aleksandr soltó una leve risa amarga.

—Sería más hermosa sin tanto humo de las fábricas. Mira cómo el cielo está cubierto de hollín. 

Anastasia alzó una ceja, sin perder su habitual serenidad.

—No seas tan melodramático, Aleksandr. Es el invierno. Cuando llegue la primavera, el aire estará más limpio.

—Quizá. —Aleksandr no tenía interés en discutir, así que dejó que el comentario muriera en el aire.

Un silencio incómodo se instaló entre ambos, roto solo por el murmullo distante de la ciudad. Entonces Anastasia habló, con esa franqueza que siempre lo desarmaba.

—Papá va a morir.

Aleksandr giró la cabeza para mirarla, aunque no había sorpresa en sus ojos.

—Es algo natural. —Su tono era neutral, casi indiferente—. ¿Cuánto tiempo le queda?

—Seis meses, tal vez menos. —Anastasia miraba sus uñas como si hablara del clima.

—Entonces serás Zarina.

Ella soltó una carcajada amarga, desviando la mirada hacia él.

—Oh, por favor. Soy mayor que tú solo por tres años. Además, sabes que eso nunca pasará. Padre es un conservador empedernido. Te sentará en el trono aunque te resistas con uñas y dientes. 

Sus miradas se encontraron. En los ojos grises de Aleksandr, había resignación; en los de Anastasia, una mezcla de lástima y compasión. 

—¿Y qué crees que haré con ese trono? —preguntó Aleksandr, cruzando los brazos.

Anastasia lo observó en silencio por un momento antes de responder.

—No lo sé. Quizá intentes cambiar algo. O tal vez simplemente lo dejes caer, como todo lo demás. 

—Optimista como siempre —comentó él con una leve sonrisa irónica. 

Anastasia negó con la cabeza, pero también sonrió.

—La verdad, Aleksandr, creo que harás lo que siempre haces: observar, analizar, y luego decidir. Solo espero que lo hagas antes de que todo se venga abajo. 

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire frío mientras ambos continuaban contemplando la ciudad, dos figuras en un imperio tambaleante, conscientes de que el tiempo no estaba de su lado. 

—¿Antes de que todo se venga abajo, eh? —Aleksandr se mofó, cruzando los brazos mientras miraba a Anastasia.

Ella arqueó una ceja.

—¿Crees que podrías evitarlo?

Aleksandr se encogió de hombros, su tono adquiriendo una confianza un tanto teatral.

—Bueno, no soy ningún superhéroe, pero creo que podría hacer algo. 

Anastasia lo miró, confusa.

—¿Superhéroe? ¿Qué es eso? 

Aleksandr soltó una carcajada nerviosa.

—Nada, olvida eso. No importa. 

Ella entrecerró los ojos, como si intentara descifrarlo.

—A veces dices cosas muy raras, hermano.

—Sí, ya sé. A veces pienso en cosas aún más raras, ¿sabes? 

Anastasia asintió con una ligera sonrisa.

—Demasiadas cosas raras.

Entonces, como si de repente decidiera que había tenido suficiente, dio media vuelta y comenzó a alejarse.

—Creo que te dejaré solo con tus pensamientos antes de que me contagies. 

Aleksandr rio por lo bajo, lanzando una réplica sarcástica.

—Mejor para mí. No quiero volverte demasiado inteligente, no sea que decidas traicionarme algún día. 

La única respuesta de Anastasia fue una risa suave que resonó en el aire frío antes de desaparecer por el pasillo. 

Una vez más, Aleksandr estaba solo. Sus manos se cerraron con fuerza alrededor del barandal de hierro, la fría superficie mordiendo su piel. Volvió a mirar la ciudad de Ivanovgrad, con su interminable marea de humo y tejados grises. 

Si Anastasia tenía razón y su padre no duraría más de unos meses, entonces el reloj estaba corriendo. 

El peso del imperio pronto caería sobre sus hombros, y él tendría que enfrentarse a la maquinaria política de un país al borde del colapso. Aleksandr soltó un largo suspiro, dejando que el viento frío de marzo se llevara sus pensamientos. 

Tenía que prepararse.

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