Capitulo 1
13 de Febrero de 1910
Hohenelbstadt, Capital Imperial
Provincia de Königsburg, Reich Sajón
El aire de la catedral estaba cargado de incienso y expectativa. Cada rincón del majestuoso edificio resplandecía bajo la luz de cientos de candelabros, cuyos reflejos bailaban sobre los vitrales y la dorada ornamentación. La multitud permanecía en absoluto silencio, conteniendo la respiración mientras observaba a la joven que se encontraba en el centro del altar.
Erika cerró los ojos un instante, tratando de calmar el torbellino de emociones que sentía en su pecho. Con apenas 18 años, vestida en un regio vestido blanco y dorado que acentuaba su figura delgada, apenas parecía capaz de sostener el peso del manto púrpura que caía desde sus hombros hasta el suelo. Sin embargo, su postura era impecable, como si hubiera nacido para este momento. Frente a ella, el Arzobispo Imperial alzó la corona con ambas manos, como si temiera que el poder divino que representaba pudiera escaparse de su alcance.
"Por la gracia de Dios y el destino del Reich, coronamos a Erika von Adlerberg como nuestra Kaiserin," proclamó el sacerdote con voz solemne, sus palabras resonando por las vastas bóvedas de la catedral.
Cuando la fría circunferencia de la corona tocó su frente, Erika sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. No por el metal, sino por el peso simbólico que acababa de colocarse sobre ella. Las palabras del sacerdote continuaron, pero su mente estaba en otro lugar. Sólo regresó al presente cuando escuchó el clamor de la multitud:
"¡Larga vida a la Kaiserin!"
El grito retumbó como un trueno, y las voces se unieron en un crescendo ensordecedor. Erika abrió los ojos y se puso de pie lentamente, siguiendo el protocolo. A su alrededor, los Gardes du Corps desenfundaron sus sables al unísono, levantándolos en un gesto ceremonioso y cruzándolos frente a ella. El acero brillante relucía como un arco de estrellas, creando un pasillo por el que debía caminar.
Respiró profundamente y avanzó con paso firme, obligándose a mantener la compostura. Cada paso resonaba en el mármol del suelo, amplificando su presencia. A medida que cruzaba el pasillo, la multitud en las bancas laterales la observaba con devoción, algunos inclinándose en una reverencia, otros alzando pequeñas banderas del Imperio en señal de lealtad.
Cuando llegó a las grandes puertas de la catedral, el portón se abrió lentamente, revelando un automóvil negro brillante, decorado con los emblemas imperiales. Un guardia con un impecable uniforme azul oscuro y medallas relucientes en el pecho le sostuvo la puerta. Erika agradeció en silencio el refugio del vehículo y se acomodó en el asiento trasero, sintiendo una leve seguridad detrás del cristal que la separaba del bullicio exterior.
Desde la ventana, podía ver la multitud que se agolpaba en las calles. Miles de personas ondeaban las banderas del Imperio con fervor, sus rostros iluminados por la esperanza. Ella levantó una mano y saludó con una sonrisa calculada, ocultando su nerviosismo. El rostro que mostraba al mundo era sereno, pero por dentro sentía que el suelo se desmoronaba bajo sus pies.
"Este no es mi mundo..." murmuró para sí misma, lo suficientemente bajo para que nadie pudiera oírla.
Había tenido otra vida, otro tiempo. Recordaba vívidamente las imágenes de un mundo del siglo XXI destruido por llamas atómicas. Las memorias de rascacielos, trenes veloces y una vida más sencilla aparecían como fantasmas en su mente. La oscuridad que siguió al apocalipsis fue un limbo eterno, hasta que despertó siendo una niña en este extraño mundo. Aquí, había nacido como la primogénita del Kaiser Mätthaus, criada para gobernar un imperio que no terminaba de sentir como suyo.
El automóvil se detuvo frente al Palacio de Hohenelbstadt, un edificio que parecía extraído de un cuento de hadas. Sus torres de piedra gris apuntaban al cielo, y su fachada estaba adornada con escudos heráldicos y estatuas de los antiguos Reyes. Los guardias se alinearon a lo largo de las escalinatas, inmóviles como estatuas, mientras Erika descendía del vehículo.
Con cada paso que daba hacia el palacio, sentía que el peso de la responsabilidad crecía. Este no era el mundo que conocía, pero había algo inquietantemente familiar. La política internacional era un caos: Francia, siempre agresiva, Alemania enfrentada a enemigos en todas direcciones, y tecnologías que mezclaban lo imposible con lo mágico. ¿Se repetiría la historia?
Cuando finalmente cruzó el umbral del palacio, dejó escapar un leve suspiro. Las puertas se cerraron tras ella, silenciando momentáneamente el clamor del pueblo. Ahora, la ceremonia continuaría en privado, lejos de las miradas curiosas. Se permitió bajar los hombros un instante, antes de alzarlos nuevamente.
- "Aún no es tiempo de descansar" murmuró Erika para sí misma mientras caminaba por los largos pasillos del palacio.
Las alfombras rojas amortiguaban el eco de sus pasos, y la tenue luz de las lámparas de gas proyectaba sombras que danzaban sobre las paredes. Los pasillos estaban decorados con imponentes cuadros de antiguos Reyes y Reinas, escenas de victorias militares y momentos cruciales del Reich. Las obras eran hermosas, cada una de ellas capturando una época diferente, una historia distinta, pero juntas formaban un legado que ahora recaía sobre sus hombros.
Se detuvo frente a una pintura que mostraba a su padre, el Kaiser Mätthaus, montado en un majestuoso caballo blanco. Su figura irradiaba autoridad y seguridad, pero a Erika le costaba reconciliar esa imagen con el hombre que ella había conocido: un padre amoroso, pero a menudo distante, atrapado entre las exigencias del trono y su familia. Sintió un nudo en la garganta, pero antes de que pudiera perderse en sus pensamientos, un cálido abrazo la envolvió por la espalda.
- ¡La victoria saluda a la emperatriz Erika! - exclamó una voz alegre.
Erika giró rápidamente, apenas manteniendo el equilibrio, y se encontró cara a cara con su hermana menor, Anna von Adlerberg.
- Anna, casi me haces tropezar - dijo Erika, tratando de mantener la compostura, aunque la risa ya asomaba en su voz.
Ambas rompieron en carcajadas mientras se abrazaban. Anna, con sus 15 años, era la viva imagen de la vitalidad y la alegría. Compartían el mismo cabello cobrizo rojizo, pero mientras los ojos de Erika eran verdes como el jade, Anna había heredado los ojos azules cristalinos de su madre. A pesar de su corta edad, Anna tenía una elegancia natural que combinaba con su espíritu vivaz.
- Aún soy tu hermana antes que tu emperatriz - le recordó Erika con una sonrisa cálida, mientras acariciaba los rizos sueltos de su hermana.
- Lo sé, pero hoy no eres solo mi hermana; eres la Kaiserin. Déjame al menos mostrarte el respeto que mereces - replicó Anna con una exagerada reverencia, su tono lleno de dramatismo teatral.
Erika rodó los ojos, pero siguió el juego.
- Oh, con gusto aceptaré sus cumplidos, mi lady - respondió en un tono igualmente solemne, antes de que ambas estallaran nuevamente en risas.
Cuando la risa se apagó, Anna recuperó la compostura, aunque su mirada seguía brillando con complicidad.
- Está bien, ya eres la emperatriz, pero recuerda que hay mucho por hacer. ¿Recuerdas el plan? -
Erika suspiró y comenzó a enumerar con una sonrisa.
- Sentarme, recibir a los invitados, dar un discurso corto y bailar con algunos hijos de nobles... -
- No olvides hablar con cada persona importante y asistir al desfile militar - añadió Anna con una ceja levantada.
- No olvidarme de hablar con las personas importantes y asistir al desfile militar en mi honor. Lo tengo, lo tengo. - repitió Erika
Anna asintió satisfecha, pero antes de que Erika pudiera avanzar hacia las grandes puertas del salón, hizo una pausa y preguntó
- ¿Cómo está mamá? -
La sonrisa de Anna se desvaneció por un momento.
- Está mejor. Todavía algo deprimida, pero al menos ha comenzado a comer de nuevo. -
Erika asintió, sintiendo un leve alivio.
- Gracias a Dios. Realmente extraña a papá... - Su voz se apagó al final, pero Anna entendió lo que quería decir.
Antes de entrar al salón, Anna la miró con curiosidad.
- ¿Qué harás después?
Erika frunció el ceño, algo confundida.
- ¿Después de qué?
- Después de todo esto. Me refiero a tu primera ley, tu primera acción como Kaiserin. ¿Tienes algo en mente? - explico su hermana
Erika permaneció pensativa mientras ambas avanzaban hacia el gran salón. Las puertas se abrieron lentamente, sostenidas por dos guardias con uniformes impecables, revelando un espacio que parecía diseñado para impresionar.
El salón de baile era un espectáculo en sí mismo. Dos imponentes candelabros de cristal colgaban del techo, lanzando destellos de luz que iluminaban las columnas de mármol blanco. Las mesas estaban cubiertas con manteles finos y decoradas con delicados arreglos florales. Una fuente adornada con figuras de bronce burbujeaba suavemente en un extremo de la sala, mientras las copas de champán y vino descansaban relucientes bajo la luz. En el centro, dos tronos dorados aguardaban, uno más alto que el otro.
Erika sonrió ligeramente al observar la escena. Era todo tan elegante, tan cuidadosamente planeado, que por un momento casi pudo olvidar el peso que llevaba sobre sus hombros.
- No lo sé - respondió finalmente a la pregunta de Anna, volviendo la mirada hacia ella. - Para una buena ley necesito tiempo para pensar. No voy a apresurarme.
Anna sonrió, con ese toque de sabiduría que a veces hacía que Erika olvidara que su hermana menor tenía solo 15 años.
- Entonces vas por buen camino. Una decisión bien pensada siempre será mejor que una apresurada.
Erika asintió, agradecida por las palabras de apoyo. Mientras avanzaba hacia su trono, sentía que el momento se volvía más real. A partir de ese día, cada palabra, cada acción y cada decisión sería recordada. Pero por ahora, aún tenía una hermana que la hacía sentir que no estaba sola en el mundo.
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