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Takeshi no logró apartar la vista de Katsuki durante toda la reunión con Nakamura Renzo. La mitad de la conversación se perdió en la nebulosa de su mente, mientras su atención se encontraba completamente cautiva por ella.
Había algo en su mirada que no le terminaba de agradar. Notaba un mosaico de emociones: un destello de nostalgia, una chispa de enfado y un atisbo de desasosiego.
Una vez a solas, no esperó ni un segundo para hablar con ella.
—Por favor, disculpa a Yang Liau. Aún es joven e ingenua, no sabe lo que dice –se apresuró a decir.
—No se preocupe, su majestad. No dijo nada que no fuera verdad. Mi destino como plebeya es el servicio, y no aspiro a nada más.
Takeshi se acercó a ella, pero no fue capaz de invadir su espacio personal.
—Sabes que no te considero una plebeya.
—Puede que usted no lo vea así, pero esa es la realidad. Las cosas son como son, nadie puede cambiarlas. Y, si me disculpa, quisiera retirarme, su majestad.
Takeshi detuvo su huida, cogiéndola de la mano. No iba a permitir que se escapara de nuevo.
—Soy el emperador, y mi autoridad se extiende sobre todo y sobre todos –declaró, tomando su muñeca con suavidad, pero con firmeza.
—¿Acaso usted puede hacer que una mujer de origen humilde se convierta en princesa? ¿Puede usted pretender amar a una plebeya?
Las palabras de Katsuki resonaron en el aire, haciendo que Takeshi se sintiera terriblemente impotente. Odiaba los títulos, las reglas, el "deber ser" y las ataduras de la corte, de su trono y de su destino. Odiaba el poder que tenía para controlar ciudades, comandar ejércitos y decidir sobre el destino de miles de personas, pero sin ser capaz de amar libremente a la mujer que había elegido.
Los ojos de Katsuki se clavaron en los suyos con un toque furia, pero un destello de súplica la conmovió hasta sus cimientos. Entonces, y ante su atónita mirada, Takeshi se arrodilló frente a ella, como un súbdito que rinde homenaje a su soberana. Tomó su kimono con ternura, acariciándolo con los dedos mientras lo llevaba a sus labios y lo besaba con devoción, como si quisiera sellar su amor más profundo en esa prenda.
Katsuki no supo cómo reaccionar. No podía creer lo que estaba presenciando. El emperador se había postrado ante ella, había besado su ropa y esperaba pacientemente su permiso para levantarse.
Takeshi le dirigió una mirada triste. Ella tomó su rostro entre las manos, incapaz de contenerse. Fue su intención arrodillarse junto a él, pero este no se lo permitió.
—¿Alguna vez has visto a un emperador reverenciando a una plebeya? —susurró sin apartar la mirada de ella. La guardiana no respondió—. Tú no eres una plebeya, Katsuki. Eres más importante y valiosa para mí que mil reinos, más que cualquier trono o título.
El emperador se abrazó a su abdomen y enterró su rostro en la ropa de la mujer, quien sintió un escalofrío atravesándole todo el cuerpo. La descarga eléctrica fue tan intensa, que la joven cerró los ojos y apretó entre sus dedos el cabello lacio de su majestad.
Takeshi elevó ambas manos, acariciando la cintura de Katsuki. Ascendió con lentitud hasta toparse con la cinta que mantenía suspendida la katana y, con suavidad, la desató hasta que el arma cayó sobre la alfombra. La joven dejó escapar un pequeño quejido de sorpresa, pero la mirada embriagada del emperador detuvo en seco su primer impulso de recogerla.
Mientras tanto, Yoshida continuó su atrevida exploración a través de las curvas de la mujer, levantándose con lentitud al tiempo que sus manos, embravecidas, surcaban de forma demencial sobre los prados hasta entonces inexplorados de Katsuki. Su cuerpo se mecía como un suave riachuelo, exigiendo ser ocupado, explorado y llenado por completo. Parecía invitarlo en silencio a bañarse en sus aguas y sumergirse en lo más profundo de su ser.
Katsuki cerró los ojos y acarició la nuca de Takeshi con manos suaves, atrapándolo en una red que ni siquiera ella era consciente de haber lanzado, pero que lo había atrapado por completo.
Sus labios surcaron temerosos el velo de lo prohibido, buscando el alivio que tanto estaban necesitando, y se fusionaron en un beso cálido y húmedo, dulce al comienzo. Un beso que se volvió frenético, tal y como si ambos supieran que se trataría del último.
El emperador no esperó ni un segundo antes de someter a Katsuki, apresándola entre su cuerpo y la pared. Temía que, en cualquier instante, el hechizo se desvanecería y ella correría lejos de él como había sucedido tantas veces. Pero ella no lo hizo, por el contrario, bebía de aquel beso desenfrenado que incrementó sus ritmos cardiacos hasta dejarlos casi sin aliento.
Las manos de Takeshi no lograron contenerse un segundo más y comenzaron a explorar aquellas tierras vírgenes. Los valles curvilíneos de sus caderas, las suaves montañas de sus pechos y los delicados acantilados de sus glúteos. Las prendas exigían ser arrancadas y la piel expuesta.
Katsuki sintió un fuego abrasador recorriendo su cuerpo con las manos de Yoshida, como si estas fueran brasas ardientes que acariciaban su piel con una intensidad deliciosa. Cada roce la hacía estremecer, llenando su corazón de una felicidad ardiente.
El emperador no pudo seguir conteniéndose y cargó con ella hasta depositarla en el delicado sofá de lino, para arrebatar con todas sus fuerzas la faja azul marino de su guardia personal.
No era el emperador en esos momentos; era Takeshi, un joven apasionado y profundamente enamorado, lleno de deseo y ansias de unirse en cuerpo y alma a la mujer que tanto amaba. De ese deseo que se había acumulado en su interior cada noche al volver a sus aposentos, sabiendo que afuera se encontraba la causa de su desesperación.
Esa noche no iba a conformarse con nada menos que el amor que él mismo le profesaba, esa noche no dormiría en un lecho de sábanas frías, esa noche anhelaba unirse a su amada guerrera.
Con besos devotos se sumergió en el cuello de Katsuki, de cuyos labios brotó un pequeño gemido que ella sofocó mordiéndose el labio. No quería hacer ruido, por más difícil que le resultase aquella tarea.
Sus ojos se humedecieron al verlo sobre ella, como una bestia ansiosa de carne que se aproxima, a cuatro patas, para exigir aquello que le pertenece. Takeshi desató el nudo que mantenía el kimono en su lugar, y cuando finalmente la prenda cedió, no perdió tiempo en arrancar las ropas que cayeron como alas de mariposa sobra la piel de seda de la joven, quien se ruborizó al saberse desnuda ante él.
Por un momento, su cuerpo virginal sintió un atisbo de temor, como si de repente todo el buen juicio que había lanzado al suelo se hubiese apoderado de ella.
No obstante, al ver los ojos de Takeshi imbuidos como los de ella de una poderosa excitación, matizados por el deseo, el amor, la agitación del momento y la ternura, todo fusionado en aquellos pozos negros, ella se sintió liberada de la culpa.
No podía negar que ansiaba aquella unión, no podía ni quería renunciar a esa sensación que la invadía por completo.
Por el contrario, si aquel acto representaba una traición para su familia, para la dinastía y para el imperio entero, ella necesitaba que valiera la pena el pecado que estaban a punto de cometer. Y si el infierno era su único destino, que al menos aquellos instantes de placer le sirvieran para soportar cualquier desgracia que cayese sobre ella.
Katsuki elevó una mano hacia el abdomen de Takeshi y apretó los ropajes reales que cubrían su cuerpo, instándolo a acercarse. Plantó un beso húmedo en esos labios deliciosos que le sabían a gloria. Y al igual que él hiciera con ella, la joven desprendió con desespero cada prenda que envolvía su piel, dejándolo totalmente expuesto.
Así, sin ninguna prenda que revelase su exquisito origen real, Yoshida le pareció un simple aldeano. Un ser de piel de alabastro y musculatura perfecta cubierta por una fina capa de sudor. Sus ojos no eran más que los de un hombre enamorado, sus labios eran renuevos de placer que humedecieron su piel, dejando destellos de electricidad a su paso. Sus manos se convirtieron en navegantes fieles de esas colinas rebosantes de vida y de fertilidad.
Takeshi se detuvo unos momentos para observarla con fijeza. Así, desnuda, frágil y ruborizada. Con su cabello largo cayendo sobre las montañas coronadas por cerezas resplandecientes. Sus brazos delicados descansaban sobre los muslos, esperando el abrazo que tanto ansiaba.
Takeshi sonrió con suavidad y llevó una mano hasta sus mejillas para acariciarlas con ternura. La joven besó los dedos perfumados del emperador, los besó con devoción, como se besa la imagen de Dios. Cerró los ojos y respiró hondo para contener los frenéticos latidos de su corazón. Yoshida hizo lo mismo.
—Amor mío que guardo en lo profundo de mi corazón —susurró mirándola con ojos llenos de ternura—. Fruta preciada de mi jardín celestial. Eres mi alimento, mi agua, mi sol y mi luna. Eres todo lo que necesito. Todo. Incluso morir en tus brazos sería el paraíso.
Katsuki sonrió al escuchar sus palabras y, sin poder resistirse, le echó los brazos al cuello, besando esos labios suaves que acababan de convertirse en su nueva adicción.
Con suavidad, hizo que este se apeara a su cuerpo, abriendo para él los firmes muslos como una invitación a los confines de su puerta de jade. Hacia esos labios hambrientos que anhelaban consumirlo; y que así, sus cuerpos se adosaran uno al otro hasta convertirse en uno.
Fue así como Takeshi, pliegue a pliegue, desenterró el secreto de su feminidad y tomó para sí el fruto dorado que aguardaba intacto en su interior. Katsuki se estremeció por completo. Su cuerpo agonizaba, la piel había sino atravesada por el estío, desflorando sus pétalos de crisantemo.
Ambos habían descubierto una nueva forma de amarse, más allá de las cómplices miradas, de los silencios tiernos y de las caricias lanzadas a temeridad.
Entre el oleaje de sus cuerpos sudorosos, los dos habían olvidado el pasado cruel que los sometía a un presente aún más tortuoso. Entre la calidez de su piel se sintieron en casa, en paz. ¡Oh, suave amor! ¡Oh, salvaje y tierno deseo!
Se durmieron poco después del final, hasta que el mazo recuperó sus fuerzas, obligándolos a volver al ataque con la finalidad de suprimir una vez más el agónico deseo de sus cuerpos. Esta vez un poco más experimentados, buscando solo complacer. Teñidos sus rostros en un vaivén de emociones, ahogados sus cuerpos en el almizcle intenso de sus deseos.
Cuando el albor comenzó a dar los primeros indicios de su llegada, Takeshi tomó a la joven entre sus brazos y cargó con ella hasta los aposentos. La puerta que lo conducía directamente a ellos le permitió recostarla en su mullida cama sin que ningún guardia pudiera verlos.
Katsuki, entre el sueño, se recostó en su pecho y dejó escapar un suspiro largo y sonoro.
—No quiero que amanezca —susurró ella con un toque de tristeza y fatiga.
Takeshi ocultó su pesar y la abrazó con más fuerzas.
¿Cómo es que algo tan insignificante como la luz del día pudiera hacerlo temer hasta ese extremo?
Durante lo que restaba de la madrugada él no logró conciliar el sueño.
Mientras acariciaba los perfumados cabellos de su amada no podía dejar de observar la terraza; esperando el fatídico albor del día.
Esa hora maldita que sin lugar a duda llegaría.
Sabía muy bien que una vez que los primeros rayos del sol tocasen esa terraza, sus cuerpos tendrían que separarse, que ambos serían llamados a interpretar una vez más el papel que les había sido impuesto por decreto divino.
Mirando sin descanso hacia el exterior, Takeshi deseaba que el día jamás llegase.
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