37. La guerrera de fuego

—Creo que todo está saliendo mejor —dijo Ezra acercándose a su esposa con tranquilidad.

Esmeralda lo miró con una sonrisa. La pequeña ola de energía positiva que Ezra había iniciado, se volvió un torbellino que estaba llenando a cada uno de los asistentes. Como había hecho en el baile de Nitris, su destreza para entablar vínculos, logró desvanecer la atención de la opulencia de Kánoa y de sus rígidas preparaciones.

Ahora parecía que los extranjeros empezaban a darle la oportunidad a un reino que por mucho tiempo los mantuvo a raya de los asuntos más relevantes. Aquella manera de apartar al resto del mundo era muy propia de Imperia, pero hasta ese momento, Esmeralda empezaba a notar el tremendo impacto que tenía cuando se trataba de entablar una relación con reinos aledaños.

Pronto, el festejo ya estaba tan armonizado que el corazón de Esmeralda, y de paso el de las Lirastras, ahora reposaba dentro de sus almas, como en una suave cama de hojas.

Fuera de la premonición de cualquiera, aquella paz fue perturbada de repente. 

La tierra empezó a mecerse con suavidad. Pronto, el movimiento se fue haciendo más y más fuerte. La música dejó de sonar. Hacía años que un terremoto no tenía lugar en Imperia, así que nadie sabía cómo reaccionar. Los asistentes se tomaron de las manos, gritando por el estruendo de los cristales y adornos cayendo al piso con fuerza.

—¡Síganos hacia la salida! —indicó la Lirastra Fidanchena. Su rostro estaba inundado de un miedo que ya no buscaba ocultarse.

Los asistentes salieron como pudieron, puesto que era muy difícil avanzar. Aquello parecía eterno, por lo que los gritos de terror estaban incrementando en número y volumen.

Esmeralda y Ezra se sujetaron de las manos con fuerza y procuraron agrupar a todos en un sitio en donde no cayeran objetos peligrosos. Antes de que cualquiera hubiera tenido la oportunidad de siquiera imaginar lo peor, el terremoto incrementó su fuerza y la tierra bajo ellos comenzó a abrirse.

Las personas confundidas empezaron a alejarse corriendo del área asignada, pero algunos no fueron tan afortunados y empezaban a quedar atrapados entre las hendiduras irregulares del terreno. Otros se hallaban cubiertos totalmente por objetos pesados  que hacía no mucho sostenían bonitas banderas o decoraciones celestiales.

Un montón de polvo se levantó. Esmeralda no podía ver nada, entre tanto desorden no alcanzaba a apreciar quiénes seguían a su alrededor, así que tan solo pudo gritar a todo pulmón el nombre de su esposo.

Giró a todos lados esperando encontrarlo, sin embargo, al primero que vio fue a Dimitri que salía de un trozo enorme de tierra que lo había cubierto.

—¡Ayúdame a sacar a las personas! ¡Busca a Iniesto y sácalos a todos pronto! —ordenó la mujer tratando de encontrar cualquier otro rostro conocido.

—¡Tenemos que sacarte de aquí también...!

—¡No me iré sin Ezra! Ve y haz lo que te ordeno —expresó Esmeralda.

El tono fue tan solemne, tan serio, que Dimitri no pudo más que reverenciar y acatar la orden. Poco a poco el ruido aumentó y la tierra volvió a temblar una última vez para terminar de abrirse y dar paso a los ejecutantes.

Saunbunde iba al frente, con su kilométrico cuerpo y el rugido propio de una bestia que llenó cada centímetro de aire alrededor. Los dientes afilados se abrían, buscando destruir a aquellos que había perturbado su paz. Detrás de él, el barón y Córmeo, que usaban unos largos látigos para golpearlo y provocar su furia.

—Es la bestia de la profecía —dijo Esmeralda sintiendo un miedo que torturaba su espalda con pinchazos incontrolables.

El pánico aumentó, el polvo se disipó y finalmente pudo notar a sus Generales que miraban a la bestia petrificados. Parecía que aquello era el fin, no podía haber una salida. En ese preciso instante, desaparecería no solo la familia real imperiana, sino cada miembro importante de la realeza de otros reinos y, probablemente, toda Imperia.

Otro rugido de la creatura se escuchó y de un solo movimiento destruyó una pequeña edificación de mármol que servía para vigilar los alrededores del palacio. Parecía verdaderamente enojada, con los ojos amarillos inyectados de ira y las muñecas sangrando por la bestialidad con la que lo habían "liberado" el barón y Córmeo.

Cuando la esperanza ya no existía, entonces un rayo de esperanza atravesó el cielo. ¡Era Celta! La imagen de la pelirroja acompañada del bô se levantó cuando más la necesitaban. El pequeño dragón empezaba a planear por el aire, provocando también gritos de imperianos que lo consideraban amenaza.

Esmeralda sonrió por primera vez, sin embargo su sonrisa se desvaneció cuando notó a Ezra tratando de salir de una roca que lo había aplastado por completo. Escurría sangre por la cabeza y por otras extremidades y parecía que su pierna derecha seguía atorada debajo de aquel peso.

—Mi amor, no te preocupes, te sacaremos de aquí. —Esmeralda intentó levantar la roca, pero era demasiado pesada para ella.

Notaba la cara de dolor y desesperación en su esposo, así que el corazón le empezó a templar en desesperación.

—¡Dimitri! ¡Iniesto! —aquella gritaba mientras comenzaba a llorar, pero la situación fuera de los monarcas había evolucionado.

Los capitanes habían despertado de su asombro y pronto empezaron a dirigir a sus soldados y a los de Kánoa para atacar a Saunbunde.

Celta notó aquello de inmediato y corrió hacia donde estaban, esquivando los ataques y los objetos que seguían cayendo.

—¡Capitanes! ¡Detengan de inmediato el ataque!

El rubio y el moreno volvieron a entrar en asombro. No podían creer que su General finalmente estuviera de vuelta, pero por sobre todo, no podían creer lo que les estaba ordenando. Toda persona que hubiera vivido alguna vez en Imperia sabía sobre la leyenda.

La pelirrojas se posicionó justo frente a los capitanes, lo hizo con al fuerza que las dudas de ambos se fueron de una sola vez.  El brillo de la luna empezaba a tomar protagonismo, la luz que emanaba era esperanzadora, lucía como si el ejército imperiano estuviera reviviendo a manos de Celta.

—¡Sí, mi General! —respondieron a coro con las espadas en lo alto.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Dimitri alistándose para la batalla.

—Tenemos que calmar a la bestia y detener a esos dos —expresó señalando al barón y a Córmeo.

—Considérelo hecho, General —sentenció Iniesto con el gesto determinado.

No había duda de que aquellos eran los perpetradores de tanto caos. Aún no había tiempo de explicar el por qué de toda esa situación, sin embargo, por el gran respeto que le profesaban, ninguno cuestionó el plan. Celta, definitivamente, había sido la mejor General que alguna vez conocieron y aquello le permitía coronarse con confianza por encima de cada tropa del reino.

Los dos ambiciosos hombres comenzaron a comprender la situación. Las flechas, los ataques, la tierra que volaba de un lugar a otro no se encontraba dirigida hacia las supuestas bestias, sino que ahora estaba buscándolos.

El plan no estaba resultando como querían, por lo que recurrieron inmediatamente a su siguiente estrategia: El ataque.

Pronto, la tierra volvía a provocar desastres en Kánoa. Parte del precioso palacio antes dorado e impoluto, ahora se encontraba en ruinas. Esmeralda había tardado demasiado, pero finalmente logró rescatar la pierna de Ezra y le ayudó a caminar hacia el ejército para que lo socorrieran.

—¡Llévenlo pronto a Nitris! Necesita atención inmediata —ordenó a unos soldados para después acercarse a los capitanes—. Si pudiera, iría con él —confesó—. Pero siento que este es un momento en el que mi reino me necesita.

Los enemigos atacaban a diestra y siniestra. Esmeralda quería retirarse, sin embargo, finalmente encontró dentro de sí el deber que el reino le solicitaba. Estaba ahí, dispuesta a dejar incluso al amor de su vida por defender la tierra que le pertenecía.

—¿Qué necesitas? —cuestionó Esmeralda cuando finalmente pudo colocarse junto a Celta.

—Que calmen a la creatura. La leyenda no es cierta, no son bestias. Está asustada y el único peligro aquí son esos dos.

La monarca asintió y se retiró a otra parte del terreno para dirigir a aquellas personas que seguían atacando a Saunbunde.

La magia de ambos hombres les parecía suficiente para esquivar todos los ataques, pero Celta pronosticaba que la victoria no tardaría en llegar. Sin embargo, aquello que la preocupaba era volver a la calma a Saunbunde. Estaba demasiado alterada. No hacía caso al hecho de que los ataques habían cesado.

Pronto, escuchó un sonido conocido. Era el pequeño ruido que hacía su amigo, miró alrededor pero no vio a nadie. El bô tampoco estaba. La mirada de Celta se levantó al horizonte y ahí, justo como lo necesitaba, notó a la fila de dragones que venían liderados por Baracia.

La tierra brilló, sabía que era Trontio, y mientras aquello provocó desmayos y pánico incontrolable en los habitantes de Imperia que presenciaban todo eso; para ella, fue una confirmación de que tenían esperanza.

Los dragones llenaban el cielo imperiano como hacía tanto no pasaba. El ejército continuaba en esfuerzos para poder derrotar a los dos aparentes hechiceros. La destrucción seguía y las personas lloraban por la desesperación.

—Eres un gran amigo —dijo para el pequeño dragón en cuanto estuvo cerca. Percibió un guiño de su parte y acto seguido, planeó alrededor de Saunbunde.

El fuerte rugido de Baracia se escuchó. Saunbunde parecía estar reaccionando por primera vez, después de todo, habían sido hermanos, guardianes, por muchas eras juntos. La aparente conversación se adornaba con la danza que hacían los dragones alrededor de la creatura.

El brillo de la tierra se había reducido al área que ocupaba aquel enorme ser, parecía estarle comunicando algo también, porque pronto, los rugidos empezaron a ser menos frecuentes. Baracia ahora también lo rodeaba. El ánimo de la bestia, después de tanto, cedió.

El ejército imperiano aprovechó la distracción en el barón y su compañero, puesto que miraban con horror cómo la bestia ahora era mansa. Un movimiento en falso y la batalla pareció ganada, pero en cuanto notaron las espadas a punto de derrotarlos, desaparecieron sin dejar el más mínimo rastro.

Un silencio absoluto llenó todo. Los dragones bajaban para descansar de su labor. Baracia y Saunbunde los miraban a todos desde las alturas. El ejército estaba anonadado.

La aparente victoria hubiera recorrido los centímetros de ese territorio con euforia, pero en honestidad la tristeza era más grande. Esmeralda caminó, por primera vez, por un campo lleno de cadáveres. Algunos eran visitantes, otros eran imperianos. Cómo era posible que bajo su reinado pasara la primera gran tragedia de esa magnitud. Ni siquiera cuando se levantaron en armas para reclamar el trono de Ciro aquello había tomado esa seriedad.

No pudo más que desvanecerse sobre la tierra y llorar amargamente. Con el cabello enmarañado en la corona y la sangre de Ezra que se había secado en sus manos.

Kánoa había caído esa tarde.


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Ni siquiera el paso de los días calmaba aquella pena. Kánoa, una de las regiones más vivas había quedado prácticamente destruida. Las Lirastras fueron refugiadas en el castillo de Nitris.  Síndermun estaba con ellas. Afortunadamente, el laberinto quedó intacto.

Los pobladores habían sido acogidos por hogares de diversas regiones, Imperia entero era un mar de tristeza.

Las reparaciones de la región costarían al reino una fortuna, pero dejar a Kánoa en ruinas también representaría catastrófico para la población. Ser la gobernante se estaba volviendo más complicado de lo que Esmeralda alguna vez pudo pensar.

—Majestad —anunció Celta desde la puerta de su oficina.

—Celta... sabes que puedes pasar. —Esmeralda rompió su ensimismamiento y le abrió un lugar en su pequeño sillón.

—Los reinos a veces pasan por dificultades terribles —empezó a decir la General, con aquella manera tan suya de hablar—. Pero no debes dejarte arrastrar por la tristeza de los mismos.

Esmeralda escuchó las palabras, pero no podía comprenderlas por completo. Todo ese tiempo había batallado con la sensación de ser una mala gobernante y ahora que se encontraba en esa situación, no podía más que confirmarlo.

—Perdimos a muchas personas —expresó la monarca soltando una lágrima—. Pero algo que también ha sido difícil, es que los nobles de otros reinos parecen querer romper toda relación con Imperia. El reino se encuentra en un caos terrible. No sé cómo salir de esto.

Celta le brindó una mirada esperanzadora. Era verdad, en ese momento las cosas no estaban resultando de lo mejor, Ezra se seguía recuperando de aquel accidente, la estabilidad pendía de un hilo.

De pronto, la General soltó una pequeña y suave risa.

—Mi mamá solía decir que siempre que la oscuridad es absoluta, es porque está a punto de nacer un nuevo tipo de luz —expresó la General. Esmeralda estaba sorprendida, porque Celta jamás revelaba nada demasiado personal—. Ella murió por descubrir la conspiración y... esto es mucho más profundo, Esmeralda. Hemos liberado a todas esas creaturas que ahora andarán libres por la tierra que les corresponde.

—Gracias —dijo con sinceridad. Miró hacia la lejanía, suspirando para calmar la pesadez del alma—. Supongo... que es hora de probar de qué somos capaces.

La Reina y la General estrecharon sus manos. Una alianza que sería necesaria para salir adelante. Nunca antes se vio dos líderes así. Era tiempo de madurar.

El cielo de Imperia ahora estaba plagado de preciosos dragones. La vida pintaba transformación. La guerrera de fuego había nacido dentro de Celta, dentro de todos. Desde ese día, las cosas en Imperia no serían igual. Había llegado el momento de la nueva era.


FIN

Continuará en Imperia IV...

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