29. Conquistadores
La tierra tembló al notar que Baracia despertaba. Era la profecía de la que tanto había temido. Ahora estaba frente a sus ojos, tan real que le hacía temblar las rodillas.
Después de levantarse con toda calma, la pelirroja intentó acercarse. Su plan original, matarlo, había quedado muy atrás. Ahora, lo único que quería era que alguien le asegurara que no estaba soñando. Que realmente tenía el privilegio de poder estar con alguien de esa magnitud de importancia alguna vez en su vida.
El pequeño dragón se acercó corriendo hacia la enorme bestia. Si de por sí lucía diminuto junto a los demás, junto a aquel ser, parecía nada más que una pequeña roca moviéndose con entusiasmo.
Los fuertes ojos de Baracia bajaron hacia donde estaba el dragón y le miraron cristalinos. Finalmente, movió una de sus patas y cobijó al cachorro, como si se tratara de un padre que finalmente se reúne con su hijo.
Esa impresión daba Baracia, ser el padre de todo lo que podía observar a su alrededor. De una manera tan fuerte que podía incluso haber creado el aire sin haberle avisado a nadie, o el piso, sobre el que se encontraba la misma guerrera.
Notó en la calma con que acarició al pequeño, que ese plan estaba resultando terrible. No podía pensar en que sería nada menos que una vil barbarie asesinar a un ser tan maravilloso. Algo no cuadraba en todo aquello y estaba harta de vivir en la oscuridad de la ignorancia.
—No debería estar aquí —dijo la mujer hacia los dragones. Finalmente, ya no se sentía tonta al hablarles, puesto que tenía la impresión de que ellos comprendían mucho más de lo que ella alguna vez podría ser capaz—. He sido enviada por una extraña misión que... Necesito comprender en dónde estoy, necesito... respuestas.
Ambos dragones fijaron su semblante en la pelirroja. El pequeño salió corriendo fuera de la cueva. No porque tuviera miedo o porque estuviera huyendo, sino, porque parecía que el tiempo de estar en la guarida de Baracia, había terminado. Y así lo fue, porque el enorme dragón empezó a espabilarse totalmente para hacer temblar aún más la tierra y salir de aquel conjunto de rocas que le habían estado protegiendo.
Celta creía que llevaba ahí, probablemente, miles de años, pero lo que no sabía era que aquella no era una guarida cualquiera. En realidad, esa era una prisión. Notó que sus patas estaban lastimadas, un montón de cadenas las sujetaban con fuerza. Se sabía que las bestias habían sido recluidas en "cárceles de máxima seguridad", pero pareciera que los antiguos gobernantes tan solo encerraron a las creaturas en sus propias guaridas.
Comprendió al instante que aquel era un insulto, así que buscó de nuevo su hermosa espada para blandirla en el aire y comenzar a golpear las cadenas. Aquella no fue una tarea sencilla. Los brazos estaban tan acalambrados que ya no los sentía, cuando la última cadena se rompió.
El sol tocó la poderosa piel de aquel dragón, Celta se tapó los ojos para no quedar deslumbrada. Se levantó en vuelo, aunque no tuviera alas, provocando que el viento corriera a velocidades que ella no esperaba.
Después de estirarse un poco, regresó al sitio en el que había dejado a Celta. Una rápida mirada le indicó que era momento de montarlo para ir a otro lugar. Con un genuino miedo escondido, la mujer asintió y empezó a acercarse a Baracia.
Llevaba toda la misión con la intención de destruirlo, ahora, estaba ahí, sobre su lomo a punto de despegar en una de las aventuras más descabelladas que había tenido en toda su vida como guerrera.
Mientras Baracia levantaba el vuelo, Celta empezó a escuchar que el valle despertaba. Un montón de rugidos de otros dragones se escuchaban en el ambiente. Eran algo así como gritos de guerra o saludos respetuosos, si se le quiere ver así, hacia el que era indiscutiblemente su líder y que, finalmente, regresaba.
Estaba segura de que sus latidos se habían detenido en cuanto el dragón empezó a volar. Jamás en la vida pudo experimentar algo como aquello. El viento, tan poderoso estaba rodeándola con un ímpetu impresionante. Era una representación de la vida respirando. Inhalaba y exhalaba esa adrenalina, mientras notaba el valle quedando cada vez más pequeño.
No supo cómo pudo sostenerse con tanta fuerza de Baracia, puesto que el dragón se movía a velocidad sobrenatural. Empezaron a atravesar las nubes y en un vuelco del camino, el majestuoso torció a la derecha para descender en otra dirección.
Le hubiera encantado observar hacia dónde se dirigían, pero en realidad era imposible, por la cantidad de nubes que los rodeaba. Poco a poco, aquellas empezaron a disiparse con gusto, como dándoles la bienvenida, y un nuevo panorama se observó.
El valle era el mismo, pero ahora estaba un poco diferente. El verde era quemadura, cenizas. Como si hubiera quedado reducido a nada. En el centro, ese hermoso lago que formaba el centro, se encontraba seco, junto a lo peor que pudo observar la General de Imperia.
Esqueletos, toneladas de esqueletos calcinados entre llamas aún vivas. No sabía qué tipo de horror había sucedido y no pudo evitar pensar en su pequeño y nuevo amigo que había quedado abajo. Al tiempo que Baracia bajaba, observó que la zona estaba cubierta de banderas, y al reconocerlas, supo lo que pasaba.
Las patas de la asombrosa bestia tocaron el suelo y también lo hizo la pelirroja. Quedó con la garganta seca al quedar frente a una tela que ondeaba orgullosa, sin una pizca de polvo y solo un hilo de voz se presentó.
—Son las banderas antiguas de Imperia.
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