28. Entre símbolos ocultos

El día estaba más hermoso de lo normal. Quizá era por la manera en que el sol reflejaba las joyas en Kánoa, o por el ambiente festivo que se estaban viviendo. Esmeralda estaba en camino hacia la región que menos le agradaba, pero tenía la esperanza de que aquella reunión fuera mucho más amena. Finalmente, aunque fuera complicado coordinar con las Lirastras, ellas se volverían un faro para la nueva Reina en el arte de organizar eventos masivos.

En el carruaje iban Esmeralda y Ezra, pero también Kimiosea. La rubia había sido invitada por su amiga en la mañana de ese día. En parte porque quería la mayor cantidad posible de compañía, pero también porque quería retrasar la partida de su amiga el mayor tiempo que estuviera en sus manos.

Kimiosea le brindaba sonrisas de confort cada tanto. No sabía exactamente por qué, ya que la rubia había sido su amiga desde hacía demasiado tiempo, pero la percibía extremadamente distinta, como si tuviera claro que jamás estarían en la misma página de nuevo, porque su pensamiento era mucho más avanzado. Conocía más cosas, más secretos. La impresión que le daba en aquel momento era precisamente esa. Kimiosea parecía la madre que finge no conocer el río cuando su hijo le explica lo que cree que es.

El ruido del carruaje se detuvo de pronto y ante ellos se levantó la ostentosa imagen de las Lirastras de Kánoa. Bisnia y Diesta lucían mucho mayores. Finalmente, los pequeños crecen rápido y ya había pasado un tiempo considerable desde que Esmeralda había sido dama de compañía de la Lirastra Bisnia.

Las tres reverenciaron al mismo tiempo, era el momento de descender del carruaje y comenzar aquella rígida visita.

Kimiosea recordó la última vez que había estado allí, ella misma también se percibió diferente, pero era un sentimiento ya tan común para ella que simplemente lo pasó por alto. Tomó una postura fuerte y majestuosa, llamando la atención de las Lirastras, al avanzar con calma y poderío.

—Majestades —dijeron las tres al mismo tiempo antes de reverenciar profundamente a Esmeralda y a Ezra.

Se inclinaron levemente hacia Kimiosea, por protocolo, y después extendieron sus brazos para marcar a los invitados el camino a seguir.

La luz que habían admirado todo el camino, parecía incluso más hermosa entre los pulidos pasillos de ese palacio. Los candelabros de cristal hacían que aquella se colara entre colores para mostrar la verdadera naturaleza de ese espacio. Tan lleno de lujos y elegancia.

La comida fue puesta sobre la mesa, como era propio. Esmeralda no pudo evitar dar un vistazo a todos los que estaban rodeando la mesa. Se encontraban las asistentes de las Lirastras, listas para cualquier indicación, hace no demasiado ella misma estaría ahí, entre todos observando el asfixiante ambiente. Ahora, era la persona a la que todos querían impresionar con impecables modales y finos platillos.

Ezra sostenía una agradable conversación con la Lirastra. Aquella era una habilidad que ambos habían descubierto en el joven hacía poco. En realidad, por todo su historial, nadie hubiera sospechado que una de sus mejores cualidades era la diplomacia. Charlar con Ezra era como sumergirte en una burbuja en la que imperaban los temas interesantes, los elogios escogidos con cuidado y sin exageración, opiniones intrépidas, profundas o muy sabias, que provocaban más interés en el interlocutor. También eran conversaciones repletas de escucha y de muchas sonrisas divinas por parte del Rey.

Esmeralda se alegró al notar en acción las grandes habilidades de su esposo. Definitivamente, era el rey perfecto para Imperia.

—¿Cómo vas con todo? —preguntó Esmeralda a Diesta en un momento de distracción.

Diesta parecía mucho más propia, aunque no de una manera negativa, como su hermana. Era sobria, pero desprendía un aura ligera.

—Estoy excelente y las cosas van de la mejor manera. Síndermun es hermosa, realmente así lo es. Nos ha robado a todas el corazón —dijo señalando con discreción a su madre.

—Eso sí que no lo creo posible —expresó la Reina en voz casi imperceptible, al igual que la sonrisa de su interlocutora.

Kimiosea alcanzó a escuchar la conversación y dirigió su tranquila mirada hacia la Lirastra Fidanchena. Era cierto, tenía un gesto un poco distinto, aunque para el ojo poco observador, probablemente era imperceptible, pero para la rubia era tan claro como saber cuando ha llegado el invierno.

—Lirastra, ¿cómo se está comportando la princesa Síndermun? —cuestionó Esmeralda mientras picaba su ensalada. Ahora que sabía que la Lirastra se había encariñado particularmente con la pequeña, no podía evitar querer saber más sobre el vínculo o sobre el desarrollo de la infante en el palacio de Kánoa.

Se notó un leve destello en la mirada de la seria mujer. Era como si estuviera tratando de reprimir la enorme felicidad que brotaba por su expresión.

—Es una niña muy bien portada. Se nota su linaje, majestad, se ha comportado de la mejor manera —respondió con calma—. Estoy segura de que crecerá para ser parte de orgullo a la nobleza imperiana.

Esmeralda sonrió asintiendo con la cabeza.

—Espero volver a verla pronto —argumentó.

—Puede verla terminando la comida, majestad. Muy probablemente ella ya haya despertado de su siesta. Es muy especial, tiene horarios precisos y los cumple como reloj —finalizó la Lirastra bebiendo un poco de su agua para tranquilizarse.

Ciertamente, la llegada de Síndermun al palacio de Kánoa, había cambiado muchas cosas. La Lirastra Fidanchena había despertado nuevamente un sentido maternal hacia la pequeña, aquel fue tan grande que extendió ese renovado amor hacia sus hijas. La llegada de aquella importante pequeña había unido a la familia real de Kánoa como ni siquiera el tiempo y la sangre pudieron.

Cuidarla se había convertido en una prioridad para las Lirastras. Conocían la importancia de lo que les habían encargado. La seguridad de todo el reino pendía de que esa pequeñita estuviera a salvo.

Esmeralda no sabía muy bien el por qué de su decisión, en especial porque ella había vivido en carne propia a la familia de esa región, con todas aquellas estrictas reglas. Sin embargo, una voz en su interior la había empujado hacia aquello. De esas cosas que su madre diría, eran destinadas, porque no tenían ni la más mínima explicación.

Después de aquella deliciosa cena, los reyes fueron invitados a ver a la princesa Síndermun en su habitación. La Reina la tenía muy presente, porque aquella imagen era difícil de borrar de una sola vez. Los rizos color blanco que caían por esa delicada cabecita, la piel aperlada y ese semblante tan etéreo, que hasta la misma reina Ildímoni quedaría opacada ante tal esplendor.

En cuanto la puerta de aquel enorme cuarto se abrió, el corazón de todos se detuvo de inmediato. Era como si hubieran dejado el aire vaciarse para dar paso a la princesa. Aquel enorme cuarto lucía curioso con la única cuna que se encontraba al centro. La luz del sol buscaba con ganas a la princesa, ella también estaba creciendo muy rápido

Esmeralda no pudo evitar sonreír mientras colocaba la mano sobre su vientre. En meses, podría ver a su propio bebé así como se encontraba la princesa Síndermun, tan tranquilo, tan en paz.

Pensó por un momento en que tendría todo, excepto la enorme presión que caería sobre los hombros de la princesa en cuanto fuera mayor y estuviera más expuesta al rapto por parte de sus enemigos. Sin embargo, una realidad regresó a ella como un yunque. El príncipe también era dueño de un destino de precaución.

—Es muy hermosa, están haciendo un trabajo increíble —expresó la Reina, tratando de no dejar en claro lo que estaba pensando.

—Le agradezco, majestad —respondió la Lirastra con sinceridad.

Después de aquello, todos salieron de la habitación, a excepción de Kimiosea, que se acercó con cautela hacia la cuna.

—Síndermun —dijo con solemnidad al tiempo que le regalaba una sonrisa a la pequeña—. Te esperan grandes cosas.

La rubia movió la mano lentamente, al mismo tiempo, un collar de oro iba apareciendo en el cuello de la pequeña. Lo hizo con tanta delicadeza que la bebé no se despertó, ni hizo movimiento alguno.

Kimiosea sonrió satisfecha y siguió a los demás hacia los jardines de Kánoa.

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