19. Bajo la luna

Celta miró por última ocasión el castillo de Figgó. Le parecía que realmente era aun lugar en el que debía detenerse a pensar con mayor cuidado, pero no había nada más que hacer ahí por el momento. Tendría que buscar otra forma, aunque hubiera sentido toda esa travesía como una pérdida de tiempo.

Abrió con cautela la pequeña ventana y alcanzó a ver la clara oportunidad que tenía para deslizarse por ahí. Un enorme estandarte que caía casi hasta el suelo la invitaba a escapar.

Aquella pelirroja respiró y simplemente saltó para tomar la tela. Volvió a sentir ese tramo de preocupación al tiempo que iba deslizándose con suavidad. La lógica le decía que aterrizaría en el césped, cuando curiosamente, aterrizó primero en el recuerdo que había dejado pendiente.

Después de la derrota en clase, al pie de las escaleras para los dormitorios, el profesor la esperaba con una medalla en mano y el gesto serio.

Esperó a que la joven estuviera lo suficientemente cerca como para entregarle la medalla en las manos y empezar a hablar.

—Es la medalla de mi padre —dijo él sin alterar siquiera un milímetro de las comisuras de su boca—. ¿Sabes por qué la tengo?

—No, señor —respondió rápidamente la pelirroja.

—Mi padre fue una leyenda en batalla, valiente, peleando al lado del General imperiano. Lo único que pudo matarlo fue su mente dispersa. Aquella siempre estaba lejos de donde debía estar.

Celta le miró con confusión y desvió los ojos hacia la medalla. Deslizó los dedos sobre el relieve. Tenía dos hermosos dragones que se miraban de frente y una estrella sobre ellos. Parecía ser bastante antigua.

—¿Sabe lo que pasó allá afuera, soldado Haston? Su mente perdió la concentración —expresó el hombre severo—. Se dejó a sus impulsos y los sentimientos la aprisionaron para derrotarla.

—Lo siento, señor —dijo la pelirroja volviendo a fijar su mirada en el suelo.

—¿Y sabe lo que acaba de pasar ahora? —cuestionó manteniendo la mirada en fuego—. Que le acabo de robar su daga mientras estaba distraída con una falsa historia sobre una medalla que tomé de la sala de reliquias hace unos momentos.

La kilométrica tela terminó y Celta aterrizó en la entrada del castillo, así como en la realidad. Parecía estar en un punto ciego. Aquello era una grave falla en la seguridad de ese castillo, una que pagaría la corona de Figgó unos años después.

La siguiente torre baja estaba tan próxima que Celta no pudo evitar mostrar una sonrisa por la torpeza de ese diseño. Un par de movimientos y aquella guerrera quedó fuera.

En la complejidad de la naturaleza, empezó a sentirse un poco débil. Le era poco común que no estuviera resultando nada a como lo había planeado, así que percibía la presión fuertemente en su pecho.

Después de un buen rato de correr lejos del castillo, se dejó caer en el césped y miró hacia el cielo. Necesitaba ayuda. Aunque no era algo que le gustaba, tenía que admitir que la necesitaba.

Algo que le diera una señal y pudiera empujarla de vuelta al camino.

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—Lo siento, de verdad —dijo Ezra al tiempo que miraba a Esmeralda dar vueltas por la habitación.

—¿Crees que para mí es sencillo? —preguntó la chica finalmente—. La visita de Shinzo me tiene como loca. No quería que ella supiera en este momento... Ahora, no lo sé, siento la presión de que es algo oficial.

—¿Oficial? —preguntó él levantando las cejas con tacto.

—Quizá es la palabra inadecuada —expresó suspirando—. Sé que ella me querrá dar consejos, preguntar cosas. La amo... pero no estaba lista para más presión.

De un momento a otro, la fortaleza de la chica se rompió. Las lágrimas empezaron a correr como en un río incontenible. Era como si el viento también reclamara lo que le correspondía, porque sus ventanas empezaron a golpetear acompañadas de una terrible orquesta.

Ezra admiró la luz de luna entrando para contrastar con toda esa escena. Suspiró con pesadez para limpiar la mente. En definitiva, habían pospuesto una charla demasiado profunda, pero las preocupaciones desbordaban como si se tratara de una taza de ífuo mal servida, tenía la impresión de que aquello podría quemarlos.

—Vamos.

Eso fue lo único que salió de él antes de extenderle la mano a Esmeralda con suavidad para invitarla a levantarse.

La Reina limpiaba sus lágrimas en el camino por los pasillos del castillo, tratando de averiguar qué se traía entre manos su esposo. Hacía realmente mucho que no veía una mirada tan determinada en Ezra. En la manera en que sujetaba su mano, percibió que algo diferente corría por las venas de aquel joven, quizá una esencia reprimida que ahora salía sin más.

Una llovizna empezó a caer con ímpetu sobre el castillo, pero Ezra siguió avanzando. La luna de afuera, coronada por aquel mal clima, parecía hacerla de esposa perfecta con la naturaleza, logrando un encuentro divino cuando ambos cruzaron el umbral para abrirse paso por uno de los patios.

Todos corrían para refugiarse de la inesperada lluvia, a excepción de los Reyes que avanzaban hacia las caballerizas con aparente calma. Cuando llegaron, la tristeza de Esmeralda se había esfumado, puesto que la curiosidad ahora era mucho más grande.

—¿Qué es lo que hacemos? —preguntó finalmente mientras limpiaba sus últimas lágrimas.

Ezra la miró un solo segundo directo al alma, con esa hermosa y mágica manera en sus grises ojos. Esbozó una coqueta sonrisa antes de responder.

—Escapamos.

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