3. Huir
Despertó en medio de un sueño reparador. Llevaba tiempo sin sentirse tan relajada. Se desperezó como pudo, pasó una de sus manos por los ojos, frotándolos con algo de fuerza. Se sentía sin fuerzas. Le gustaría pasar más tiempo durmiendo, pero no tenía ni idea de que hora era. Por un momento perdió la noción del tiempo, pero ni eso le importó.
Sonrió y dio media vuelta para empezar a abrir los ojos. Una pequeña luz se filtraba por una ventana y eso le hizo entrecerrar los ojos para darse cuenta de que no estaba en su casa. Entrecerró los ojos y las imágenes de repente, empezaron a llegar a su cabeza, como si fueran una sucesión de fotografías continuadas.
—¡Oh, no! —exclamó alarmada.
Inmediatamente, se llevó una mano a la boca y miró hacia la ventana cuando escuchó como su compañero de cama se movía. Lo peor de todo era que no había bebido tanto para poder fingir que se había olvidado de lo ocurrido. Cerró los ojos y trató de taparse, con la sábana que tapaba parte de su pecho. Su pulso estaba revolucionado. Solo esperaba alguna señal.
Nate se movió un poco más, incluso llegó a rodearla con el brazo, pero seguía completamente dormido. Soltó todo el aire que estaba conteniendo y se armó de valor para salir de ese problema. Movió la sábana y sacó el brazo al exterior, trató de mover el brazo de Nate con sigilo y después, empezó a bajar de la cama y recogió su ropa que estaba repartida por la habitación.
Había empezado muy mal su día y nada más había empezado. Al salir de la habitación se dio cuenta de que no estaban solos, un chico la estaba mirando con una ceja alzada y la vio bajarse la camiseta. A paso rápido caminó hacia la puerta, empezando a rebuscar en su bolso.
—¿Quieres un zumo? He comprado naranjas —dijo ese chico, estaba sonriente.
Rachell negó con la cabeza, sin abrir la boca, estaba completamente avergonzada. No se lo podía creer. Y estaba seguro de que ese chico había vivido muchas escenas parecidas con Nate y sus acompañantes. Abrió la puerta con seguridad y se metió en el interior del ascensor como si sintiera que, en cualquier momento, Nate trataría de detenerla. Pero no ocurrió.
Resopló dejando el bolso a un lado colgado del brazo y puso los ojos en blanco. No podía tener esa mala suerte. Se había olvidado por completo de recoger el móvil de las manos del camarero y a estas alturas ya lo habría vendido.
No paraba de preguntarse cómo había ocurrido todo tan rápido. No se arrepentía, al menos no del todo, porque se divirtió, pero sabía que no iba a repetirse. Pues no volvería a ver a Nate. Porque les diría a los del programa que eliminaran esa cita. No podía cometer otro error como aquel.
Al bajar del ascensor, abrió el mismo portal en el que ayer se sintió diferente y salió a la calle principal, algo agitada por los recuerdos. Paró al primer taxi que encontró por el centro de la calle de Brooklyn, miró el reloj y se horrorizó. Tenía una enorme lista de cosas que se le estaban yendo de las manos y a todas ellas, podía sumarle que iba a llegar una hora y media tarde al trabajo.
***
El gran edificio en el centro de Nueva York, le dio la bienvenida con las puertas corredizas abriéndose. Paso a grandes zancadas hacia el ascensor y recibió una mirada extrañada de Amanda, una secretaria que parecía acabar de entrar a su turno. Se habían subido juntas y sintió que su cara estaba delatando la noche que había pasado.
Respiró nerviosa y carraspeó, alzando la cabeza, no podía parecer una loca, que era justo lo que estaba pareciendo. Asintió a Amanda y soltó una pequeña sonrisa ladeada. Las puertas metálicas le dieron paso al piso en el que estaba su oficina y antes de seguir caminando entre las mesas de todos sus compañeros, decidió pasar hacia el baño.
Tenía que pensar rápido que debía hacer. No podían saber que su cita se había salido de su propio control y necesitaba comprar un móvil nuevo. Abrió el grifo del agua y pasó sus manos por las hebras de su pelo despeinado, parecía que hubiera peleado con un perro salvaje. Suspiró de nuevo y se miró en el espejo, sonriéndose a sí misma.
«No has estado nada mal», reconoció en voz alta.
La puerta del baño se abrió y su cara denotó seriedad de nuevo. Pasó por la espalda de la chica que había entrado y fue hacia su oficina. Entró decidida a adelantar el trabajo que todavía tenía pendiente. Solo tenía que acceder a su correo y por fin, contestar a ese mensaje que no vio ayer. Se sentó y respiró hondo, asintiendo.
Era lo único que tenía que hacer. Olvidarse por completo del desconocido que la enloqueció en el bar más mugroso, que había pisado nunca.
Se colocó recta, estirando su espalda un poco, como siempre. Estaba intentando recuperar su normalidad. Y era algo bueno. Movió su mano hacia el pequeño teléfono que comunicaba con el despacho de Sam, para pedir su café. Y se dio cuenta de que extrañaba mucho su móvil, se había acostumbrado a hacerle una perdida y no sabía cuál era la extensión para llamarle.
—Venga, concéntrate —se dijo a sí misma nuevamente—. Puedes vivir sin móvil. Por supuesto... Mira como te fue ayer la noche.
Su conciencia no dejaba de atormentarle de nuevo con imágenes que le hicieron sentir el calor emanando de su propio cuerpo. Nate había conseguido despertar la pasión más oculta que existía en ella. Sintió el ardor en su pecho y vio sus ojos, al besarla, cerró los ojos y pasó su mano por su cuerpo, como si estuviera reconociendo que él seguía con ella.
«¿Qué haces, Rachell? ¿En el trabajo? No, céntrate», se dijo a sí misma y negó con la cabeza, para volver a sus quehaceres.
Marcó la extensión que creyó conveniente y suspiró. Tardaba demasiado para ser Sam, era evidente que se había equivocado. Colgó y miró hacia la puerta, sería extraño caminar toda la oficina para encontrarse con su amigo, pero no tenía de otra.
Se puso firme y volvió a retocarse la falda, intentando parecer tranquila. Sam, era capaz de leerle la mente y tras la noche anterior, la tenía demasiado sucia. Además, de las ensoñaciones eróticas que estaba teniendo. Pensó que se estaba volviendo loca, pero no podía sacarse de la mente a Nate. Todo lo que hicieron, y lo mucho que deseaba repetirlo.
Caminó con la cabeza alta por los grandes y largos pasillos de la oficina. Todos los trabajadores la miraban, como si lo único extraño fuera que hubiera repetido ropa, nadie parecía darse cuenta de que estaba yendo a buscar su café. No le pasó tampoco por alto que todos se ponían a trabajar a medida que se iba acercando. Iba a ser la comidilla de la oficina durante semanas. Amanda la había pillado despeinada y seguramente se había podido imaginar la situación.
«Peor que eso, seguro que piensa que me acosté con mi primera cita... ¡Ah, no! Eso fue justo lo que pasó», reflexionó, a la vez que sus pasos ya llegaban a la oficina de Sam.
No tocó la puerta al entrar, simplemente miró directamente hacia Sam, que sostenía un bollo con la mano derecha y tenía los pies sobre la mesa como si estuviera ligando por teléfono. Frunció las cejas y Sam colgó el teléfono de golpe, bajando los pies de la mesa y encendiendo el ordenador. Lo que le faltaba a su día de hoy es tener que ver que nadie en esa empresa trabajaba.
—Son las diez y media. Sam, ¿Qué haces? —preguntó ella, indignada.
—Esperaba tu llamada —dijo, intentando disimular—. ¿Has llegado tarde?
—Algo así, tengo trabajo que hacer. Tienes diez minutos para mi café —dijo, segura.
La seguridad que demostraba trabajando no era ni de lejos, la que había demostrado ayer en la cita. Empezó a sentirse mal y culpable por lo que había hecho. Nate había conseguido sacar lo peor de su ser o lo mejor, según por donde se mirará. Recorrió de nuevo el camino, a la vez que escuchaba los cuchicheos que surgían de sus compañeros.
«¡Bravo, Rachell! Menos mal que querías aparentar normalidad», exclamó su conciencia.
Volvió a sentarse dispuesta a usar su ordenador para solucionar todo lo que ayer había estropeado y la contraseña no parecía funcionar. Arqueó las cejas, dispuesta a volverlo a intentar. No podía ser. Tendría que perder el tiempo yendo a comprarse un nuevo móvil y además encontrar solución a lo de sus contraseñas. Definitivamente, era uno de esos días en los que no se tendría que haber levantado. Aunque tendría que haberlo hecho igual, porque no durmió en su cama...
Sam abrió la puerta y dejó el café sobre la mesa. Parecía analizarla, se sintió pillada sin tan siquiera abrir la boca. No había tenido tiempo de hablar y ya sentía que se iba a arrepentir de esa conversación. Su ordenador seguía sin funcionar, así que había pasado al modo manual para poder arreglar todo cuando tuviera algo con lo que poder trabajar. Se iba a tomar el día libre.
—¿Estás preparada para hoy? —preguntó, ella levantó la cabeza insegura de la libreta donde estaba anotando y le miró—. Para la primera cita del programa.
—¿La primera? —devolvió la pregunta, extrañada.
No lo podía creer. Las preguntas empezaron a surgir en su mente de forma inmediata. Tragó saliva y se levantó, dejando sobre la mesa la libreta.
«¿Con quién quedé?, ¿No estaba siendo grabada por nadie?, ¿A quién me tiré realmente?, ¿Ha pasado de verdad? Claro que ha pasado, boba, donde te has despertado», se preguntaba de manera insistente, «Esto no me puede estar pasando».
—Te he enviado un mensaje a tu móvil con la información porque me pareció que ayer no estabas nada atenta —concluyó Sam.
—He perdido el móvil —confesó, sintiéndose fatal.
Sam se acercó a la libreta y le anotó la dirección, causando que arrugara la frente. No podía ser todo tan horrible, debía recomponerse de ese revés que le había dado la vida. Suspiró y se acercó a la libreta, al menos, no era la dirección de ayer. Miró a su amigo, no estaba dispuesta a confesar su error, había sido una noche maravillosa, pero quedaría en el olvido.
Le contó dónde iba a estar toda la mañana tras hacer su primera reunión y le dijo que le enviara un taxi a recogerla para la cita. Iba a olvidarse de Nate, entrando en el juego del programa. Sería lo mejor que le podría pasar.
Cuando saliera ya solucionaría el tema del móvil y de la contraseña del sistema operativo de su portátil. Solo esperaba que su día pudiera ir mejorando y todo aquello quedara como una horrible, pero magnífica anécdota.
***
La reunión había sido tediosa, demasiado larga y quizás algo aburrida. Había presentado las dos ideas principales para el nuevo proyecto y el señor Holmes, todavía parecía no estar convencido. Era muy complicado llegar a un acuerdo con él. Quería algo más urbano y aunque tenía ideas innovadoras, arrugaba la frente y negaba con la cabeza.
«Nada le ha parecido bien», se dijo al salir, soltando un suspiro.
Ya lo había advertido, no era su día. Bajó del taxi un rato después, estaba segura de estar en el sitio correcto. Era el distrito comercial de Nueva York. La calle estaba repleta de tiendas y todo era precioso. No había señores con crestas por ningún lado, eso era una buena señal. Se alegró de eso y también de ver la furgoneta del programa, donde se acercó con timidez.
Una vez se hubo presentado, le dijeron que las cámaras estaban repartidas por el local y en qué mesa se debía sentar y colocar. No había pérdida posible. No podía volver a fastidiarla y no se iba a presentar a nadie que no fuera su cita. Grabó unas pequeñas escenas explicando su situación de forma contenida, le hicieron falta más de dos tomas para poder continuar.
El restaurante era precioso, grandes manteles blancos decoraban todas las mesas y tenía unas buenas vistas de la calle. Sus ojos se cruzaron con los de un hombre moreno, llevaba traje y tenía la barba recortada a modo pulcro y milimétrico. Seguramente cuando hicieran la presentación de su primera cita, justo debajo de su nombre, en un letrero, pondrían; Abogado, de alto nivel social. Busco la mujer perfecta para criar a mis hijos.
Esa idea retorció su mente un poco, pero como ya le había dicho Sam dos días antes no debía ser exigente. Se sentó y le sonrió de modo amable después de darle un beso. Era un hombre agradable, no dejaba de alabarla y de comentar lo guapa que se veía. La conversación fluía sin más porque hablaban de trabajo. Él parecía atento a todo lo que contaba sobre el último contrato que estaba a punto de cerrar.
Andrew, tenía 31 años, era abogado. Tenía su propio bufete y no había tenido suerte en el amor. Estaba divorciado y su mujer había intentado adquirir parte del patrimonio familiar. Sin embargo, resolvió ese tema bastante rápido. Era un buen partido, aunque le parecía que su forma de ser no coordinaba con todo lo que ella era.
—¿Y tienes hijos? —preguntó, curiosa.
—Me encantaría —contestó, sonriendo—. ¿A ti te gustan los niños?
—No me lo había planteado. He estado muy enfocada a mi trabajo últimamente —respondió, estaba siendo una conversación agradable así que decidió abrirse un poco más—, pero si los tendría, me gustaría que pudieran estudiar y tener todo...
Iba a continuar hablando, pero un sonido le hizo detenerse, arqueó las cejas, molesta. Le gustaría poder haber seguido hablando, pero Andrew descolgó el teléfono seguro, como si no le importara nada lo que quería decirle y enseguida supo que iba a estar un buen rato sin poder hablar, sabía cómo se podía alargar una llamada por trabajo.
—Sí, por supuesto... Lo entiendo ¿Hay violencia? —preguntó Andrew en un tono muy formal—. Podría verlo esta tarde... Sí, ahora estoy ocupado, pero dentro de media hora ya habré acabado.
Se colocó bien la corbata y no la estaba mirando. Eso también consiguió molestarla. Todo iba bien hasta ese momento. Ella se llevó la copa de vino a los labios y bebió de forma lenta, tenía que encontrar la forma de distraerse, porque no tenía su móvil. Y también, porque la estaban grabando y esa vez si se estaba dando cuenta. Tenía un gran foco delante de la cara y veía a los cámaras moverse por el local.
Ese trago la transportó de golpe al lugar donde se encontraba ayer. Ese vino no tenía nada que ver con la cerveza, ni tampoco con la hamburguesa y desde luego el hombre que tenía delante, no era Nate. Todo era distinto, le gustaba, pero a su misma vez, estaba extrañando la conexión que había adquirido con aquel chico de los tatuajes.
—Me parece interesante... Por supuesto, no es un caso fácil, pero necesito que la policía científica lo investigue antes... Solo quiero ganadores en mi equipo, ya lo sabes —continuaba Andrew y al decir la última frase, la miró, sonriendo.
Fingió una sonrisa, indignada. Estaba intentando impresionarla. Era una frase que hubiera dicho su padre. Volvió a sujetar la copa de vino, dando un largo trago, esperando que el alcohol le hiciera esa media hora más amena. Fue más reveladora la llamada de teléfono, que la conversación que estaban teniendo. Andrew no era la persona indicada.
Se fijó de repente en la puerta del restaurante. Uno de los camareros la estaba abriendo y alzaba una ceja, extrañado. Fue inconfundible, otra vez, como si de un imán se tratara, no pudo apartar su vista de allí. Aún sin ver bien de quién se trataba, estando lejos de la entrada, sabía que era él. Una parte de ella deseaba que fuera cierto y a la otra, le aterrorizaba. Negó con la cabeza, llevándose el último trago de la bebida a la boca, tranquila. No podía estar allí.
Pero sus ojos se cruzaron de inmediato, y le vio guardando algo en su bolsillo, y sin quererlo, escupió el vino que tenía en la boca como si fuera una fuente. Empezó a disculparse, a pesar de que Andrew ni siquiera se había dado cuenta. Sujetó una servilleta y limpió la mesa, se sintió de repente intimidad.
«No puede ser», pensó.
Su mente volvió a divagar en los instantes que pasaron juntos la noche anterior. Aquellos besos recorriendo su piel. No podía sacarle los ojos de encima y temía que él se acercara como si nada. Ni siquiera sabía qué hacía allí. Vio como Nate se sentaba seguido del camarero que le tendió la carta con extrañeza. Le vio sonreír y después miró hacia delante, poniendo la espalda recta, tratando de hacer ver que no estaba allí.
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