XVII: instintos salvajes
Ella se encontraba en medio de un cementerio cerrado, en una noche de invierno de mil novecientos ocho. Estaba envuelta en una profunda oscuridad, una que, de forma clara y sin lugar a dudas, iba mucho más allá de la realidad. Se encontraba rodeada de algunos pinos que le otorgaban al lugar, junto a una repentina y terrible niebla, un aspecto bastante tenebroso. Las tumbas de los muertos parecían encontrarse allí, oyendo y viendo todo lo que a su alrededor sucedía; se encontraba bajo aquella especie de estatua que se erguía en el medio, que parecía tratarse la de un bondadoso ángel que contemplaba todas las sepulturas de los fallecidos, algo que parecía encontrarse allí para otorgarle la paz y un descanso eterno a todos los muertos.
Sin embargo, en esos momentos, a ella le había dado la más que desagradable impresión de que se trataba de un ángel caído en el mismísimo infierno, de un terrible, desagradable e implacable mensajero de la muerte.
Más allá, sobre la misma, las grises nubes habían cubierto por completo el cielo, excepto, por algún que otro fino y tenue rayo de luz, que provenía de la luna; parecía tratarse de una maldición infernal que le otorgaba al centro del lugar donde la muchacha estaba parada, unas cuántas inoportunas sombras que, sin duda alguna, eran provenientes de los árboles. Sin embargo, según los más retorcidos detalles de su fatigada mente —como así de su increíble imaginación—, fueron tomando, de a poco, la forma de cientos de miles de demonios —o de bestias—, que se encontraban allí admirándola.
Jocelyn ya no había podido resistirse más, pues todo su ser sucumbió ante aquellas sombras y, a final de cuentas, había caído rendida de rodillas ante aquel ente infernal. Su frágil y debilitada humanidad ya había sido corrompida por aquella mirada tan siniestra y, esa sonrisa en la que solo se podía apreciar una creciente ira maligna, sólo conseguía hacerle sentir constantes escalofríos, algo que siempre lograba dejarle un amargor en la base de su garganta. Tomando todo eso en consideración, le resultaba extraño que apenas estuviera percibiendo un vago dolor; parecía estarle molestando desde algún tiempo, quizá, desde hacía cuatro o cinco días o, tal vez, desde hacía más de una semana.
«Solo se ha debido al esfuerzo por estar gritando todo este tiempo, por eso no me extraña que haya quedado afónica» se dijo a sí misma, con el objeto de dejar de preocuparse por algo que, probablemente, no era más que uno tontería sin sentido. Sin embargo, de alguna que otra manera, ella siempre había sabido que todo estaba relacionado con aquella cosa innombrable, fuera lo que fuera, que tanto había logrado corromperla y que aún seguía haciéndolo y negándose a dejarla en paz de una vez por todas.
Su rostro, a pesar de ser moreno —algo que era muy bonito y característico en ella—, había empalidecido de una manera increíble, sus marrones ojos habían adquirido una tonalidad mucho más apagada, más bien, opacos era la mejor palabra que lo definía; parecía ser que, de la noche a la mañana, se hubiera comenzado a quedar ciega. Se estremeció y se horrorizó como nunca lo había hecho en su vida pero, a pesar de ello, no podía reaccionar, era como si se hubiera quedado paralítica por completo, mejor dicho, como si estuviera rígida, esa era la palabra que estaba buscando. Había sido como si ella misma se hubiera tratado de una criatura de piedra o de arcilla como, según se narra entre la creencia judía, lo fue aquel ser que llaman "Golem", era como si hubiera muerto o, en todo caso, como si aquel hecho horripilante estuviera pronto a llevarse a cabo.
Pese a todo, intentó combatirlo y, en algún punto, había logrado controlarse; sus capacidades físicas, en especial, las mentales —la razón en sí—, estaban regresando a la normalidad, poco a poco. Pero tan sólo unos instantes más tarde, comprendió que todo había sido en vano; pues parecía ser que había estado jugando con ella misma. El centro mismo de sus pechos parecía haberse encogido, el ritmo del bombeo de su corazón, que antaño había sido tan acelerado como nunca antes lo había estado durante toda su vida, había disminuido de una manera terrible, notoria y mucho más que considerable. Se le dificultó muchísimo mantener la constancia de su —débil y entrecortada respiración, de hecho, a duras penas lo conseguía, aunque había sido una jadeante, repleta de un avasallador, insoportable e indecible sufrimiento; cada momento en que respiraba, era como estar en el infierno, pues parecía que algo le pinchaba los pulmones y se los atravesaba como si hubieran sido del más fino papel del mundo.
Todo por lo que había estado tratando de detener a aquella perversa criatura opresora, había sido un desperdicio tanto de tiempo como de energía, quedó agotada y sus piernas presentaban un aspecto horrible; flaqueaban presa de la increíble debilidad a la que habían quedado expuestas. Perdió el equilibrio por completo y, tampoco, no logró amortiguar la caída: cayó con todo su peso, casi como si estuviera inerte por completo, como si fuera un simple cadáver y como si los tenues rayos de la pálida luna, que habían resurgido en una mayor cantidad por entre dos o tres grises nubes, la iluminaban de una manera peor aún que antes. Era como si se tratara de una verdadera maldición infernal, tan aterradora como desagradable. Las sombras de los pinos comenzaron a menearse lentamente de un lado a otro, como si estuvieran gozando con todo lo que a ella le estaba ocurriendo, como si estuvieran ofreciéndole un show de baile de muerte; parecía como si, entre las mismas negruras de aquellas figuras, se hubieran formado rostros diabólicos e inhumanos que reían a carcajadas por todas y cada una de sus desgracias. Fue incapaz de mover sus brazos y de evitar darse un fuerte golpe en el rostro.
Trató de pensar de otra manera, de que todo no era más que una pesadilla de la que pronto despertaría con lágrimas en sus ojos, debido a lo tan vívida —como escalofriante— que había sido. Pero sabía que se encontraba despierta, a la merced, en el centro de aquella aterradora necrópolis, rodeada de monumentos antiquísimos, tallados a mano con mucho esfuerzo, lágrimas y sudor. También, se percató de que toda aquella niebla que había surgido de la nada, había sido provocada, de alguna u otra extraña y misteriosa manera, por ella misma, como si hubiera sido una increíble máquina a vapor descompuesta.
Era consciente, además, de que había sido incapaz, al menos a esas alturas, de deshacer lo que iba a acontecer; quizá, muy dentro de sí, siempre había estado deseando no poder detenerlo, pues, como bien dije, ella ya estaba corrompida y lo había estado desde hacía ya un buen tiempo, desde hacía semanas, cuando había hospedado, con mucho gusto, a aquel individuo tan peculiar. Al rememorar eso, recordó que vestía de forma muy elegante, como si se tratara de una persona perteneciente a la realeza; su sombrero tipo bombín, el bastón que utilizaba para movilizarse —aunque no parecía hacerle falta alguna para hacerlo— y los finos trajes que siempre llevaba puestos, le otorgaban una personalidad única, bella y muy particular. El rostro era algo pálido y el cutis era tan suave como la ceda; los ojos celestes la habían encantado de inmediato, como si hubiera sido hipnotizada por ellos. Quizá había sido el error más grande de su vida el haber invitado a su hogar a aquel hombre que se había presentado ante su puerta, quitándose el sombrero de una forma tan cortés como nunca hubiera imaginado y que tenía ese bastón tan extraño como curioso, que presentaba la figura de una serpiente hecha de plata en el mango. Creyó, entonces, que quizá jamás debió aceptar que ese hombre se convirtiera en su inquilino.
Al fin toda su bondadosa esencia había quedado relegada en lo más profundo y abismal de su ser. Pese a sus desesperados y agónicos intentos por mantenerse lúcida, había dejado de existir, sumida en una profunda oscuridad, en una terrible desolación, típica de un alma y un cuerpo totalmente corrompidos por una cosa más abominable que la mismísima maldad, por algo mucho más perverso que la propia humanidad.
Pero, de repente, como un ángel caído en centro del infierno, volvió a ponerse en pie. Tanto su rostro, como también sus mejillas, volvieron a adquirir un color sonrosado, que, de una increíble manera, estaban rebosantes de color y de vitalidad; incluso, aquellas lastimaduras desaparecieron de un momento a otro, como si nunca hubieran estado allí ni existido. Fue como si aquella estatua —que tanto la había aterrado— le hubiera otorgado toda aquella maldita esencia que ella se había imaginado que poseía. Como si, de alguna misteriosa manera, se hubiera convertido en un monstruo horripilante debido a la forma en que ella había sido contemplada. Sus pechos también parecieron volver a la normalidad, aunque ahora, sin duda alguna, se podían admirar mucho más voluptuosos, como nunca antes lo habían estado.
Su instinto salvaje, asesino y despiadado pudo despertar de una vez por todas; su nueva, verdadera y única personalidad —una de un ente con una razón extraordinaria, absoluta y retorcida como la de ningún otro hombre—, consiguió imponérsele por completo a aquella otra, tan tímida y bonita, como tierna e inocente. La locura la había al fin. Esta había abierto sus ojos y no volvería a cometer el mismo error; aprovecharía todo el tiempo y comenzaría, luego de tanto tiempo de esperarlo, a saciar su anhelo de ver tanta sangre. En realidad, ella buscaba mucho más allá de todo aquello que se había propuesto... poco a poco —con firmeza , pero de lenta manera—, sin titubear un solo segundo, se dirigió hacia aquel chico rubio de ojos azules y tez morena que había divisado a unas diez cuadras del cementerio abandonado, que ya había dejado atrás hacía no mucho tiempo; comenzó a perseguirlo con un apetito abierto, insaciable, voraz y creciente. De una manera increíble veloz y casi desesperada —como si sus instintos se lo estuvieran pidiendo a gritos— comenzó a acelerar su marcha.
Se detuvo durante unos instantes, abrió su boca y, con su lengua —que ahora se veía mucho más grande que antes, más bien, debiera decir que enorme era la palabra adecuada, aunque eso pareciera ridículo— mojó las secas comisuras de sus carnosos labios, que eran tan rojos como la tonalidad del rubí, un color terrible e idéntico al de la sangre fresca. De una manera tan sensual como provocativa, algo que hubiera atraído y enamorado hasta al hombre más frío del mundo en mil novecientos ocho —y de cualquier otra época que pueda uno considerar—, se relamió, una y otra vez, como un animal hambriento que no prueba carne desde hace días enteros y que divisa, como si se tratara de un hombre que ve un oasis en medio del desierto luego de días y días de larga marcha, de cansancio y de sol, a la pobre criatura que está destinada a ser su presa, que sabe que va a ser su alimento y que se deleitará con un verdadero, único y exquisito manjar.
Sin dejar de apreciar el cuello de aquel delgado muchacho que se encontraba más allá, en la calle de enfrente, reanudó la marcha, siguiéndolo en su dirección y procurando hacer el menor ruido posible. Quería ser sigilosa para tomarlo desprevenido y, entretanto, la luz de la luna había reaparecido totalmente, las nubes se disiparon de su alrededor en su totalidad, y los haces la iluminaron por completo. Sus ojos pálidos ya no estaban así, ni siquiera eran marrones, la luz reflejaba el destello rojizo que ahora resaltaba en ellos, brillantes, fulgurosos, tan endiabladamente malignos y tan ansiosos como perversos y despiadados, inyectados en sangre y rebosantes de odio hacia todo aquello que tiene vida. La luz también quedó ahí, reflejando el terrible resplandor infernal de sus nuevos, mejorados y largos caninos, afilados en una perfección letal.
Por alguna razón, la chica sintió una molesta en su espalda y forcejeó un poco, con el objetivo de lograr algo. Luego de unos momentos, la tela de su rojo vestido se desgarró, dejando relucir cómo dos alas negras aparecían en su espalda y se elevaban hacia el cielo, de forma triunfal. Jocelyn, la chica bonita, tierna y bondadosa había muerto.
Jocelyn, la hija de la noche, la vampiresa hermosa, infernal y mortalmente atractiva, había nacido.
A la distancia, bajo la plena luz de la luna resurgida y gracias al viento, que comenzaba a soplar con una fuerza aún mayor con la que había estado haciéndolo hacía —tan solo— unos instantes, fue capaz de percibir los lejanos aullidos de los lobos que, pese a encontrarse tan lejos de ella, celebraban y reclamaban su regreso. La esperaban con ansias, mientras proseguían con sus aullidos desesperados para que, de una vez por todas, ella se alimentara y los invocara. Los hijos de la noche anhelaban servirla como siempre y ansiaban, cuanto antes, poder volver a reunirse con su hermana y madre, la hija de la luna; también ansiaban poder darse un festín, un baño de sangre con los lamentos de aquel pobre mucho.
Ahora, Jocelyn se había convertido en una vampiresa atractiva, que sería capaz de nunca jamás conocer el significado de la muerte ni del dolor, como así tampoco del cariño, del amor ni de ninguno de aquellos cálidos sentimientos que ya no poseería ni aunque lo deseara fervientemente. Se había transformado en el único, verdadero e indiscutible ángel de la muerte...
FIN
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