XVI: el reloj digital de Mateo Molinari
Miro a través de la ventana y las nubes me distraen un poco; sé muy bien que se trata de un viaje de negocios y que mi mente tiene que estar en el mejor estado posible para cuando llegue a mi destino. Siempre, desde muy chico, me ha gustado encontrarles una forma; en los viajes familiares, jugábamos a eso con mi hermanita, que tiene dos años menos que yo. En ocasiones —más seguido de lo que quizá me gustaría admitir—, llegábamos a pelearnos cuando no coincidíamos en las figuras que cada uno apreciaba, sin embargo, hacia el final de la noche, hacíamos las paces con un tierno y cálido abrazo; después de todo, nos amábamos demasiado y, desde luego, seguimos haciéndolo. Lo bueno es que ahora casi no tenemos discusiones y eso lo agradezco con todo mi corazón.
Volviendo a lo de las nubes, de alguna u otra manera terminé descubriendo que hacerlo me ayudaba muchísimo con los mareos —aunque quizá no en su totalidad— y ahora, de grande, que gracias a dios los he superado en gran medida, me ha quedado esa vieja costumbre que nunca seré capaz de eliminar puesto que me trae bonitos recuerdos. No solo la recuerdo a ella, sino a Misha, la gata familiar que era de un color naranja intenso; siempre se paseaba entre nosotros y, cuando empezábamos a discutir y Victoria comenzaba a sollozar, se tendía sobre sus brazos para brindarle su apoyo incondicional y una calidez envidiable. Ahora que lo pienso, debo decir que se lo agradezco muchísimo, pese a que más tarde me terminara disculpando en la pequeña, pero humilde, habitación que compartíamos.
Son bonitos recuerdos de una época en la que fui muy feliz, en la que no era presa ni de las presiones a la que uno se ve afectado en la adultez, así como tampoco de las cuentas e impuestos que parecen acumularse cada vez a un mayor ritmo. Son rescoldos de un tiempo en el que era capaz de tener una vida tranquila, sin preocupaciones ni tentaciones —que, según cada quien, suelen ser demasiadas— y en los que era capaz de concebir el sueño de una manera tan fácil que bien pudiera ser el deseo de cualquier persona de más de veinte o treinta años de la actualidad; siempre intento jugar con esas memorias, pues así suelo ser capaz de "regresar" a aquel pasado tan lejano como añorado y lograr relajarme con relativa simpleza. Éramos felices; quizá no teníamos mucho, pero el cariño de la familia, de nosotros y de nuestros padres, nos mantenía siempre con optimismo y algo más...
Sin embargo, ya no me encuentro en la década de los cincuentas y mi mente no es capaz de ayudarme a encontrar ningún refugio de ese tipo. Desde hace ya varias semanas que estoy sufriendo de un molesto insomnio y anoche no fue la excepción; incluso vengo perdiendo peso con regularidad y ya he adelgazado de manera algo notable; no es como si yo fuera a desaparecer, pero la ropa ya me está quedando un poco más holgada, aunque no tanto como para que me diera la sensación de que el pantalón se me fuera a caer, cosa que aborrezco con toda el alma. A penas sí pude conciliar el sueño durante diez o quince minutos, pero quien haya pasado por esto, bien sabe que esta condición puede debilitarte a sobremanera y dejarte sin ganas de hacer nada, cosa que sí está sucediendo y cada vez con mayor magnitud. Tengo algo de ansiedad y miedo ya que, por lo general, nunca solía afectarme tanto cuando dormía poco —o, mejor dicho, cuando seguía derecho hasta que diera el amanecer y, más tarde el mediodía, sin siquiera pegar un ojo durante todo un día completo, si no era más que eso—, pero en este momento siento que mi rostro se calienta un poco, que mis ojos comienzan a lagrimear y que un molesto ardor se hace presente en ellos. Percibo, además, un leve dolor en la sien derecha que temo que vaya a empeorar con el transcurso del viaje.
Lo de las nubes tampoco es como si fueran tan descifrables como se me hubiera ocurrido hace un tiempo; es que, literalmente, ahora estoy por encima de ellas y casi no veo nada. Tal vez esa sea una razón por la cual mi técnica de relajación parece no tener efecto alguno y la ansiedad sigue creciendo a pasos agigantados; se me ocurre que, de seguir de esta manera, entre en un ataque de pánico que, con mucha probabilidad, podría provocarme un ataque cardíaco o, al menos, una desagradable sensación de que eso podría llegar a suceder de un momento a otro, sin que yo fuera capaz de detenerlo ni, mucho menos, de evitarlo.
Consulto mi reloj con un poco de dificultad —mientras me paso la yema de mis dedos sobre los párpados, cosa que noto que alivia en buena parte la molestia— y noto que los números, grandes y brillantes —gracias a la luz que acabo de activar—, me informan que ya llevo cerca de tres horas desde que dio inicio el vuelo. Si bien desde siempre tengo problemas de la vista, esta es una de las pocas ocasiones en las que podría llegar a afirmar que me encuentro más ciego que un murciélago; afortunadamente, al humedecer los dedos con los labios, consigo que la visión regrese casi a la normalidad y, luego de quitar unas molestas lagañas, ya se podría decir que el susto se está terminando de diluir. Por alguna razón, que escapa a toda explicación que yo pudiera dar —quizá a alguien que le suceda algo similar podría ser capaz de explicarlo, la ver es que lo ignoro—, nunca me he acostumbrado a los relojes analógicos; en toda ocasión en que los he usado, me han dado mala suerte —desconozco, también, si solo a mí me suceden cosas de este tipo, aunque me gustaría creer que no me encuentro solo en esto—, sucede alguna catástrofe o algo por el estilo. Sé que quizá sea una tontería bastante exagerada de por sí, pero los digitales siempre parecen favorecerme, de alguna manera o de otra. El que llevo puesto ahora, tiene ya unos tres años de uso; quizá me acostumbré tanto a ellos por la simpleza que representan en su propia lectura y por ninguna otra razón tan sencilla como lo es esa. No se me ocurre otra cosa que pueda darle respuesta y quizá no sea más que una tonta superstición.
La molestia en los ojos, pese a que logra menguar un poco, sigue presente; si bien ya veo mejor, el ardor en ellos —pese a no ser tan intenso— sigue, es constante y, por esto último, bastante molesto. Es por ello que me pongo en pie y camino hacia el baño. Estoy algo abombado y mareado —cosa que tendría total lógica para cualquier persona—, y creo que eso puede ser apreciado por cualquiera. Por suerte, hay poca gente que vuela conmigo y nadie se percata de nada. Esto es una bendición, no tengo dudas al respecto. Esa es la magia del reloj digital; este ya está haciendo de las suyas de nuevo, no puede tratarse de otra cosa. Sonrío al pensar en ello, al considerar que de nuevo mi suerte está cambiando poco a poco en las ruedas infinitas del destino, en los hilos inalcanzables del propio concepto que es la eternidad.
Entro con algo de dificultad, siento que el insomnio me pesa cada vez más y más. Es como si fuera una enorme carga que llevo cargado a mis espaldas, como si fuera una parte de mí de la que, a partir de este momento, jamás me podré despegar y que se unirá a mi ser con sumo capricho; pese a que la puerta es bastante sencilla, me cuesta mucho trabajo abrirla. Pero bueno, supongo que cuando alguien decide ir al baño de un avión porque se siente algo extraño, siempre suceden cosas así; de hecho, siempre me ha pasado que me desespera que todo parece tardar más de lo debido; la maldita relatividad, ¡la odio con toda mi alma!, ¡desde que tengo noción del tiempo que lo he hecho!
Analizo mi rostro en el espejo, en busca de lo que me aqueja. No mucho tiempo después, doy con ello. Tengo presente una notoria irritación en ellos y el brillo rojizo se puede apreciar a simple vista; abro la canilla y me froto los ojos con el agua pura que sale de ella, algo que siempre me pareció casi mágico, siendo que nos encontramos a más de diez u once mil metros de altura. Luego de un par de segundos, la apariencia en estos parece empeorar, volviéndose aún más colorados, pero el ardor cede casi por completo a esta magia tan antigua como el mismo mundo —o, al menos, eso creo—. Las cosas marchan bien de nuevo, por suerte.
Miro hacia atrás y veo el inodoro. Por alguna razón, las piernas me tiemblan un poco y siento que hace años que me encuentro parado, a pesar de que no transcurrieron más de cuatro o cinco minutos desde que me levanté de la butaca. Al sentarme, toda la cabeza me da vueltas y me dan unas leves náuseas; llevo, de manera casi involuntaria —como lo he hecho ya más de cinco decenas de veces, si no es que el doble—, una de mis manos a la boca y me da una pequeña arcada que no expulsa otra cosa más que aire. Siento como si el alcohol de la noche anterior otra vez estuviera recorriendo todas y cada una de mis venas, como un maldito fantasma que me recuerda todo lo sucedido la noche anterior y es como si regresara tal y como haría lo propio una maldición infernal; el aliento —rancio y repugnante como él solo— no se queda atrás y es capaz de ahuyentar hasta al ser más desprolijo y dejado del mundo, créeme que no estoy exagerando al afirmar esto. La resaca, no tengo ni la más mínima duda de que se trata de la maldita resaca. Jamás me sucedió algo así en un viaje de negocios, pues mi vida en todo momento se divide entre el ocio y mi trabajo. En cada uno sé cuál es mi límite —al menos así me parecía ser—, pero, por lo visto, el delicado equilibrio comienza a perderse. Supongo que en algún momento tenía que pasar y soy consciente —siempre lo he sido— de que mi cuerpo tenía que empezar a pasarme factura por mis constantes abusos, sea hoy, mañana o dentro de un mes, pero jamás dentro de diez, quince o veinte años más. Realmente, ha sido ya mucho tiempo de descuidarme por completo, sin siquiera medir la más ínfima e insignificante consecuencia. Y ha sido demasiado con esta mentalidad de "me importa todo un carajo, haré lo que quiera".
Llevo mis manos a la cabeza, con el objeto de intentar aplacar la sombra de la jaqueca que empieza a dibujarse allí mismo; comienzo a masajear el cuero cabelludo a través del cabello ondulado y espedo. Luego, apoyo la cabeza a la altura de mis rodillas flexionadas, apretó con un poco de suavidad, sigo frotándola con la yema de los dedos y permanezco en una posición casi fetal, sabiendo —diciéndome a mí mismo— que tengo que cambiar mis hábitos, que no son nada saludables y que ya no doy para más; no tengo otra elección si no quiero terminar de la manera en la que sé que lo haré: muerto en una zanja, así como le pasó lo mismo a ese pariente lejano del que nadie —excepto por algún que otro pariente y yo, por supuesto— recuerda. No tengo el cuerpo de alguien de dieciséis años, tampoco el de uno de veinte, ni siquiera de un joven adulto de veinticinco y, lo que antes no me afectaba, ahora comienza a hacerlo, a fin de cuentas. Las fiestas, el alcohol e incluso las drogas... ya ha llegado el momento en que debo dejar todo aquello atrás, de lo contrario, los excesos son los que van a dejarme atrás a mí, desprotegido en una sociedad cruel y opresora que solo sigue su curso y le importa un carajo el resto de la gente, en una comunidad egoísta que solo piensa en sí misma y no en la gente que la conforma, una que desconoce tanto y ofrece nada de ayuda a quien la necesita y que, hasta el cansancio, va a criticarte por lo que haces, por lo que no haces, por lo que no deberías hacer y por lo que ella cree que deberías hacer. No es tu familia, no son tus amigos, pero le encanta dejar sus críticas nada constructivas y la verdad es que, todas y cada una de ellas, deberían importarnos un carajo... a no ser que de veras tenga la intención de ayudarnos a mejorar.
Cierro los ojos, tratando de apartar de mi mente todas aquellas ideas de mierda e intento imaginarme la manera en la que voy a hacer para poner un fin a todo eso, para culminar una etapa de mi vida que viene desde hace bastante, «desde que soy un adolescente bastante rebelde», susurra mi mente, si es que podría decirse que esto es posible.
Vuelvo a abrirlos cuando percibo que alguien golpea la puerta. Llego a creer que ya llegamos a nuestro destino y que, por la forma mecánica e insistente de golpear, me están avisando; pero me doy cuenta de que eso no tiene mucho sentido. Tocan a la puerta dos o tres veces más y tardan un buen rato en volver a insistir (me resulta algo extraño la manera de hacerlo, como si no fuera con la intención de entrar y más bien fuera alguien con el suficiente tiempo libre como para solamente dedicarse a molestar). Consulto con mi reloj luego de levantar la cabeza de las rodillas y compruebo, después de quitarme las lagañas una vez más, que tan solo transcurrió una hora; amo con mi vida este reloj, siempre apoyándome hasta en los momentos más peculiares de mi vida, es como si se tratara de un hermano perdido que jamás llegué a conocer, y lo cierto es que de veras noto su ausencia cuando olvido ponérmelo, es como si una parte de mi alma no se encontrara conmigo, una sensación extraña —quizá— y que con ninguna otra cosa me sucede. «Es imposible, todavía nos quedan —por lo menos— cuatro o cuatro horas y media de viaje, si no es más que eso», se me ocurre de repente.
Abro la puerta, creyendo que solo sería alguien a quien le urgía entrar a hacer sus necesidades. Es lo más lógico, considerando todo el tiempo que permanecí dormido. Lo primero que veo, es a un hombre mayor que parece todo sudoroso; admiro cómo su mirada recae sobre el suelo, está cabizbajo, como si estuviese resignado o algo por el estilo. Entonces noto que alguna clase de sustancia cae bajo él; cuando desvío la atención para ver de qué se trata, me doy cuenta de que lo que estoy admirando son, nada más ni nada menos, gotas de sangre fresca.
—Señor. —Alarmado, le llamo la atención, casi exclamando—. ¿Está usted bien? ¿Qué le pasó?
Solo percibo una especie de gruñido, algo casi inaudible. Parece que no comprende mis palabras y no creo que las vaya a entender, aunque me siga esforzando en hacerlo. Sin embargo, de manera algo instintiva, pienso en volver a insistirle, de hecho, comienzo a dirigirle la palabra de nuevo, pero lo que sigue a continuación me deja atónito: comienza a alzar la cabeza; de alguna que otra manera logré hacerlo reaccionar; supongo que solo se encuentra en shock. Noto, bastante aterrado de por sí, que presenta la que parece ser una profunda herida en la yugular, desde donde la sangre brota a borbotones. «¿Cómo pudo hacerse una herida como esa en un avión? ¿Qué mierda pudo habérsela causado?», me pregunto, sin ser capaz de dar respuesta a ninguno de mis interrogantes.
Me dispongo a ayudarlo, sin embargo, en este preciso momento, alza la mirada por completo y lo que veo me deja sin aliento; se me dificulta como nunca la respiración. Sus ojos están vidriosos, vivos, pero a la vez muertos... en ellos no se refleja nada más que la nada misma. Entonces su mirada de estúpido desconcierto cambia y se transforma en una rebosante de odio. Puedo darme cuenta de que pronto sucederá algo muy malo y de que no podré razonarlo con él. Abre sus fauces, demostrándome que se encuentra desesperado, sea por lo que sea; entonces gruñe otra vez, de una forma tan repentina como escalofriante. En —quizá— medio segundo, lleva sus manos abiertas hacia adelante, noto que las tiene en una posición tal y como si quisiera agarrar algo con ellas, de la forma más obstinada e implacable que jamás hubiera creído posible; se me pone la piel de gallina y un escalofrío logra que todos los bellos de mi nuca se ericen. No puedo explicar cómo, pero comienzo a transpirar como si hubiera estado ejercitándome durante varias horas seguidas... o durante años, si puedo darme el lujo de exagerar un poco. Entonces, se abalanza contra mí, como si le hubiese hecho un daño irreparable; sus dientes se me antojan tan filosos como los de una fiera salvaje, no como si se tratara de un hijo de la noche, pero sí de algo que bastante se acerca a una criatura ideada por el mismísimo Stoker. El inmundo hedor que de él se desprende, se vuelve más y más penetrante y mi aliento parece un perfume elaborado por los dioses olímpicos comparado a esta cosa que estaba tan lejos y, a la vez, tan cerca de mí.
Por fortuna, reacciono con bastante agilidad y le doy una fuerte patada en el rostro, que es capaz de derribar a cualquiera que alcance. Las clases de karate, pese a que no son mi fuerte, salen a relucir al fin; no por nada soy cinturón verde, un término medio, como buen mediocre que soy al dejar todo por la mitad. El hombre se tambalea y cae contra uno de los costados del avión; claramente, no hubiera podido caer contra el suelo en un pasillo tan angosto. Me quedo pasmado en el lugar ya que no percibo que profiera queja alguna. En reemplazo de ella, solo brota de su boca abierta otro gruñido que parece ser de sorpresa y de disgusto y, en menos de lo que canta un gallo, está de nuevo en pie, como si nada le hubiera ocurrido, reanudando el ataque. Sé que eso es imposible, pues escuché con claridad cómo le rompí varios huesos. «Must be on drugs. You know It, Mateo», pensé de una forma algo desesperada e irónica por completo, pues yo bien sabía por dónde iban los tiros.
Antes de que pudiera llevarlo a cabo, me adelanto y doy un pequeño salto hacia atrás, tomo el picaporte con seguridad y cierro de un portazo, justo en el momento en que su rostro se estrella con ella. Antes que ninguna otra cosa, me apresuro a correr el cerrojo; nadie sabe qué rayos puede llegar a suceder si no lo hago. A fin de cuentas, me percato de que no estoy soñando y, aunque quisiera con toda mi alma que así fuera, sé que estoy más despierto que nunca, pues nada me parece irreal... excepto, por supuesto, por esa cosa que aguarda allá afuera y que comienza a golpear de nuevo la puerta, de una forma mucho más intensa y desesperada que antes; al parecer, ver a otro ser humano —si es que aún sigue siéndolo—, lo llevó a reaccionar de aquella manera tan violenta. ¿Qué mierda pudo haberle pasado? Por lo poco que vi, parece que ha perdido la facultad de razonar, como así todo lo que caracteriza a un ser humano; la amabilidad, el enojo, los sentimientos en general, todo eso parece haberse ido de sabático, excepto por aquella rabia incontrolable que —por alguna de aquellas ironías inexplicables de la vida— parece manejarlo todo y dejarlo a su merced, como si se tratara de una fuerza superior que sometiera su libre albedrío.
Empiezo a hurgar en toda la estrecha habitación, en busca de algo que pueda serme de utilidad, mientras trato de serenarme. Se me hace difícil, puesto que jamás alguien ha querido matarme durante un vuelo, al menos que yo recuerde; ni siquiera recuerdo si alguna vez tuve una pelea en algún bar, aunque supongo que sí es posible; sin embargo, de ser así, no creo que hubieran sido graves, ya que no tengo alguna cicatriz que no recuerde cómo apareció en su lugar.
«Vaya día para pensar en dejar las drogas y el alcohol, Mateo», se me ocurre, algo divertido y nervioso al mismo tiempo; luego río de la misma manera en la que lo hacía cuando veía esos estúpidos videos de bloopers que pasaban —con algo de frecuencia— en un programa de televisión.
Recupero un poco la respiración y me calmo bastante, como para saber dónde me encuentro y qué está sucediendo. Entonces veo que, bajo el pequeño lavabo, hay varios compartimentos. Los abro con una mano tan sudorosa como temblorosa, pero no hallo nada en ellos. Sin embargo, justo recuerdo el altercado de unas horas antes y se me ocurre una buena idea.
Tomo una de las separaciones con ambas manos y comienzo a jalar con fuerza de ellas; es una posición incómoda, lo sé, pero soy capaz de hacerlo, me tengo confianza en ello. Los años dentro de los gimnasios, mientras me entrenaba con el boxeo, no serán en vano y sí, es otra cosa que también he dejado a medias... «díganme "Mister mediocre"», pienso sin quererlo. Y, entonces, lo termino de recordar... me veo a mí mismo formando la fila para abordar; en ese momento fue cuando supe que hubo un altercado con un individuo que atacó a un par de pasajeros. No recuerdo qué había sucedido con exactitud, aunque estoy seguro de que lo haré, llegado el momento adecuado. Solo sé que algún tipo de relación con lo que acaba de suceder, tiene que haber.
Me resbalo y caigo sentado, sin poder controlar la caída y mis manos golpean contra la pared. Ambas me arden, pero llego a escuchar cómo algo cruje. Los compartimentos son sólidos, pero están cediendo. Se me ocurre una idea mucho mejor y me pongo en pie. Mis zapatos son de punta de acero y son bastante robustos en general, mi trabajo los requiere y, gracias a que anoche estuve ebrio, olvidé quitármelos. No me queda otra cosa que hacer que no sea agradecer a Dios por sus pequeños favores.
Me sostengo con firmeza de una pequeña baranda que tiene la puerta y, del otro extremo, de un pequeño mueblecito que tiene un hueco de no más de cinco centímetros donde uno puede poner la mano para abrirlo. Entonces, le doy una contundente patada al compartimento en un borde, con la suela. Percibo un leve movimiento y sé que voy por buen camino. Le pego una segunda vez. "Crunch", escucho con mejor claridad y, pese a que no tengo un fantástico entrenamiento en las piernas, me doy cuenta de que lo estoy consiguiendo, es algo que resulta claro. Una vez más. "Crack", se escucha, con un satisfactorio ruido que jamás voy a olvidar. Mi pie está algo cansado ya, pero no hay nada más placentero —excepto, quizá, por dormir con mi novia— que escuchar cómo se quiebra algo que necesitamos con toda urgencia para salir a despedazar a un ente que parece salido desde el mismísimo infierno y que está acechándote allí afuera, en el pasillo de un avión mientras estás a miles de metros del suelo firme.
Supongo que, si lo intento de nuevo, podría hacerlo, pero vuelvo a intentarlo con las manos. Sacarlo es —sin duda— algo bueno, pero si me desespero puedo llegar a hacerle más daño del que hubiera deseado o hacérmelo a mí mismo, lo cual no es nada mejor, en absoluto. Las manos apenas me arden un poco; lo intento de nuevo y, casi sin esfuerzo, cede por completo... hice bien en ser lo más prudente que me fuera posible. Tiro y me hago hacia atrás por haberlo hecho con una fuerza que —a final de cuentas— resulta ser innecesaria —no tan excesiva—, aunque soy capaz de mantener el equilibrio.
Cuando me incorporo, veo que tengo en manos una tabla de madera y metal que parece muy maciza y que mide cerca de medio metro de longitud. «Esto es perfecto, me va a ser de mucha utilidad», me termino de convencer al admirarla.
Me dirijo a la mirilla y le hecho una ojeada. Los golpes y gruñidos han cesado desde hace un buen tiempo, pero más vale prevenir que lamentar. El maldito sigue allí, como si estuviera aguardando en silencio, pero se encuentra de espaldas. Ahora me doy cuenta de que ya estoy más transpirado que lo que estaba ese viejo de mierda la primera vez que me topé con él, pero el esfuerzo bien lo valdrá, lo sé.
Tengo que actuar rápido, así que lo mejor es no bajar la guardia en ningún momento. De la forma más silenciosa en la que me es posible, aunque no puedo saberlo por el constante martilleo de mi pecho, le quito el seguro a la puerta y, sin soltar el tablón, le doy una fuerte patada a la puerta para que se abra por completo. La tengo un poco resentida, pero es lógico después del esfuerzo; lo bueno es que me voy a recuperar de esto no mucho más tarde, solo basta con descansar un poco.
Aquella acción logra darle de lleno y cae de pecho contra el mismo lado del avión que antes. Cuando comienza a girar aquella cara incrédula, pero rebosante de furia y de estupidez al mismo tiempo, no le doy ni un solo segundo de respiro y el tablón se estrella una y otra vez sobre el rostro, media docena de veces, con toda la fuerza de la que soy capaz de hacer uso. Se levanta como si nada un par de veces, excepto a partir del cuarto o del quinto golpe, al mismo tiempo en que unas lágrimas comienzan a brotar de mis ojos, puesto que ponía fin a la vida de otro ser humano y sé que, por ello mismo, no tendré forma de escapar de la condena del sétimo círculo del infierno, sin importar la enorme suerte que yo pueda poseer ni que viajara directo a las entrañas de ese apocalíptico lugar con el reloj digital ajustado en la muñeca como la única compañía que yo pudiera tener, como lo único que se animara a viajar a mi lado para intentar protegerme de aquella bestia tan tremenda... sería como si quisiera frenar el disparo de un cañón de guerra con un miserable escudo hecho de papel.
Me dejo caer de rodillas, abatido por lo que acaba de acontecer, por lo que acabo de cometer. Permanezco sollozando un buen tiempo, hasta que noto que alguien más se levanta de su asiento; aunque mis esperanzas ya se han esfumado por completo, mi expresión se vuelve tan lúgubre como sombría. Comienzo a caminar por los pasillos, donde se me cruzan tres personas más, que se mantienen en una condición similar —por no decir que idéntica— que la primera. Uno tras otro, caen ante mis ataques; parezco haber perdido mi alma, puesto que solo reacciono igual que ellos, que han hecho lo propio con su voluntad, como si fueran los esclavos de algún maldito hijo de perra que solo quisiera sacarles todo el provecho.
Se me ocurre que es muy extraño no ver al comandante, al piloto y al copiloto por ningún lado y decido que lo mejor es ir a la cabina. Quizá eso me pueda dar alguna respuesta, algo de lo que ni en los pasillos —ni en el propio baño— he descubierto, aunque comprendo que la razón pueda deberse a que quizá no haya nada que responder, a que tal vez todo esto no sea más que un disparate, un sinsentido absoluto.
Llego a la puerta y me asombro porque se encuentra arrimada y entreabierta. Sé que siempre la dejan cerrada por la seguridad que deben tener y, por ello, me doy cuenta de que las cosas están marchando mal de nuevo. Lo primero que veo es el charco de sangre coagulada que brota de un cuerpo. Se trata del comandante, que yace despatarrado. En el lado derecho de su camisa, leo: "Cte. Wilfredo Saenz".
«¿Qué diablos...?», me pregunto, a la par de que un pánico enorme se adueña de mi cuerpo. «¿Qué mierda fue lo que pasó en este lugar?», me vuelvo a preguntar, siendo consciente de que jamás sabré la respuesta.
Algo llama mi atención... se trata de un hecho que de inmediato termino de comprender porque es tan lógico como ninguna otra cosa. No hay nadie que esté piloteando el avión, entonces es igual de racional suponer que el piloto automático está activado, de lo contrario, nos hubiéramos estrellado hace tiempo; otra vez la buena suerte de mi lado, aunque a su peculiar modo, eso sí... «¿se podría decir a estas alturas que es buena, realmente?», reflexiono en silencio, con una angustia tal y como nunca me ha sucedido en la vida.
Para este entonces, noto un movimiento brusco a mi lado y percibo cómo el comandante se pone de pie en un santiamén. El gorro queda inclinado en su cabeza, cuan si fuera una especie de estúpida boina de campesino; esta le otorga un aspecto de veras desagradable. Otra vez la misma...
Me tira un tarascón, como si se tratara de un hambriento tigre —o algo por el estilo—, intentando arrancarme un pedazo de carne del brazo o lo que pudiera. Pero ya estoy acostumbrado a esos ataques un tanto precisos y, otro tanto, erráticos y lo azoto, casi sin voluntad propia; es como si mi cuerpo se moviese por su cuenta.
Por alguna razón, llegó el momento que aguardaba y vuelvo a recordar el incidente en el aeropuerto. Ahora soy capaz de rememorar gran parte de lo sucedido: recuerdo que una señora, medio alterada, comentó cómo un tipo estaba como loco y mordió a, al menos, una decena de personas.
«Fue justo como lo que está sucediendo acá», considero la idea. «Tiene que estar todo relacionado con las mordidas, no encuentro otra explicación», concluyo de manera sorpresiva, pues la intuición rara vez me da resultados favorables, aunque esta parece ser una de aquellas rarísimas excepciones. Tengo una información que quizá podría ser valiosa para la población en sí, pero me encuentro en una situación que, ni en películas, puede uno admirar.
«Estoy solo en la cabina de un avión, lleno de caníbales irracionales, con el piloto automático activado y que ni siquiera tengo la más pálida idea de cómo tendría que manejar, así como tampoco soy capaz de operar la radio; tampoco tengo ni la más remota idea de cuánto tiempo puede volar esta cosa sin la necesidad de recargar el combustible o de si haya algo contra lo que pudiera llegar a estrellarse. Si tuviera que resumirlo, me atrevería a afirmar que estoy básicamente jodido y que soy un inútil en el sentido más general de la palabra». «Quizá este no sea más que un castigo por todo lo que hice en mi vida y por cómo me la jodí. Capaz que he sido un bastardo y esta es la manera en que el karma tiene de indicármelo», se me ocurre considerar esa idea, pues no encuentro una explicación que aclare nada de lo que he estado presenciando.
Miro mi muñeca, casi como un acto de intuición, pues me duele un poco por el golpe que me di no hace mucho. Poco a poco, voy dibujando una sonrisa de insania en mi rostro de lado a lado cuando admiro que los cristales del reloj digital se hicieron añicos y que ha dejado de funcionar por completo. Ahora sí que las cosas tienen todo el puto sentido del mundo. Ahora sí que estamos hablando de asuntos mayores.
«Hermoso momento para dejar de funcionar, amigo. Supongo que en algún momento tenía que suceder», pienso, al mismo tiempo en que me parece estar viendo una película de toda mi vida en cámara lenta, sin posibilidad de rebobinarla como los VHS que tanto me encantan disfrutar los fines de semana; recuerdo que he dejado pendiente una copia de "La invasión de los ladrones de cuerpos" de 1978 que me gustaría poder verla en estos momentos y me angustia que, con mucha probabilidad, no vaya a disfrutarla jamás.
Entonces, siento un bulto extraño en el bolsillo derecho de mis vaqueros y doy con algo metálico que me pone los pelos de punta solo con el simple contacto; es un frío que me da muy mala espina y que logra que mi corazón dé una repentina sacudida de lado a lado —como una especie de aleteo tan desagradable como nadie puede llegar a imaginarse—, como si tuviera taquicardia o algo por el estilo, aunque no faltara mucho para ello con el estilo de vida que estoy llevando. Al sacarlo, me doy cuenta de que se trata del reloj analógico que me regaló mi novia para mi cumpleaños hace ya un par de primaveras y que, pese a mi —quizá exagerada— superstición, conservo porque no puedo rechazarlo —ni deshacerme de él—, porque sé mejor que nadie que eso le haría mucho daño. Comienzo a reír —de forma algo nerviosa y descontrolada— a carcajadas, pues me es obvio que lo tomé la noche anterior, cuando aún estaba bajo los efectos de la joda y de la blanca. Me resulta obvio que, sin querer, lo dejé en mi pantalón.
—¡Vaya día que se me ocurrió para querer dejar las drogas y el alcohol! —exclamo hacia un avión sumido en un incómodo silencio, que tendría cerca de quince cadáveres reanimados por una fuerza misteriosa. Me quito el digital y su lugar es ocupado por el analógico, pues ya me está dando igual; que se vaya al diablo todo, si es que tiene que suceder—, si es que esto es el fin, ¡que al menos sea con estilo!, ¡aunque la verdad es que espero que no sea más que una estúpida fobia sin sentido, como la enorme cantidad que nos afectan hoy en día!
Saco un atado de cigarrillos —aunque, para ser totalmente honesto— preferiría uno de marihuana (nadie puede juzgarme por este deseo, al menos no en la situación en la que me encuentro; no es algo que uno puede apreciar todos los putos días de su vida, si es que me doy a entender)— y un encendedor que llevo en el otro bolsillo. Retiro uno de manera nerviosa, se me resbala —aunque llego a evitar que caiga—, lo enciendo y lo llevo a la comisura de mis labios. Inhalo con algo de profundidad y exhalo con lentitud, permitiendo que el humo salga poco a poco, dejando que el vicio me envuelva una vez más y que todo parezca, aunque sea, un poco mejor. Gracias a Dios, aún no se prohíbe esto.
Es el verano de mil novecientos ochenta y seis y no puedo dejar de pensar en mi novia y en que, al menos, quizá quede alguna estela de la magia del reloj digital.
FIN
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