XI: Aitar, el del lado maligno
I: El muchacho del consultorio
Él se encontraba sentado en el extenso pasillo de un consultorio médico, las paredes del mismo eran de un color blanco, tirando a crema.
El piso de linóleo era de un color verde casi lima y del techo colgaba un antiguo pero aún útil televisor a color y un moderno sistema de aire acondicionado.
Gracias a que el mismo estaba encendido, ya que se había tratado de un día de verano en el cuál había hecho mucho calor, el mismo aire parecía recircular con más rapidez (y en mayor cantidad) y aquello hacía que en el mismo se pudiera apreciar claramente el olor a la limpieza el cual, en esa oportunidad, daba la impresión de que, cualquier persona que se encontrara allí, estuviera en medio de un bosque húmedo rodeado de pinos mojados.
Una niña de ocho años de edad realmente bonita se encontraba sentada allí también en uno de esos bancos alargados que eran negros con la parte del asiento el cual, sin duda alguna, era de cuero y no se trataba de ninguna imitación (al menos ante el juicio de ella).
El cabello de ella era de un rubio casi payo, y sus pequeños ojos azules hacían resaltar como nada más su belleza, un hermosísimo listón rojo sujetaba su cabello, el cual llevaba recogido al estilo de cola de caballo y una bonita remera de un rosa claro daba la impresión de que, en realidad, se tratara de una pequeña y hermosa princesa.
Estaba junto a su madre, quien se había encontrado sentada junto a su lado, a su derecha, una mujer pelirroja (con sus cabellos algo secos y descoloridos, al menos, me había dado esa impresión), ojos marrones claros que parecían encontrarse algo opacos y un rostro tan blanco como el de su hija pero que, a diferencia de éste, se encontraba algo maltratado, todas aquellas cosas parecían concederle medio siglo de vida, al menos.
La niña, quien se llamaba Sara, se quedó mirando al muchacho que había llegado hacía unos momentos, lo observaba, se podría decir, que de una forma casi permanente, más bien, bastante hipnotizada.
Una parte de ella deseaba seguir haciéndolo como si hubiera habido algo en él y en su penetrante y profunda mirada que la había atrapado, la cual le estaba impidiendo apartar sus ojos de allí, del rostro de aquel desconocido (pero a quien, de alguna que otra manera, creía haber visto en más de una ocasión durante años de su vida), se habían plantado de tal manera que le había dado la impresión de que nadie más se encontrase allí, ni siquiera, su madre que estaba sentada a su lado.
Solo se encontraba aquel extraño muchacho con cabellos marrones oscuros, rostro claro y ojos color café que lanzaban un destello realmente sorprendente y más que fulgurosos, algo que le había dado una, más que increíble, sensación de asombrosa distancia, lo tenía frente a sus ojos y a su mirada pero, de alguna que otra bizarra y algo borrosa manera, parecía encontrarse a kilómetros y kilómetros de donde estaba realmente sentado, como si, en realidad, no se hubiera encontrado allí aunque aquello pareciera una completa ridiculez.
Llevaba un par de vaqueros azules oscuros algo desgastados y apenas roto sobre sus rodillas, una cadena de acero inoxidable colgaba de su pierna derecha y llevaba puesta una remera negra en la cual se podía leer ¡Hard Rock! con algún logo de alguna banda que la chiquilla desconocía; en su mano izquierda reposaba una campera de cuero negra que parecía ser la que usara algún motoquero o algo por el estilo.
De pronto había advertido que el parecido con su hermano mayor, Javier, quien recién había cumplido los dieciséis años, había sido mucho pero también se había percatado, y se había dicho a sí misma, que sólo eran similares en cuanto a la manera de vestirse (además de que, en apariencia, las bandas que solían volverlos locos, sin duda alguna se habían tratado de las mismas).
Pero había sido otra parte de la niña, aquella que había formado esa personalidad tan inocente, que había sido mucho más fuerte que la anterior y, poco a poco, de una forma más que lenta pero gradual, había logrado ir apartando la mirada hacia su madre. Pero había hecho aquello sin dejar de observar el rostro del muchacho de reojo al menos hasta el momento en el cual había admirado de perfil el rostro algo demacrado (aunque para ella se había tratado de lo más normal de todo el mundo) de su madre, Dora.
La había visto y le había dedicado una sonrisa algo confusa, una del estilo: le voy a sonreír porque me parece muy extraña la manera en la cual se me ha quedado mirando y también debido a que me ha sorprendido al hacerlo.
Pero Sara no le había devuelto aquel gesto, se encontraba totalmente seria, sin embargo, antes de que su madre pudiera preguntarle si le había ocurrido algo, su pequeña y adorable hijita, se había acercado hacia sus oídos y le había susurrado algo en voz baja, de una forma suave y lenta, casi inaudible, algo que, de alguna que otra forma, había logrado provocarle unos extraños escalofríos que le habían recorrido toda su espalda y habían muerto (luego de quizá unos diez o quince segundos) en la base de su nuca.
—Aquel chico tiene algo malo, hay algo muy malo en él pero no sé de qué puede tratarse —le había dicho Sara a su madre pero Dora, sencillamente, había creído que su hija estaba bromeando pero se había dado cuenta de que no se trataba de una broma lo que le había susurrado (estaba demasiado seria como para hacerlo) y, aquella sonrisa vacilante, de pronto, se había transformado en otra, en una absolutamente determinada y decidida, una que le había dejado las cosas demasiado claras como para intentar engañarse, una que, de haberse manifestado en su gruesa voz de años de fumar cigarrillos, le hubiera espetado no, no seré tan ingenua, ¡esta vez no podrás hacerme caer en tus tontos juegos pero, a pesar de aquella rigidez en su rostro, quizás, persistía algo de confusión aunque, más bien, podría tratarse de algo de terror o, en todo caso, de miedo o de suma preocupación, algo de lo que no había podido librarse, al menos, no del todo.
—Sara, no empieces con tus tonterías —le había replicado simplemente su madre y la niña, al ver que ésta no la había tomado en cuenta, se había decepcionado un poco ya que le había parecido que había hablado (y hecho gestos) con una voz bastante convincente (algo que, en realidad y en parte, así había sido, a pesar de que lo había ignorado por completo, su madre había logrado controlarse y había conseguido hacer caso omiso de sus sinceras palabras y de sus notables preocupaciones).
Sin encontrar, ni siquiera, una pizca de consuelo (ni de creencias) en las palabras de Dora, aunque ignoraba que a punto había estado de convencerla, la niña se volvió de lado hacia la derecha una vez más y, sin poder evitarlo, su mirada había vuelto a caer sobre el rostro, en especial, sobre los extraños ojos de aquel muchacho no menos intrigante y, de por sí, algo aterrador, no por su aspecto ni mucho menos, sino por el hecho de que, aunque lo había visto allí por primera vez en su vida, no lograba sacarse de la cabeza, ni tampoco determinar la verdadera razón de ello, la idea de que lo conocía de algún lado <<tal vez>>, se había dicho a sí misma una vez más <<lo conozco de... ¿alguna pesadilla?, no, no seas tonta, eso no es posible, es una verdadera locura y una ridiculez pensar en ello>> pero...
Pero... ¿era realmente algo ridículo y de locos concebir aquella idea? La verdad era que no lo sabía con exactitud pero estaba convencida de que pronto, dentro de muy poco tiempo, podría dar una respuesta a aquella, más que misteriosa, pregunta.
El muchacho le dirigió una mirada más, una que había resultado directa y realmente profunda y amplió, de una manera más que sorprendente, su rostro y le dedicó una sonrisa en la cual parecía ocultarse algo... ¿crueldad y perversidad, tal vez?, la verdad era que no lo podría saber a ciencia cierta pero se había decidido a averiguarlo a toda costa sin importar lo que sucediera, pues, poco la había asustado qué rayos podría ver en él, en su rostro y, quizá, más allá de éste, si lo intentaba hacer.
Antes de hacer aquello que tenía en mente Sara, quien dentro de un mes apagaría nueve velas de su torta en el día de su cumpleaños, supo, de alguna extraña manera que aquel muchacho, quien era una verdadera incógnita en su corta vida, había oído (a pesar de que eso fuera imposible en su totalidad) lo que ella le había susurrado a su madre de aquella forma tan cautelosa hacía, tan sólo, unos quince o veinte segundos antes.
Creía que, de alguna que otra manera, él había sido capaz de leerle la mente... <<pero... pero, eso es imposible>> se había dicho a sí misma una vez más sin lograr convencerse de lo contrario en absoluto <<eso parece más ridículo que lo anterior ¿no lo crees?>> pero su mente, que ya estaba algo fatigada de hecho, no le había respondido a eso, en cambio, había comenzado a ultimar los detalles sobre lo que estaba pensando seriamente hacer, más aún que ello, se encontraba pensando en si realmente quería proceder con aquel espanto el cual, en más de una ocasión, había logrado ponerle los pelos de punta si no le había otorgado, a unas grandiosas pesadillas, unas bonitas vacaciones en el ilógico hotel de Saralandia.
II: Nacer; Sara se desploma...
La pequeña Sara nunca se había atrevido a contarle (aunque lo había considerado en más de una ocasión y había estado a punto de hacerlo en algunas pocas) a sus padres (ni tampoco a su hermano ) algo que le había empezado a suceder desde hacía unos cuantos meses, quizá, desde hacía un año o un poco más que eso.
Jamás había logrado contarle aquello que ella había llamado, con justa razón y con algo más que temor, El lado maligno. Se trataba de algo realmente aterrador y sucedía cuando, por alguna razón en particular, fuera cuando alguien, un amigo o amiga, le hablaba o le explicara algo un maestro, se quedaba mirándolos totalmente concentrada.
A medida que el tiempo iba transcurriendo, de una forma lenta pero continua, los ojos, la nariz y todo el rostro de la persona en cuestión que se encontrara observando (se tratara de quien se tratara) se iba transformando, más bien, desfigurando poco a poco, lentamente, en algo real y absolutamente desagradable, inconcebible y totalmente abominable.
En una ocasión su padre, Domingo, la había llevado a pescar por primera vez en su vida, allí había otro hombre sentado sobre la vieja madera de un muelle y Sara no había podido evitar verlo atentamente (como si, en realidad, algo, una fuerza más que extraña y totalmente desconocida, le hubiera insistido, una y otra vez, para que hiciera aquello).
Lo que vio le provocó unas desagradables pesadillas durante dos o tres días (en realidad, era algo de lo que nunca se podría olvidar, al menos, no del todo), el hombre, que parecía haber vivido poco más de cuarenta primaveras, sostenía la caña de pescar con su mano izquierda pero su pelo ya no era rubio como lo había sido, tan solo, segundos antes...
Tal vez sí lo había sido pero, a partir de aquel momento, se encontraba totalmente embarrado como si lo hubieran sacado de un pantano, su rostro se había desdibujado (aunque su color se había mantenido intacto, a excepción, de algunas manchas de sangre seca y de algún par de rasguños) y parecía haberse convertido, al menos momentáneamente y hasta que los efectos de aquél fenómeno desaparecieran dentro de diez o quince minutos como siempre solían hacerlo, en un terrible pez muerto.
En sus pesadillas aquel pez/hombre le hablaba tétricamente, casi como si hubiera estado a punto de dejar de respirar, le había dicho, con una voz realmente colérica, ida, y, quizá, como si hubiera surgido de ultratumba, lo siguiente: ¡si algún día te comienza a interesar la pesca terminarás como yo! Luego, en sueños, el hombre había comenzado a estrangularla y Sara había despertado con lágrimas en sus ojos por lo tan vívido y real que su pesadilla había sido.
Obviamente, después de la misma, la pobre niña nunca más había querido ir con su padre a pescar (hasta había concebido la idea de hacerse vegetariana por todo aquel feo asunto experimentado pero, a pesar de que aquello quizá fuera así en el futuro, a fin de cuentas, había podido superarlo).
Con el correr del tiempo había llegado a considerar la idea de que aquello le ocurría dependiendo de la persona de la cual se tratara, como si, en realidad, aquello que tenía la desgracia de tener que ver, era una especie de representación de algo malo que, en algún momento, las personas habían hecho o pensado hacer pero y, ni siquiera, en la iglesia había conseguido evitar aquellas espantosas visiones.
Pensaba que todo aquel fenómeno sacaba a relucir una personalidad macabra y morbosa que se ocultaba tras los ojos, el rostro y la boca de cada persona, más bien, algo que se escondía en lo más profundo de sus abismales seres y, había sido en aquellos momentos, cuando había comenzado a llamarlo de aquella manera tan acertada (aunque posiblemente hubiera una mejor manera de nombrarlo).
Una vez, sin tener la intención de hacerlo, le había ocurrido cuando hablaba con su mejor amiga, una bonita chica morocha llamada Celeste pero... Pero, ni siquiera, había sido capaz de confesarle a ella las cosas que le habían estado sucediendo durante todo aquel tiempo, seguramente, se había dicho a sí misma, consideraría la idea de que estaba perdiendo la cordura lentamente o que, quizá, ya la había perdido hacía mucho.
El rostro de ella se había convertido de pronto en una de esas viejas y terribles muñecas que siempre le habían parecido satánicas, como si tras aquellos ojos penetrantes y de esa boca retorcida se encontrara durmiendo un verdadero demonio infernal (de hecho, le había recordado a una que había tenido su tía hacía un par de años y que, gracias a dios, había regalado a una niña, pobre desgraciada a quien se la hubiera obsequiado).
En su rostro había apreciado una mueca de horror y una expresión que parecía decir sí, los he matado a todos y lo volvería a hacer una y otra vez, nunca me canso de ver la sangre, de ver sufrimiento ajeno y de cómo se pudren sus cuerpos lentamente.
La sangre, chorreaba desde la comisura de sus labios como si se hubiera tratado de una vampiresa infernal que se hubiera alimentado de una cantidad sumamente incalculable de jóvenes víctimas, había sido algo que le había resultado más que desagradable, sin embargo, ya había madurado un poco y ya comprendía mucho mejor aquella especie de fenómeno y, gracias a aquello, durante aquella nueva ocasión, no había tenido pesadillas, al menos, no lograba recordar ni una simple sombra de ellas si es que, en realidad, habían estado allí presentes.
La idea que había tenido (y lo que pensaba hacer) había estado guardando, justamente, una más que estrecha relación con todo ello; había recordado aquellas transformaciones y había concebido la idea de mirar, de manera suma y totalmente concentrada, al muchacho para ver qué era lo que, en realidad, se había estado ocultando allí, tras aquella especie de máscara protectora, para observar su lado maligno y ver aquella otra personalidad y poder determinar qué era aquello tan malo que había cometido alguna vez (creía que así era, que ya lo había hecho) o que pensaba hacer algún día.
Al hacerlo, como era de esperar, el muchacho había comenzado a transformarse; al principio todo marchaba como de costumbre pero luego, cuando el rostro se había desfigurado (de manera similar a tantas otras veces), había comenzado a volver a como se encontraba antes de hacerlo pero Sara no había apartado la vista de él, tampoco se había desconcentrado y, ni siquiera, había transcurrido la mitad del tiempo de lo que duraba aquél fenómeno.
Había sido algo terriblemente distinto que lo que le había ocurrido en otras tantas ocasiones, sus ojos habían adquirido una tonalidad amarilla muy intensa y brillaban fugazmente y su rostro se había vuelto tan rojo como la sangre coagulada; de su cabeza surgieron, de golpe, dos largos cuernos negros y una sonrisa llena de odio, y sin nada humano en la misma, se había dibujado de punta a punta en sus mejillas.
Mostraba unos dientes amarillos y sucios (como si hubiera estado en el consultorio de odontología para blanquearlos por completo) muy desagradables a la vista y, como si se tratara de un vampiro, dos colmillos enormes habían surgido de su boca y había apretado todos los dientes haciéndolos crujir de manera irritantes y desesperada algo que le había otorgado un gesto de alguien que está completamente loco y sin posibilidad de retorno a una vida cuerda.
Una fuerte jaqueca había accedido en Sara (algo que nunca había padecido en toda su vida, al menos, eso había estado pensando durante aquellos indescriptibles momentos) y, de repente, había pensado para sus adentros realmente desesperada <<¡¿quién rayos eres?! más bien, ¡¿qué rayos eres?!>>
Una terrible voz de ultratumba había contestado de una manera totalmente estridente (mucho más aún que en la pesadilla del pez/hombre, aunque, ahora no se trataba de un simple sueño) a aquella pregunta pero no lo había hecho en voz alta, le había contestado, por decirlo de alguna forma, de manera telepática con una sola palabra, una sola pero totalmente desgarradora y determinante: ¡¡¡Aitar!!!
Y luego de unos segundos, cuando la niña de la remera rosa comenzaba a recuperarse, en el momento en el cual su mente empezaba a comprender todo y había intentado desconectarse, por decirlo de alguna manera, y dejar de mirarlo, el muchacho había proferido algo más (sacando la lengua y moviéndola de una forma repugnante de un lado a otro de su boca, algo mucho más terrible y nauseabundo que lo anterior aunque había sido algo que no parecía tener sentido alguno): ¡¡¡¡Muuuuuuuuuaaaaaaaccccccckkkk!!!!.
Los azules ojos de Sara habían adquirido una tonalidad tan opaca como la que ofrecían los de su madre y, de un momento a otro, había caído desplomada en el verde suelo de linóleo con todo el peso de su pequeño cuerpo y de su rostro que se encontraba totalmente pálido como si hubiera visto un fantasma... parecía haberse desmayado.
Dora la zarandeó un buen rato y también le había abofeteado suavemente las mejillas para hacerla reaccionar, pues, parecía daba la impresión de que hubiera quedado ciega de manera súbita pero...
Pero, finalmente, había sido algo mucho peor que ello, todos los intentos de su madre habían sido en vano, su alma había sido devorada y Sara... había muerto.
Ella lo había despertado (obviamente sin tener intención de hacerlo, simple y sencillamente, la fuerza que se ocultaba sobre él, la había ido tentando de a poco y había logrado que hiciera aquello) y más tarde, cuando el muchacho poseído había esperado ansioso, con unos ojos totalmente esperanzados y una sonrisa realmente diabólica, a que se llevaran el cuerpo de la niña de allí en una ambulancia (junto a su madre llorando incontenible y desconsoladamente; algo que lo había logrado excitar como nunca), Aitar, aquella especie de demonio que había estado inmerso allí, profundamente dormido en lo más bajo y despreciable de aquel desgraciado e infeliz muchacho, salió del consultorio con las manos en sus bolsillos y con un inmenso y abierto apetito (algo que lograba que sus tripas sonaran terrible e insaciablemente), uno que nunca quedaría satisfecho sin importar la cantidad.
Luego de unos momentos de vacilación comenzó a deambular por las calles de aquel mundo nuevo que se extendía y se plantaba frente a aquellos ojos diabólicos, crueles e inhumanos.
Caminaba sin sentido ni rumbo alguno, sin prisa, con sus vaqueros azules desgastados, la cadena de acero colgando y golpeando su pierna derecha y una remera negra en la cual ya no se podía leer ¡Hard Rock! sino ¡Demon's Rock!, en la parte trasera se podía apreciar una imagen de Robert Johnson aquel cantante, compositor y guitarrista estadounidense de blues quien supuestamente había hecho un pacto con el diablo para hacerse bueno en lo que hacía, considerado como el abuelo del rock n' roll y, de su cuello, colgaba una cadenita de acero que antes nadie había podido apreciar, parecía tratarse del rostro de él mismo (en su forma demoníaca) que devoraba un alma, algo que a muchos, probablemente, les parecería más que interesante y que, probablemente, los conduciría a la muerte.
Sus pasos eran lentos pero comenzaban a tomar velocidad debido a que ya había logrado despertar del todo y tomar el control por completo de aquella pobre excusa de humano, ya se había animado y, ahora, su objetivo en aquel mundo se había convertido ya no en ser un estudiante de casos del forense o de hechos paranormales, ahora su instinto lo llevaría a buscar más niños para ser capaz de hallar más almas atormentadas e inocentes con las cuales pudiera deleitarse, darse un manjar y alimentarse.
Se colocó un par de anteojos de sol para que sus ojos no lo delataran y nadie pudiera darse una idea de qué era realmente él, pues, su alma inmunda se veía reflejada en ellos; sacó un atado de cigarrillos y encendió uno... se lo llevó a la boca.
Aspiró un rato y exhaló el humo putrefacto que se mezclaba con el aire puro haciendo formas circulares; le habían salido perfectas, como que su nombre era Aitar...
Sonrió de una manera maldita y cruel en dirección al cielo y luego hacia abajo, como observando algo inalcanzable y susurro, casi para sus adentros (a medida que sus pasos comenzaban a perderse en una densa niebla que se elevaba desde su espalda y empezaba a desvanecerse en el aire), esta noche comienza la diversión, disfrútenlo desde allí...
FIN
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