IV: la hora de la bestia


Caminaba por la desierta calle, la oscuridad parecía darme muy mala espina. Pues parecía que fuera interminable, como si, tras ella, no hubiera nada más que la nada misma, como si se ocultara algo terrible allí detrás, donde se sufriría el castigo de mil almas en pena. Quizá, fuera algo que podría pensarse como aquel mítico lugar, llamado tártaro. Sin embargo sabía dónde me encontraba, y agitando enérgicamente mi cabeza de un lado hacia otro, para apartar de mi mente todas las desagradables ideas que me habían invadido sin más, pude darme cuenta en dónde me encontraba parado. Caminaba bajo una oscuridad total, en una noche nublada a medias; estaba en el pueblo donde me había criado.

Pero las inoportunas sombras del lugar parecían estar jugando conmigo a algo muy macabro, el aspecto sombrío de todo lo que allí había le daba una apariencia desolada y aterradora. Y sin duda había algo maldito en todo eso, parecía tener sobre sí una maldición de mil y un demonios despiadados, que eran gobernados por un ser macabro, por un rey de las bestias mucho más maldito que la maldad misma. Ya lejos se encontraba de ser el hermoso y tranquilo pueblo en el que tanto había amado jugar y vivir, muchas cosas habían cambiado. Las calles ya no parecían seguras para nada, la verdad es que había sentido el terror por primera vez en mi vida, y no podía dar crédito a lo que mis ojos admiraban, con cierto horror creciente. El pueblo parecía ser una copia exacta, del que yo guardaba un bonito recuerdo en mi mente y en mi corazón, pero era mucho más aterrador, parecía tratarse un lado oscuro del mismo, por decirlo de alguna manera.

El lugar era tan idéntico al que a mí tanto me había gustado, que por un momento, me vi rodeado por todos los recuerdos que dormía en lo más profundo de mis memorias; veía a mis amigos, a mi familia y a la casa en la que habíamos vivido frente a un hermoso arroyo. No teníamos mucho dinero, pero habíamos sido una familia demasiado unida y feliz. Pero antes no había podido apreciar una fábrica de muebles más allá, cerca de la entrada del mismo (o al menos antes no la había notado). Quizá, era algo nuevo —o no tanto— que se había construido cuando yo ya no había estado allí, y tampoco podía recordar aquel gran perro negro que se me había quedado observando con mirada penetrante. Por otro lado, mis ojos, tampoco había podido evitar que estos se cruzaran, pues, parecía que una gran atracción me había llevado hacia ellos. Más bien, parecía ser un enorme, terrible y hambriento lobo, que me daba la sensación de que se encontraba allí esperando a que llegara el momento más oportuno para ponerse en movimiento. Había comenzado a ladrarme, o a aullar, si es que no había sido realmente eso.

El brillo de sus colmillos lanzaban un destello blanquecino que a punto se había encontrado de rayar en la verdadera locura, la intensidad que los había envuelto solo era superada por algo mucho más siniestro. Sus ojos negros, más oscuros que la mismísima noche, habían adquirido un color rojo, inyectado en sangre, fulguraban de odio en el estado más puro que jamás hubiera podido imaginar. La furia que de ellos emanaba, danzaba amenazante y ansiosa, de un lado a otro, como si tras ellos se ocultara una gran jauría endemoniada, proveniente desde las entrañas mismas del infierno. Escrudiñaba todos —y cada uno— de mis movimientos, con una frialdad que hubiera podido acobardar a cualquiera.

Al cabo de un rato, comenzó a relamerse de una forma repugnante, que me había dado unas tremendas náuseas; por poco, me había salvado de vomitar mis pulmones, y junto con ello, me salvé de regurgitar mi vida. Pero, a pesar de eso, sentía que, poco a poco, estaba perdiéndola de algún modo. Imaginé que se estaba alejando de mi cuerpo, como si fuera un líquido ligero, pero caliente, y en cierto punto, algo ardiente. Aparté la vista de ese rostro perturbador, la bajé como si me hubiera derrotado, y pude percibir que, en el vaquero que llevaba puesto, se teñía una gran mancha en mi entrepierna. No tardaría en extenderse, quién sabe hasta dónde, y tampoco transcurrió mucho tiempo para que, el fuerte olor a cloro, comenzara a filtrarse por mi nariz.

Volví a alzarla, en parte porque no podía permitir que aquella criatura notara mi debilidad, y por otro lado, porque había una especie de atracción que me obligaba a hacerlo. Me seguía observando indiferente, pero de forma obstinada. Fue entonces cuando comenzó a avanzar hacia mí, con suma cautela y lentitud lenta; primero un paso, y luego de que parecía sentirse en una segura posición, daba otro. Sus patas estaban negras por el barro, de hecho, al cabo de unos segundos más, pude darme cuenta de que todo su cuerpo parecía encontrarse de aquella manera. Había lastimaduras en todo su cuerpo, algunas habían cicatrizado ya, pero otras parecían más que recientes, parecía como si hubieran brotado de la nada. Presentaba un aspecto horrible, como si hubiera tenido una terrible pelea con otro animal tan salvaje, cruel y despiadado como él mismo.

Las garras afiladas parecían ser una verdadera amenaza, y por un momento, pensé que, si se abalanzaba sobre mí, tendría pocos segundos para reaccionar y poder evitar que abriera sus grandes fauces. Creí que sería casi imposible que pudiera evitar que me clavara sus afilados colmillos en el medio del cuello, y consideré la idea que yo comenzaría a desangrarme mientras me mordisqueaba salvajemente. Si me atrapaba con sus ágiles garras, estaría perdido. Sabía eso a la perfección, de la misma forma en que la bestia debió contemplar la misma idea, a su modo.

Avancé, decidido a confrontarlo, muerto de miedo, pero sin demostrárselo. Al menos eso intentaba, pues había comenzado a sudar y eso no era bueno para nada, y para colmo, el corazón había comenzado a latirme como jamás me había sucedido durante toda mi vida. Miré hacia abajo durante unos segundos, para estudiar sus movimientos. Del mismo modo en que lo había hecho yo, la criatura se había detenido. Junto a mi pie reposaba un bate de béisbol, entonces me agaché de la manera más cautelosa que pude, sin apartar mi vista de su inmunda presencia, y lo más ágil que mis mano me permitió, lo agarré con la derecha. Cuando volví a levantarme, no pude evitar verlo otra vez directamente en sus ojos. Un rebelde mechón le caía, despreocupado, sobre la frente. Era como si estuviera intentando ocultar alguna cosa; algo en ellos me había logrado atraer.

Fue entonces cuando percibí aquel aterrador ruido metálico, había parecido tratarse del de una gran y pesada puerta, que se cerraba de arriba hacia abajo; un ruido altamente chirriante que había logrado darme un susto de muerte. Di un salto de terror, y miré hacia todas las direcciones que mi cuello me había dejado. Pero el lugar se encontraba desierto, a excepción de nosotros dos, claro está. La criatura me miraba de una manera más penetrante que nunca, y fuera lo que fuera que se ocultaba tras ellos, fuera un demonio o el mismísimo diablo en persona, me había absorbido con la mirada. Me vi rodeado de cientos de miles de cadáveres putrefactos, y no había podido hacer otra cosa que no fuera gritar. Oí una serie de rugidos amenazantes, y luego, un líquido ardiente recorrió parte de mi mano derecha, y también, otro poco de mi pie izquierdo. Cuando salí de mi estupefacción, noté que se había abalanzado sobre mí, que el punzante dolor en mi pie no era otro más que sus afiladas garras, que se habían clavado sobre la carne. Con esas fauces, de la cual brotaba un aliento putrefacto de ultratumba, masticaba mi mano con crueldad.

Ya había perdido la esperanza de salvación, pero aun así, quedaba una opción más. Alcé mi mano izquierda en alto, y le pegué en el hocico con toda la fuerza que me fue posible. La aberración dio un respingo desconsolado de terror, y de un poco de sorpresa por la respuesta que había habido de mi parte. Le había logrado hacer daño, lo había lastimado tanto de forma física como espiritual (quizá de una forma bastante más que similar a la que él había hecho conmigo). Había logrado lastimar su orgullo y aquello, sin dudas, era algo más que bueno. Ahora debería pensar, con seriedad, si quería seguir adelante con aquella locura. Al menos, debería pensar mucho mejor el siguiente paso que daría, pues, de otro modo, el temor lo consumiría de la misma manera en la que podría consumirme a mí, del mismo modo en que lo había hecho con anterioridad, para decir la verdad.

La fiera dio un salto hacia atrás, y de su morro, la sangre había comenzado a brotar a borbotones. Su rostro, su mirada, observaba de manera estúpida, un fino hilillo de sangre que caía sobre el pavimento. Aproveché aquel momento de descuido de su parte y pasé, de la mano que se quejaba como nunca, a la que había logrado salvarme la vida, el bate de madera que había comenzado a ensangrentarse. Me incorporé con cierta habilidad que jamás hubiera creído posible en mi persona, y lo ataqué lo más de la forma más rápida y fuerte que pude. El maldito aparto la cabeza medio segundo antes de que yo pudiera aplastarle los sesos, pero había podido desviar el golpe a último momento, y había logrado azotarlo con bastante rudeza (aunque no tanta como hubiera deseado) en la pata, esa que antes había logrado inmovilizarme por unos tensos instantes.

Volvió a chillar de una forma aterradora e irritante. Ya estábamos a mano —de alguna u otra manera—, y sus quejidos eran música para mis oídos. Gozaba oírlo, y verlo, sufrir. Se lo tenía más que merecido. Había comenzado a relamerse en las heridas que le había hecho, y entonces, me acerqué hacia donde se encontraba acostado, acurrucado, para rematarlo y sacarlo de su pobre sufrimiento. Si por mí hubiera sido, lo hubiera dejado en aquel estado, hasta que llegara el momento en el que tuviera que agonizar hasta morir desangrado. Fue entonces que saltó de repente hacia mí, con las patas en alto, en un intento desesperado de sobrevivir, y me clavó los colmillos en el cuello. Una terrible explosión de dolor me había recorrido todo el cuerpo, y había conseguido que mis piernas comenzaran a flaquear. La sangre de las venas comenzó a brotar de inmediato, y ahora era capaz de comprender lo que significaba que la vida se te estuviera escapando de las manos. Parecía tal y como si un vampiro me estuviera succionando toda la sangre, y que no pudiera hacer nada para remediarlo. Sentía que la esencia misma de la vida se escapaba, como si fuera un líquido. Esta vez no se trataría de algo como la orina, aunque desearía con toda mi alma, que simplemente, se tratara de ello.

A pesar de todo, contra viento y marea, logré alzar la mano de nuevo, y golpeé a la bestia en su rostro. El bate se había quebrado, y también había logrado percibir el crujido bajo el golpe que le había aplicado. Ambos estábamos heridos de gravedad. Él seguía mordiéndome y yo lo seguía azotando, pero ambos comenzamos a perder nuestra fuerza, al menos, así parecía. Luego de un rato de percibir el constante y penetrante olor a óxido, me mareé, mis piernas cedieron ante el dolor (algo que ya casi no podía percibir, una cosa que ya ni existía), y me desmayé.

Desperté abombado, mis sentidos estaban más extraños de lo normal. Cualquier ruido me sobresaltaba y mis heridas aún se encontraban allí. No podía ver bien, todo lo que percibía parecían ser grises y negras sombras, pero de alguna manera, tenía la certera intuición de qué se trataban. Al cabo de un momento, noté como un tipo que parecía enorme, caminaba hacia mí. Me quedé un tiempo observándolo, para ver que hacía, y volví a sentir miedo. Pero, de alguna extraña forma, percibí que él también lo tenía. Era como si su sudor me hubiera dado esa pauta, como si el olor a cobardía hubiera podido percibirlo si hubiera estado a un kilómetro de distancia de allí. Al cabo de un rato determiné que, sin dudas, se trataba de un mal sujeto, y vi que se inclinó en busca de algo, un objeto contundente, algo que parecía ser un gran pedazo de madera. Lo miré con ojos amenazantes, y pude intimidarlo de alguna que otra manera que ignoro por completo. Entonces, me abalancé sobre él, como si yo fuera una fiera indomable...



FIN

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top