SOL NACIENTE
Uno, dos, tres... Se supone que hay un renglón para cada cosa, pero no comprendo cómo tal visión logra representar su apariencia externa, pero no su significado interno.
Se supone que el arte no debe verse bien, sino hacerte sentir algo. Pero todo es perfecto como si de un sueño se tratase, y no existe la posibilidad de crear un defecto por si la perfección no durase. De alguna forma siento que esta perfección no está enraizada, que no va de la mano con el polvo que pulula eternamente en el arrecife de añoranzas.
El atardecer abraza la tonalidad de las casas, y deja rastros de espesa bruma que persigue andares sinuosos sin destino aparente. El crepúsculo se prepara para dar paso a su amigo el ocaso, cuyo trabajo es mitigar los sueños y anhelos pasados.
Desde la lejanía de mi hogar, mi vista me somete a contemplar el viejo tronco cubierto de escamas que se eleva en extensas bifurcaciones y termina en hojas bipinnadas que duermen cuando cae la noche. El campano que antes vibraba de vitalidad, ahora se cansa fácil, se encoge de temor y se asienta de dolor.
La generosidad acabó con él.
Supongo que la fealdad se nutre de la belleza, la esclavitud de la libertad, y la firmeza de la debilidad.
Sus firmes raíces se alimentan de un entorno caluroso, y su forma física está dotada de particularidades defensivas cuando percibe próximos torrentes, o cuando siente que el cielo azul tiene intenciones de cambiar sus tonalidades a un foso colosal que carece de luz punzante.
Cuentan que sufrió de estragos hace mucho tiempo, cuando Madre Naturaleza se enojó con nosotros y quiso castigarnos.
Él no ha nacido para ser acaparado por la sombra que cubre Buena Vista. Era muy triste observar a aquel volumétrico y antes vigoroso samán, subyugado por su propio afán de no perecer ante la ruidosa soledad.
—Ocurre cuando se intenta conseguir algo de forma tan desesperada, que de inmediato se transforma en nostalgia y desamparo.
La exclamación de una agonía imbuida en un par de ojos negros me retumba sin parar hasta que interrumpe mi reflexión. Afinca sus extraños orbes sobre mis profundos ojos pardos, aquellos con los que por primera vez advertí la ignominia disfrazada que ahora es llamada por muchos: «mundo».
Yo lo llamo servilismo.
¿Desde cuándo me reúno con tanta facilidad con seres semejantes a mi codiciosa añoranza y a mi imperturbable insomnio de nostalgia y clausura?
El Samán me hace recordar a la fortaleza apenas contenida de aquel hombre que se enrumbó a un sendero, pedregoso y lleno de púas que desgarraban su piel, llamado «cambio». La persistencia férrea fue el presagio de su lamentable fortuna.
—Él intentaba algo. Lo veía en esos ojos fulgentes en llamas de desespero por conseguir una victoria. —Recuerdo cómo el tiempo se movió en su cuerpo y continúo diciendo—: Pero sus días de existencia lo llevaron sin consultarle. Era uno de los doce, aunque no sé con exactitud lo que eso significa. Solo sé que buscaba ese algo que era secreto para todos aquellos que no consideraba cercanos, y que nosotros desentendemos pero que, a la vez, buscamos nuestro propio algo que, para su círculo, ya era conocido.
Intento seguir con mi alegato, pero otra vez esos inquisitivos ojos me taladran sin cesar en busca de una respuesta a algo que, de manera evidente, he olvidado por la tiranía de mis pensamientos, y, con una disculpa que no siento, incito a mi calmado oyente y compañero de estragos, que se repita a si mismo por mi falta de atención.
—Y, ¿qué buscamos? —duplica con serenidad—. Posa el peso de su inteligencia sobre su delicada mano izquierda, que no ha presenciado ni vivido tragedias.
No lo conozco mucho. Solo sé que sus días transcurren sin grandes cambios, bajo un techo y alrededores de color verde bosque y de sol risueño, que nunca se cansa de su labor ni se queja de su adiestrada obediencia; y que, de alguna forma, el realizar preguntas en vez de contestarlas, genera en él un alto grado de satisfacción. O eso creo.
Tal vez solo busca respuestas a sus tantas incógnitas.
Sin un ápice de duda, afirmo con sentencia lo que en tiempos pasados me ha sido revelado por insistencia propia:
—Buscamos el grito silencioso que despierte a nuestro mundo.
Mi réplica lo saca de su comodidad antes expuesta, y logra que pequeños surcos se formen entre su frente y que, por momentos, sus pobladas cejas se encuentren en busca de una unión que no ha sido concebida para tal propósito. ¿Siempre he sido tan atenta a detalles ínfimos que antaño no consideraba? En ocasiones mi mente me confunde, toma vida propia y viaja a lugares recónditos, como si me estuviera advirtiendo de un porvenir agridulce, de una felicidad ácida, o de un corazón contrito. Y es en instantes así, en fugaces momentos como este, que me siento ajena a mi propio ser; o al menos creo saberlo, y por ello me pregunto a menudo: ¿quién soy? ¿Por qué perturbo mi monotonía en busca de la algarabía impredecible?
De un momento a otro me distraigo, desvío la atención del tema hacia diversas melodías que cantan desconsuelo.
—Simplemente buscamos descanso —interviene Carmelio desde la proximidad del minimalista y cuadrado salón, adornado por simples objetos sin importancia alguna.
Su acotación me sorprende. Él es del tipo callado y meditabundo, está siempre escueto y absorto, planteando dudas que solo él responde, y en constante compañía de aquel otro Carmelio que lo guía a través de su mente. Y, desde el límite fronterizo que lo separa del roble de madera que le invita a recorrer el nuboso exterior, expone sus pensamientos:
—Mi abuela, antes de que el deterioro de su mente se hiciera palpable, antes de que me olvidara, me decía que ella era una, que formaba parte del círculo de los doce y que ellos se encargaban de romper el cristal de Buena Vista. Acostumbraba repetir que su lucha sería postergada, pero que los nuevos retoños tomarían su aval con esmero y extenderían sus sueños, el de todos ellos. No logro comprender a qué se refería con tales palabras, solo sé que siempre la notaba cansada, como si buscara algo que aún no encontraba, incluso después de tantos años de búsqueda.
Conocí a su abuela. En ciertas ocasiones, cuando me disponía a salir de mi hogar, a cada momento que la veía vagar de aquí para allá en un recorrido incesante; me tropezaba con exclamaciones y temor sobre rosas y espinas, sobre el color sangre que tintaba todo lo que tocaba.
—Cada día —Carmelio prosigue sin advertir mis pensamientos—, continuaba exclamando sin cesar, que debíamos ver con los ojos del alma para llegar a comprender con la armonía de la sabiduría.
—No comprendo —replico con duda e indagación.
Y él, que continúa dirigiendo su vista a la entrada, como si estuviera esperando a alguien que no vendrá, expone sin preámbulos:
—Yo tampoco he podido entender su significado. Solo puedo decir que creo importante interpretar sus palabras. He estado experimentando este sentimiento que desconozco, uno que no me permite reposo y que me impulsa a querer saber sobre el pasado de nuestro pueblo.
¿Qué es este lamento que me reclama con vehemencia, como un pájaro con ambas alas rotas que se estremece en su vano intento por alzar vuelo?
Sus palabras se tornan tan significativas que se enclavan en mi mente, apartan con brusquedad ese espeso bosque que amortigua los sonidos sin producir la mínima refracción. Rebusco su semblante en el rincón de mis recuerdos, y logro entender en su totalidad lo enunciado por mi compañero. Ella también era uno de los doce, pero ¿qué significado o importancia merecía aquello? Su abuela estaba cansada del camino, estaba ardiente del elixir de su propia destrucción.
Ella, al final, obtuvo el mismo destino que él.
—Todos necesitamos embriagarnos de algo que nos impulse a seguir adelante —concluyo con pesar—. Deambulamos en busca de un detonante diario que nos obligue a encontrar ese otro algo que nos liberará; pero que, al no localizarlo, nosotros mismos respiramos de alivio porque entonces estamos de nuevo forzados a vagar sin detenernos.
Somos contradicción tras contradicción.
—Al final somos esclavos de ese algo. Solo utilizamos la libertad que nos es dada para encerrarnos en barrotes de afán. Buscamos una excusa para saldar nuestras equivocaciones y que predomine la exaltación —añade Carmelio de forma tan rotunda que me sorprendo. No sabía que gozara de tal cualidad.
—¿Y qué alabamos? —persiste interesado Gael, ese que posee los orbes oscuros. Su pregunta va dirigida a mí, como si yo fuera la única persona que habita en su mismo cielo, y en la desolada alegría de la afluencia de personas que respiran el mismo dolo.
No comprendo mi iniciativa al intentar o querer ofrecerle algún tipo de alivio, al dotarlo de respuestas que tal vez ignore. Nunca he sido comunicativa, siempre he tendido a cerrar mis palabras con un asentimiento sin vigor y un desdén oculto ante el exceso de charla.
Reparo en lo dicho por Carmelio, y ante mí, la respuesta se hace evidente.
—Alabamos el significado que le damos a las cosas.
Y entonces percibo que las palabras se desprenden de mi boca sin mucha dificultad, como si estuvieran elaboradas... No, es como si en algún otro instante ya hubiese meditado sobre este tema, y me hubiese dirigido a mí misma aseverando tales palabras.
Gael me observa con mucha atención, me hace parecer como el único recoveco en su mundo circular.
—Entonces dime: ¿qué anhelamos?
Sus preguntas van y vienen, al igual que las olas del mar, solo yendo y golpeando con fuerza a quien no se atreve a otorgarles su confianza.
¿Por qué Gael consiente que la duda se implante en su ser? ¿O es que tantas respuestas también se transforman en un arma de doble filo? No me detengo en esa línea de pensamiento, y tan solo accedo a sus demandas.
—No tenemos ni idea de aquello que anhelamos, porque no hemos hallado la verdad.
Pensativo, su vista recorre toda la estancia: desde el encendedor dorado, hasta el último cilindro de cera encendida que irradia el aposento.
—¿Por qué no te agrada encender las luces?
Su brusco cambio me desconcierta, pero de igual forma pronuncio:
—Porque la oscuridad es real, a diferencia de la luz. Puedo ver con claridad la ilusión perfecta. No sé lo que es, pero algo me dice que no debería sentirme a gusto con tal perfección.
—¿Qué quieres decir? No logro comprender por qué...
—La luz es aterradora, y, siempre que me acerco a ella, algo intenta rozarme, aproximarse a mí, obtenerme, poseerme y vencerme.
Le dije adiós con la promesa de no olvidar su presencia, pero, sobre todo, de su significado, porque, una vez que toqué la luz, mi entorno no volvió a ser el mismo, y ahora solo me acompaña su retrato en la lejanía de mis recuerdos.
—Saboreo y me deleito de la oscuridad iluminada de forma tenue, porque sin una no puede existir la otra, pero siempre hay un ganador: el que se impone, el que lastima y domina, el que asiente porque negará después.
He enterrado mi alma en la profundidad lóbrega que me atrae y me llama, donde nadie puede encontrarme, donde nadie ha llegado; y que me apacigua de los peores monstruos: de aquellos que se encuentran detrás de una sonrisa. Y cuando soy consciente de ello, mi desdicha se abre paso a través de mí, porque la esperanza me abandona, porque el sol ya no da su bienvenida, y porque temo que tal estado se alargue hasta la hora del ocaso.
Escucho a lo lejos sonidos fonéticos que aíslo sin inconveniente por la repentina sacudida que invadió todo mi ser, al digerir las palabras de Carmelio sobre Buena Vista.
Tantas respuestas ahogan preguntas no planteadas.
—¿Cómo llegamos aquí? —interrumpo el silencio cómodo que se había instalado sin darme cuenta. Carmelio es el único que se exalta ante mi repentina acción. El de las pupilas inquietantes solo se mantiene imperturbable, agazapado como un leopardo, y observando con cautela.
—Yo... No lo sé. ¿No hemos estado aquí siempre? —responde Carmelio con titubeo, y eso me heló de ominoso terror.
—¿Cómo es posible que no recordemos algo tan trivial? —pregunto con premura, mientras mi respiración se torna cada vez más acelerada.
El sonido del timbre me toma desprevenida, y me enfurece. Con total parsimonia, el tercer integrante se encamina a dar la bienvenida a nuestra nueva visita, a quien, que nada más cruzar el umbral que antes nos separaba, asalto con interrogantes que nunca me había hecho.
—¿Recuerdas vivir tu infancia en este lugar?, ¿o el momento en que llegaste a Buena Vista? ¿Qué me puedes decir de este lugar? —cuestiono sin pausa, y anhelo por el entendimiento, pero con cierto temor a su respuesta.
—Yo... —Se muestra aturdido ante mi avalancha de demandas. Luego frunce el ceño y cierra sus ojos en búsqueda de recuerdos— No lo sé. Creo que vine aquí por... algo.
No me doy por vencida, intento dotarlo de herramientas que le sirvan como detonante.
—Tú siempre alzas la mirada al cielo y observas incesante a la luna. ¿Por qué?
—¿Lo hacía? —Arruga de inmediato su frente y se dirige a la panorámica con duda, tal vez con la intención de rememorar su hábito, pero presiento que no obtendrá lo que busca, y lo que yo anhelo escuchar.
¿Realmente no lo sabe?, me pregunto con preocupación. Y ahora que lo pienso, nunca un aluvión de sentimientos me había explorado tanto. Algo ha cambiado, pero... ¿qué?
—Somos diferentes —dictamino segura, al tiempo que me elevo sobre una certeza de algo que de momento no logro encasillar—: los que nos encontramos aquí; y los demás que no acudieron hoy a la reunión. De hecho, ¿por qué entablamos una congregación cuando lo único que hacemos es solo tomar té y arroparnos en la meditación constante?
Con cada palabra que expongo, siento que se va formando un hilo conductor que me guía hasta el final, pero ¿cuál será?
—Ni siquiera conversamos, solo nos acompañamos. Hoy ha sido el único día que hemos logrado entablar una conversación. ¿Por qué nunca mostramos una sonrisa en nuestro rostro, como todos los demás que habitan en este pueblo? ¿Por qué somos los únicos que nadamos en agonía?
Siento que se me empañan los ojos, y, con sorpresa, evidencio que son... ¿lágrimas? Creo recordar esta palabra, y su significado. Solo conocía el dolor, pero ahora entiendo lo que se llama tristeza.
—¿Por qué somos los únicos cuyo jardín no es tan frondoso? ¿Por qué nos complace gastar nuestro tiempo encerrados en la calma de nuestros hogares? ¿Por qué no podemos rozar esa esencia de la felicidad que todos transmiten?
Ya no puedo divisar a mis compañeros porque siento como se derrama mi tristeza a través de mis ojos. Mi respiración es errática, y seco con brusquedad la exposición de mi dolor, pero por alguna extraña razón, me siento libre. Todos, menos Gael, me observan primero con evidente sorpresa, luego con brutal extrañeza, y al final con intriga y curiosidad.
—¿Qué fue eso que se derramó de tus ojos? —pregunta Carmelio con evidente curiosidad mientras se aproxima a mí y me evalúa con interés y regocijo. Noto que él aún no se percata de las tantas emociones que, poco a poco, se van manifestando en su persona.
Y con una sonrisa triste, le respondo:
—Eso fueron lágrimas. Aún no lo recuerdo del todo, pero creo que ellas nos ayudan a ser felices.
Veo congoja en su mirada porque sé que al menos entienden lo que es la felicidad, y, aunque no la han experimentado, la anhelan con fervor. Asiento, decidida, y con el propósito claro, paseo la mirada sobre cada uno de ellos, con toda la fuerza de mi determinación.
—Lograremos fracturar aquello que nos encadena. Siento que este lugar está opacado por un denso manto de engaño que nos ciega y encarrila en el olvido.
No me apeo de la osadía ni el valor, porque el vivir consiste en crear futuros recuerdos que, aunque generen tristeza, melancolía o desesperanza, serán como estrellas fugaces.
Tiene que haber algo más, lo sé, y los rostros ante mí que expresan desconcierto, me otorgan su beneplácito. Risas, tristezas, alegrías, lloro, cansancio, perseverancia, dolor y felicidad, fueron palabras que van y vienen a mí como la voluntad de la brisa.
—¿Y cómo haremos eso? —inquiere el amigo de la luna.
Comprendo que indague en busca de más, porque yo aún no me he adentrado en ese océano de entresijos, y sospecho que, mientras más se atisbe el desenlace, más complejo se tornará el camino.
—Podemos comenzar por comprender a los doce, de mi abuela Felicia. Aún no olvido sus enseñanzas, eso nos servirá —sostiene Carmelio sin dejar de observar la puerta de madera.
Le doy la razón y les comento de las rosas con espinas que siempre atendía cuando la anciana Felicia recitaba frases aleatorias, y el énfasis que le otorgaba a la Flor de Loto al final de cada oración.
—Partiremos de allí. Creo que podría ser la base y el inicio de todo, de toda la historia de Buena Vista.
Tres pares de asentimientos de cabeza me indican aceptación, pero el atisbo de duda en sus iris, me indican incertidumbre.
—Lo lograremos —repito, esperando emanar seguridad y firmeza—. No importa cómo, prometo delante de todos ustedes, y de los que aún desconocen el señuelo de la felicidad; que no descansaré hasta que hallemos la verdad.
—Podemos lograrlo, sé que juntos lo haremos. Tu abuela tenía razón, Carmelio, nosotros seremos la balanza de la imperfección innata contra la perfección fingida. Aún no podemos visualizarlo, pero la vida auténtica nacerá de nuevo, y con ello nosotros también. Volveremos a ser lo que no recordamos. Volveremos a existir.
Me encamino hacia el ventanal, porque siempre he sentido que el arbusto frente a mí me llama en agonía, a la espera de su libertador de cadenas. Diviso más allá del cenízaro, y enfoco la mirada en pequeñas figuras que se esfuerzan por ser vistas. Me pregunto qué son aquellas aureolas cuyo centro es de un color profundo como la noche, y sus extremidades, son tan extensas como el color del sol, todas nacidas de la maleza natural, de la extensión de aquel fuerte y débil sauce que se niega a mitigar su perseverancia.
Nunca había visto tal extrañeza surgir del polvo envenenado que nos entierra con deleite.
—¿Qué son? —consulto a la nada con vital confusión y desacierto.
No esperaba una respuesta de su parte porque se ha mantenido en un evidente silencio ensordecedor desde mi retahíla de preguntas y afirmaciones, por lo que me sorprende en demasía, pero sin dejar de ser grato, que exponga una frase y deje atrás el interrogante que tanto lo caracteriza como persona.
—Girasoles.
Y el conocimiento me invade. Siento el resurgir, la conquista de la reminiscencia que me ancla al pasado y me sujeta al presente. Habituada al frescor de la noche y a la niebla de la borrasca, olvidé por completo a la estrella que más brilla, y ella se alejó de nosotros.
Girasoles, plantas cuyo propósito y más grande característica, es moverse buscando la luz del sol.
El latir apresurado en mi pecho y el ligero temblor en mis manos, no me impiden avanzar aún más hacia el ventanal en busca de ese algo que espero encontrar, pero que no quiero hallar por temor al sentimiento más desgarrador que existe: la esperanza.
No. No podemos claudicar y dejar de lado el legado de aquellos que lucharon con propósito, que lucharon por y para nosotros.
Porque la derrota es la madre del éxito, y nosotros hemos aprendido para no volver atrás.
Pero dudaremos de nuevo, y no sucumbiremos.
Recompensaremos su fe.
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