AMARGAS REMEMBRANZAS

«¿Acaso Dios nos da la libertad como salvación? ¿Acaso Dios nos da la libertad como perdición?»

Día sexto del mes Lunar.
Un manto ennegrecido envolvió el firmamento, e inundó la altitud admirada e inalcanzable por los seres humanos; con rayos eléctricos iluminados en plata, estruendosos sonidos como manada de lobos por la noche, y precipitaciones cáusticas cual fuego consumidor.

Era tan pequeña que no pude entenderlo.

Con un proseguir ya establecido, padre y madre me tomaban de ambos brazos para recorrer a pasos saltarines, la estancia desde casa, hasta el lugar cuadrado revestido de blanco que, aquel día de su inauguración, fue adornado por grietas canosas que nacían del cielo. Siempre que arribaba a tal lugar, la característica principal con la que todo infante nace y que al crecer pierde, la credulidad, hacía mella y el desconocimiento otorgaba su fruto.

Era una niña muy imaginativa, y mi mente siempre hacía transmutar el espacio, los objetos y las personas, en entidades totalmente ajenas a la realidad.

Dentro de la casa comestible, me gustaba vagar por los caminos pedregosos que acompañaban a una multitud de seres alados que pululaban por los derredores. Sus formas y colores me hacían querer parecerme a ellos, y, frente a mí, un desconocido caparazón sin tortuga me atraía a sus fauces intrigantes e inexploradas. No dudé. Me adentré con la natural convicción de un infante, dispuesta a descubrir sus entresijos. Se abrió el telón y pude visualizar, detrás de cristales corredizos, extrañas, pero hermosas aves moteadas en colores de un bello arcoíris, que bailaban al son de la alegría como si de un ritual se tratara, que picoteaban con avidez y certeza los panecillos dorados que, obedientes, permanecían en la estancia cual soldado frente a su capitán.

Y, luego del programado festín, y como si de una ilusión se tratara, diversos seres terrenales emergían frente a mí, y, bajo sus bases enfundadas en un plástico particular, yacían infinitos pétalos níveos moteados en vino tinto y revestidos de cicatrices. Al ver tal escena que no concordaba con el teatro amistoso antes admirado, un desconocido sentimiento me embargó por completo, una sensación que no supe describir en aquel entonces, no obstante, con mucha premura, rogaba a mis extremidades inferiores que dieran pasos acelerados con tal de no presenciar de nuevo, tal imagen vana y feroz, no en la realidad, y, por supuesto, aún menos en mis pensamientos.

Impulsé mi cuerpo hacia adelante, y corrí.

Me eché a correr sin rumbo fijo al ritmo del retumbar de las centellas enfurecidas, hasta que un nacimiento de pétalos color sangre detuvo mi escapada, y me arrinconó sin derecho a protesta, me obligó a observar cientos de retoños estampadas con diminutas púas. En aquel momento, desconocía lo que eran esas seductoras plantas cuyas hojas me llamaban tanto la atención. Me aproximé hacia el atractivo con evidente fascinación, obviando el caminar apresurado de aquellos transeúntes de bata blanca que, por poco, no tropezaban con aquella pitusa encantada.

A veces, la ignorancia es un privilegio, y una bendición. Otras tantas, es un pecado sin arrepentimiento.

Aquel día conocí el dolor, la tristeza y la aflicción. Gruesas gotas cristalinas surcaban mi rostro hasta descansar en el delicado almohadón sobre mi cama acolchada.

Aquel día conocí el egoísmo, la codicia y el engaño.

Aquel día, simplemente conocí.

Mis amigos de alma, Nicanor, Macario y Meridio, se reunían conmigo cada día después de las dos de la tarde, cuando todas las familias ya habían disfrutado del alimento proveniente de sus manos callosas y del madrugar escogido.

Macario era nuestro líder, lo seguíamos y le confiábamos nuestros juguetes favoritos cuando estos se accidentaban. Él los reparaba. Era muy listo y algo gruñón, pero siempre protector.

Contar y recorrer el camino de las laboriosas y nunca cansadas hormigas era nuestra diversión. Y, cuando un rayo segaba el cielo en dos, sin ningún remordimiento, como cuando la araña ataca a su presa y la falacia reina sobre lo auténtico, reíamos por el repentino susto que nos ocasionaba, pero, cuando nuestras pupilas se encontraban, nos observábamos con evidente tristeza en nuestros ojos.

A través de la neblina, un sutil camino se abría paso poco a poco, gota a gota, tormenta a tormenta.

Fue la segunda señal, pero no acatamos.

Lo sentíamos, percibíamos el cambio, pero no podíamos verlo. Aún no.

—No teman, yo los protegeré —sentenciaba Macario.

Siempre fue así. Nuestro guardián protector.

Ahora lo visito donde todas las rosas sin espinas descansan para toda la eternidad, y lamento profundamente que fuéramos nosotros quienes no pudimos protegerlo a él.

Ahora descansa. Este mundo no era suficiente para ti. Lo irradiabas tanto con tu luz, que los mismos ángeles te llevaron donde en verdad pertenecías.

—Lucharé, amigos míos, lucharé para obtener el beneplácito del pueblo, y liberarnos del ensueño en el que nos encontramos —afirmaba con esa voz rotunda que lo caracterizaba tanto.

Pero tal objetivo riesgoso no podía ser llamado del todo altruista. Nuestro amado amigo Meridio, aquel que siempre dibujaba una sonrisa en su rostro aun cuando sus ojos eran empañados por la desidia etérea que nos arropaba, desapareció en un día cálido cuando el cielo con alegría irrumpió entre las nubes cristalinas. Sin aviso y sin compasión.

Su desvanecer recorrió de principio a fin toda Buena Vista, pero, como todo lo que se recuerda por presencia... lo olvidaron.

Nosotros no.

Éramos «los doce», y, como tales, debíamos tomar acción, porque la carga de nuestro presente debía ser llevada sobre nuestros lomos, y el sufrimiento debía ser soportado por un futuro unido a nuestro pasado, donde Buena Vista era Flor de Loto, y no sangrante rosa. Y así lo hicimos. No nos dejamos llevar por la corriente de mundanalidad que infestaba nuestro entorno.

Si antes nos vestíamos de honor, compasión, calidez, amor y voluntad, decidimos forrarnos de accesorios llamados honestidad, empatía y verdad. Como valientes caballeros nos destinamos hacia el frente, y recibimos todas las heridas como soldados que protegen a su pueblo.

Pero perdimos la batalla, porque, cuando hay oscuridad y viento, la vela en alto no puede mantenerse en pie. Y ahora, mermados en números, los doce solo podemos esperar la gracia divina que proviene del corazón.

No pude salvar a mi primogénita de la pérdida de su sonrisa de Duchenne, pero anhelo con todo mi ser, amparar a mi nieto. Deseo enfundarle todo mi legado, toda mi historia. Ansío para él, el respiro de la verdadera esencia, y pretendo que se guíe por el sendero de la sabiduría, de la libertad, y el dominio. Ya no es aquel niño de mirada perdida que hallé hace años sosteniendo el mango de sus cadenas, quien, sin pensarlo, bajo el umbral de su presidio constituido por ladrillos, caliza y arcilla, lo abracé con esmero y cariño para que nunca más se sintiera desprotegido.

Y el viento del poniente susurró voces de felicidad.

«Libertad y dominio», siempre le enseñaba. Espero que siga guardando aquellas palabras con empeño.

«No temas, corazón mío. Aunque te sientas solo, no lo estás. Esfuérzate y sé valiente, surca los senderos peligrosos porque, al vencerlos, alcanzarás la plenitud divina y obtendrás la verdad eterna. Tú puedes lograr lo que nosotros no. Puedes congregar a los más fuertes en espíritu, a aquellos que conocen sus lamentos y tristezas, a aquellos que sufren por el paralelismo de su vida contra lo externo, a aquellos que tan solo sienten».

Es lo último que quisiera decirle, pero mi mente ya no es lo que solía ser. De tiempo en tiempo disfruto de una lucidez impactante, como ahora, donde soy dueña de mí misma y, sin refreno alguno, puedo viajar y navegar siendo consciente de mi propio ser. Pero solo actúa cuando sobreviene un diluvio.

¿Cuánto ha pasado desde que ocurrió aquel vendaval?

Mis recuerdos vuelan de nuevo hacia el pesar perpetuo.

—¿Por qué es tan arrollador para las personas encontrar la verdad? ¿Cómo ayudarlos sino se ayudan a sí mismos? Por desgracia, no hay salvación para nosotros, hermanos. Estamos condenados —afirmó Nicanor.

—No desesperes, Nicanor. Donde hay esperanzas, siempre hay dificultades —anuncié, esperando apaciguar la aflicción que lo embargaba. Que nos embargaba.

—No se puede salvar a otro estando solo, Felicia.

Y dudé. Dudé porque esa es la característica de las personas adultas.

Me pregunté cómo mantener el equilibrio cuando miro a mi alrededor y solo veo balanzas. Cuando la gratitud tiene precio y la salvación no tiene entrada. Cuando hay sonrisas externas, pero miradas lúgubres y vacías. Cuando el caminar rápido y constante denota chispas de vida, pero las mentes son un pozo lleno de sufrimiento. Cuando el paraíso anhelado se retrata con instrumentos y no con imaginación. Cuando tememos morir, y no sabemos vivir.

Mis convicciones vacilaron ante tal afirmación de mi leal amigo. Todos los presentes lo hicimos. Caímos en la desesperación y el desasosiego. Mis palabras se volvieron en mi contra, recordándome cuán valioso es un juramento cuando una vez que caes, no vuelves a levantarte.

Nos rendimos, y no hubo marcha atrás.

Porque las oportunidades no se repiten.

Fue diferente para cada uno de nosotros, pero, desde ese día en adelante, el deterioro de mi mente dio inicio a un fin impuesto y predeterminado.

Ahora, en nuestro Samán ya no florecerán hojas verdes nunca más, ni se posarán sobre nuestros tallos, pajaritos armoniosos para entonar serenatas al anochecer. Como campano que ha perdido cimientos, solo le queda consolarse en el ocaso de su decadencia.

Y sucedió de nuevo.

Primero en forma de ventiscas arrolladoras que galopaban con más ímpetu conforme el tiempo pasaba. Luego dio paso el resurgir de centellas blancas en la total oscuridad que daban aviso del próximo canto de Madre Tierra: su acometido llanto bañado en tristeza y agonía.

Quiso purificar nuestra tierra con sus gotas de cristal, pero no la escuchamos.

Porque el libre albedrío funciona de esa forma. Se nos ha sido concedido, se nos ha sido dado para tomar, por nuestras propias manos, las opciones y decisiones que nuestro ser y nuestra mente, en su imperfección perfecta, puedan y quieran tomar.

Pero, el poder de elegir, ¿cómo obra además de empleando la intrínseca libertad que poseemos? Es un arma de doble filo, un punzón en forma de alternativas que van y vienen sin descanso, que nos persiguen y acorralan como león rugiente.

Y por ello llegan los miedos y los gritos silenciosos.

¿Cómo saber lo que es correcto para elegir o desechar? ¿Cómo usar tal fuego ardiente sin quemarnos?

No lo sabremos nunca.

Porque las equivocaciones existen para ser cometidas.

Porque nunca hay una respuesta correcta.

Porque solo hay opciones.

No. No es así.

Esos seres terrenales sabían lo que hacían. Destrozaron lo puro por la vanagloria propia y la ambición. Mutilaron la imaginación por las ideas implantadas. Acabaron con la alegría y la empatía, por el cálculo y el resultado.

Pero, había elección, y escogieron.

Se convirtieron en rosas con espinas por decisión propia.

Decidieron tener las respuestas correctas a todas las preguntas, la perfección sublime, la prisión como libertad.

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