Parte única

Comisión para @riostanz (tw)
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Otra vez había tenido la oportunidad de estar frente a ese paisaje casi irreal de la hinchada coreando su nombre o lo más parecido a ello. ¡Scaloneta, Scaloneta! Se oía desde cada esquina del estadio. No se sentía merecedor de tanta ovación, no creía haber hecho gran cosa. Al fin y al cabo, todo había acontecido gracias a los veintidós increíbles jugadores con los que contaba la selección argentina. Veintidós personas que no había convocado por sí solo, había tres personas importantes que lo habían ayudado a formar el equipo que un dieciocho de diciembre se convirtió en campeón del mundo. Pablo Aimar, Walter Samuel, Roberto Ayala y no podía dejar afuera a Luis Martínez, el mejor preparado físico que podía tener semejante grupo de jugadores profesionales.

Sin embargo, a pesar de la felicidad desbordante que sentía en el interior de su pecho, habían sido demasiados festejos en los últimos cinco días, su cuerpo le exigía dormir por al menos cuarenta y ocho horas seguidas. Pero cuando logró escaparse a los vestidores del Estadio único de Madre de Ciudades, vió a Pablo Aimar hablando con uno de sus hijos por teléfono. Estaba tan tranquilo y sonreía con tal brillo en su rostro, que sintió como todo su cuerpo se estremecía ante ese ángel futbolero que la vida le había permitido conocer hacía más de veinte años atrás.

Cuando el cordobés notó su presencia, cortó la llamada con un rápido "los quiero", y luego puso toda su atención en él.

—¿Por qué estás acá y no en la cancha? —preguntó arqueando la comisuras de sus labios en una sonrisa que podía iluminar su mundo entero en tan solo un instante.

—Porque vos no estás allá —respondió Scaloni con esa picardía típica de su personalidad.

—Pero si ni siquiera te das cuenta por donde estoy, te encanta la atención de la gente —replicó divertido recordando como, en los festejos del mundial de la sub 20, había sido él quien dirigió los coros eufóricos de los hinchas.

—Bueno, puede ser, pero ahora estaba pensando en vos —confesó metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón azul.

—¿Pero qué decís? —se quejó risueño.

Pablo se levantó de donde se encontraba sentado, y se acercó a Scaloni para palmear su hombro y retirarse del vestuario para darle la privacidad que podía haber estado buscando el santafecino. Pero la mano de éste sobre su antebrazo no le permitió continuar su camino.

—¿Y ahora qué? —le interrogó sin cambiar su estado de ánimo.

—Que todavía no he festejado con vos —respondió con un tono de voz casi íntimo, paseando sus ojos por el pecho de su compañero hasta llegar a sus labios que ahora ya no se encontraba formando una sonrisa.

—Lio, ya festejamos demasiado con los chicos, quiero irme a mi hotel a dormir —enunció algo esquivo a lo que estaba sugiriendo.

—Por favor, dejame ir con vos. Después tengo que volver a España —le rogó subiendo su mano por el largo de su brazo hasta colar algunos de sus dedos por debajo de su mano para acariciar la piel desnuda de su hombro.

—Yo... —Aimar trató de formular una respuesta lo suficiente convincente para que Lionel desistiera de sus intenciones. Pero el santafecino confundió sus neuras al tomar, sin permiso, un casto beso de sus pares entreabiertos—. ¿Por qué me haces esto? —le cuestionó frustrado sintiendo como cada centímetro de su piel le clamaba por el tacto libidinoso de Lionel Scaloni.

...

En las afueras del estadio, saludaron a cada jugador con un caluroso abrazo y unas palabras de aliento para continuar en el futuro. No volverían a verse hasta junio del mismo año. Extrañaría cada uno de ellos en el silencio de su sonrisa, pero al menos tenía a los chicos de la sub 17, los que tiernamente se dirigían hacia él como "profe", en vez de entrenador. Qué fácil era de conmover. Especialmente cuando minutos antes, su preciada primera pasión, había tocado justo en la tecla, había logrado convulsionar su interior y las lágrimas le brotaban con una facilidad de la que hasta casi se avergonzaba.

Julián Alvares, ese pequeño ex River como él, había bajado del colectivo al notarlo llorar, preguntó varias veces si podía hacer algo por él, pero negó enternecido por su preocupación. Scaloni, quien había estado cruzando palabras con Walter Samuel, se acercó hasta Pablo para rodear su cuello con su brazo. "Quedate tranquilo que yo ahora lo acompaño hasta su casa", le dijo a Julián para que volvería al colectivo que los llevaría hasta Ezeiza. Para subir al avión privado de la selección y regresar de inmediato a Europa donde los esperaban sus respectivos equipos de la Premier League, LaLiga o La Ligue 1, entre otras categorías en donde se despeñaban los jugadores argentinos.

—Vamos... —le dijo Lío abriéndole la puerta del taxi que los llevaría hasta el hotel donde él se hospedaba. Quería volver a negarse, pero parecía inútil ante la determinación del santafecino. Rezongó sutilmente por última vez, y se subió en el auto.

El taxista los reconoció a ambos de inmediato y, tímidamente, les pidió una foto y un autógrafo. Lionel, como siempre, estaba encantando con la atención. Pero él respondió con su típico: para qué. El hombre, de unos cincuenta años, le explicó que era para su hijo de diez años, quien se haría mucho ilusión de recibir el saludo de una estrella futbolística como lo había sido él, Pablo César Aimar. No podía contra ese argumento, los niños y los adolescentes eran su debilidad. Otra vez, el alma de profe.

...

Cuando por fin ingresaron a su habitación, Scaloni siquiera esperó a que Pablo lo invitara a tomar algo, lo agarró por detrás y lo obligó a sentarse sobre su regazo en la cama. Aimar, algo molesto, le pidió que ambos tomaran un baño antes de hacer cualquier cosa. Pero Lionel no parecía escucharlo, sus manos ya se habían colado por debajo de su remera, y jugaban con sus pezones mientras su lengua se paseaba por su nuca.

Otra vez estaba cayendo por el desgraciado de Lionel Sebastián Scaloni. Quien desde que tenían unos precoces veinte años, sabía dónde tocarlo para que perdiera sus fuerzas y se dejara hacer por sus manipuladores encantos. El odio y la culpa que sentía en cada una de esas veces, era tan solo comparable con la lujuria y la excitación que iba apoderándose de cada rincón de su cuerpo.

—Te espera tu mujer, deberías irte en el avión con los demás —llegó a decir antes de soltar los primeros gemidos.

—No me vengas con esa ahora. Los dos queremos esto —argumentó antes de levantarlo para luego tirarlo en la cama y subirse encima de él.

Que chamuyo barato, pensó Aimar. ¿Cuántas veces había dado esa justificación barata para compartir el pecado? ¿Cuántas veces se puede enunciar a lo largo de dos décadas, con tanta falta de vergüenza, la misma estúpida frase?

Los dos queremos esto, repitió en su cabeza. No, jamás hemos querido lo mismo, le respondió a un joven Scaloni de rulos húmedos que lo metía en el interior de una ducha privada del club para hacer que se sostenga de la pileta mientras él metía una primera falange en su interior.

Los dos queremos esto, otra vez resonó en su mente. Vos siempre me quisiste amar entre cuatro paredes, mientras yo quería darte el mundo entero. Nunca quisimos lo mismo.

Una lágrima recorrió su mejilla derecha, una que Scaloni no percibió por estar entretenido con su cuello y en la estrechez de su cintura, que en lo que sucedía en su rostro. Nada nuevo realmente.

Aún recordaba la primera vez que recorrió su piel. Fue ahí... en aquel hotel asiático en pleno centro de Malasia. La emoción por haber llegado a la final había sido tanta, que Scaloni pensó que necesitaba tener sexo para festejar como Maradona manda. Aimar había sido la víctima o el afortunado, todo dependía de con cuál lente se viera. Pero aún así, se desarmó en sus brazos, en sus besos, en su sonrisa de galán que a cualquier ser humano ponía de rodillas.

¿Cuántas veces habían compartido la cama desde aquella vez?

Demasiadas para contar.

Scaloni separó sus piernas, le arrebató sus prendas y lo dejó con su erección al descubierto. Aún le daba un poco de vergüenza. Le daba vergüenza encontrarse tan vulnerable, tan predispuesto a sus antojos. Era débil, humillantemente débil.

—¿En qué estás pensando tanto? —preguntó Lionel poniéndose a la altura de su falo, el cual tomó con su diestra para hacerlo rozar el borde de sus labios.

—Pienso en que debiste tomar un vuelo y, en vez de eso, estás acá, a punto chupármela, para después metérmela en el culo. ¿En qué otra cosa podría pensar? —cuestionó casi irónico.

Scaloni se sonrió divertido, el Pablo Aimar enojado lo calentaba más que el Aimar profe o el Aimar mejor amigo. Aunque su Aimar favorito había sido el enamorado. Aquel que le confesó sus sentimientos alrededor de los treinta años. Ese Aimar apretaba su pene como si quisiera que nunca se volviese a salir de él. Era una dulzura, y lo más caliente que conoció en su vida, pero no pudo atesorarlo, había mucho en juego.

—Bueno, pero prestame atención a mí —demandó con esa mirada de ojos oscuros que le hacía sentir un molesto y placentero cosquilleo en su espalda baja.

¿Atención? Pensó irritado. Si tienes más atención de la que siempre has deseado. Te mira el pueblo argentino, te escuchan los jugadores, te adoran tus hijos, te ama tu esposa y yo... y yo siempre te he mirado. Siempre he puesto mi atención en vos. ¿Por qué me demandas semejante tontería?

Aimar quería llorar, gritar, incluso golpearlo. Pero cuando la boca de Lionel Scaloni se cerraba sobre su erección, su mente se apagaba. Solo podía gemir, gemir como si nunca antes hubiera tenido sexo, como si nunca antes su pene hubiera golpeado contra una profunda garganta masculina.

Aunque recordó lo único que aún tenía a su alcance, tirar de los ahora cortos cabellos azabaches de Scaloni. Pero, lejos de molestarse, el santafecino parecía excitarse por esas jaloneadas a su cabello. Vos y tus gustos raros, masculló entre dientes antes de ser obligado a darse la media vuelta hundiendo su rostro sobre una de las mullidas y blancas almohadas del hotel.

Scaloni se tomó unos segundos para grabar en su memoria el culo desnudo y expectante de Aimar, con su pene dolorosamente erecto, cubierto de líquido preseminal saliendo de entre sus piernas, aplastado contra el colchón de la cama. A pesar de tener cientos de recuerdos similares a ese momento, cada una de las veces que lo volvía tener así, tan fácilmente entregado a él, tan necesitado de su carne atravesándolo, merecía un instante de contemplación.

Estiró uno de sus brazos y tomó el lubricante, que sabía que estaría esperando por él, en el cajón de la mesa de luz. Llenó su dedo índice con abundante del íntimo, y lo introdujo lentamente en el interior del cordobés, quien mordió la almohada conteniendo los quejidos de los que sabía que el alto disfrutaba. Scaloni se inclinó hacia su espalda y comenzó a dejar lentos y húmedos besos en la línea de su columna. Apretó con más fuerza la almohada que ocultaba su lujuriosa expresión, y Lionel metió el segundo. De manera inconsciente, levantó un poco su trasero casi como si rogara por una tercera falange moviéndose en su interior. Odiaba ser tan fácil cuando se trataba del actual DT de la selección argentina. Antes (y también ahora) del santafecino pelotudo de pija parada que siempre estaba caliente.

Cuando, finalmente, Scaloni liberó su propia erección de sus pantalones y la llevó a su entrada palpitante, cual en cada contracción de sus músculos dejaba salir un hilo del rosado líquido viscoso, no pudo evitar soltar un fuerte gemido que lo avergonzó hasta a él mismo. Lionel, por su parte, al escucharlo tan excitado, no pudo mantenerse calmado. Terminó por penetrarlo casi de un solo movimiento, que provocó un sonoro ruido al chocar sus testículos contra los duros glúteos de Aimar. Éste lo puteo, lo maldijo y trató de escaparse de él, le había dolido la intromisión tan repentina en su recto. Pero era tarde para arrepentirse, por lo que lo agarró de las muñecas y las sostuvo contra su espalda mientras comenzaba un lento vaivén hacia atrás y hacia adelante.

A pesar de la bronca, Aimar no podía resistirse a la naturaleza de aquel acto y de su propio cuerpo. Sus gemidos comenzaron a inundar la habitación de aquel hotel santiagueño. Soltame, culiado. Exigió incomodó de no poder sostenerse mejor al tener sus manos sostenidas en su espalda. Scaloni accedió a su demanda, y las soltó. Pero al hacerlo, lo hizo, otra vez, cambiar de posición. Ahora frente a frente, como al principio, como la primera vez que sus cuerpos se hicieron uno solo.

—¿Hoy te dije lo hermoso que sos y lo mucho que me la pones dura? —inquirió con ese tono de voz galante que solo le provoca a Pablo ganas de arrancarle el pene con los dientes.

—Dedicate a meterla y a decir menos pelotudeces —respondió más excitado que enojado.

Scaloni, tal vez, podría haber acotado algo. Pero, en aquella situación, no era más que un esclavo al servicio de su amo. Por lo que, sin dudarlo, acató su orden y procedió a colocar las piernas de Aimar por sobre sus hombros, y agarrar su pequeña cintura para continuar con ese interminable vaivén que hacía gritar al cordobés de placer.

Aimar quería apretar la almohada en la que su cabeza descansaba, pero su húmedo pene rogaba por su atención. Cerró su mano sobre él, y trató de seguir el ritmo de las penetraciones, pero estaba demasiado extasiado para siquiera darse cuenta a qué velocidad el santafecino golpeaba su próstata. Terminó por hacer subir y bajar su mano a una ritmo frenético mientras sus ojos se encontraban cerrados, y sus gemidos se hacían cada vez más fuertes y constantes.

—Mirame, Pablo, mirame —le pidió Lionel con una voz pesada cargada del calor del momento.

Aimar no podía negarse a esos ruegos que hacían saltar su corazón. Levantó sus párpados y se encontró con el rostro de Scaloni a centímetros del suyo. Sus piernas se abrazaron a su torso y terminó con la distancia entre los dos. Sus bocas se devoraron como hacía rato habían estado necesitando. Sus lenguas comenzaron una obscena danza que producían hilos de saliva que se deslizaban por el mentón de Pablo.

Lionel gruñó en su boca, estaba cerca de su clímax. Lo único más fuerte que sus gemidos en aquel instante, era el golpeteo incesante de sus testículos contra la nívea piel del cordobés.

¿En algún momento el santafecino dejaría de ser adicto a ese erótico sonido?


—Me decís que me amas, que queres estar conmigo, que soy lo único en tu vida. Pero hace unos años todo aquello te chupó un huevo y te cogiste a la primera mina que te pasó por enfrente y encima te casaste con ella —enunció Lionel aguantando un sin fin de lágrimas que amenazaban con derramarse en cualquier instante.

—Tengo miedo, Lionel. Vos sabes como es este tema en nuestro ambiente, en la sociedad, para nuestras familias —Aimar hizo una breve para secar las tímidas lagrimillas que se habían escapado del borde de sus ojos—, para dios incluso —agregó lo último tocando el rosario que siempre llevaba en su cuello.

—Que dios me la chupe, Pablo. ¡Que todos se hagan culiar! —espetó con una sonrisa irónica que trataba de ocultar todo el dolor y la impotencia que estaba sintiendo en aquel momento.

—Lionel, por favor, quiero estar con vos —repitió Aimar acercándose al pelinegro que trataba de alejar sus manos de su pecho. Era débil a esa carita angelical con la soñaba noche tras noche, casi como una tortura personal.

—Siempre podemos estar juntos, siempre que nos pinte. Me encanta cogerte, me encanta metértela hasta que me rogas por más. Pero no me pidas escaparme con vos. Porque sos vos el que después se va a arrepentir. Ya no somos pendejos, Pablo. Yo te conozco mejor de lo que te conoces vos mismo. Hoy te haces el valiente, mañana volves a tu casa a fingir que sos un macho futbolero. Siempre voy a ser yo él único que te conozca de verdad.

»¿Sabes qué prefiero? Que me eches toda la culpa a mí. Pensa lo que vos quieras, que no estamos juntos porque yo soy un egoísta de mierda. Un hijo de puta, cosa que no es mentira, porque prefiero velar por mí, a que vos me hagas bosta. Llamame o recibime para hacerte tener un orgasmo por el culo, pero después, dejame en paz y volve con tu mujer.


Finalmente, ambos llegaron al punto máximo de placer, Scaloni manchó el interior de Aimar, y éste terminó sobre su propio abdomen. Lionel se movió un poco más para extender el posorgasmo. Pablo gruñía en cada pequeña embestida que hacía, su próstata estaba demasiado sensible por tanto ajetreo.

Al sentir su interior vacío, una profunda soledad se instaló en su pecho. Había recordado cosas que no debía, verdades que jamás quiso haber escuchado, que trataba de borrar de su memoria.

—Alguien estaba necesitado, eh —comentó Lionel al recuperar el aliento. Se había recostado a su lado chusmeando las novedades en su teléfono celular. Que poca intimidad, llegó a pensar Aimar.

—Vestite y andate —le ordenó Pablo buscando las sábanas para taparse. Le dolía cada centímetro de su cuerpo, ya no era tan joven para la pasión desbordante del santafecino.

—Ah, no te hagas el duro, pelotudo. Quiero hablar un rato con vos. Mañana me voy y no me vas a lograr sacar de antes de eso, ¿ok?

Para qué iba a discutir con Lionel, si ya lo tenía decido, tenía que ser así. Como cuando a él le pareció una locura dirigir la selección argentina, pero Lionel lo convenció de pensar en las posibilidades, y ahora estaban acá, festejando la tercera.

Todo parecía casi un sueño; y si ahora mismo vivían en una ilusión que tenían desde que eran unos críos que iban de la mano de sus madres a la canchita del barrio. Qué le impedía fingir con que él era un poquito más valiente, y con que Scaloni lo dejó todo por él y que jamás se apartó de su lado. 

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