#007 Take me Home 》 Candy II
S A N G I ────── la hija de mingi a veces lo odia.
Sunye subió las escaleras hasta su habitación y se encerró en la misma tras dar un fuerte portazo. Mingi se sobresaltó y miró a San parado en el hall, su esposo veía las escaleras con rostro cansado.
―¿Pasó algo a Sunye? ―preguntó Mingi, levantándose.
San negó una vez y se acercó a él, dejando un beso en su nariz y acarició su cabello con una mano, delineando su cara con la otra con sumo cuidado. Los años habían pasado sobre ellos y se veía en cada pequeña arruguita.
Mingi se sentó en las piernas de San cuando este lo hubo hecho sobre el sofá.
―Está algo molesta. Quiere ir a una fiesta y no la dejé ―murmuró San, besando los nudillos de Mingi.
―¿Por qué no la dejas? ―preguntó ladeando la cabeza.
A Mingi le gustaban las fiestas, eran divertidas.
―Porque no estaré esta noche, y alguien debe quedarse contigo, cielo.
Mingi balanceó sus pies.
―Puedo cuidarme solito ―renegó el menor, tomando la cara de San entre sus manos.
San sonrió sintiendo ternura por aquel morrito en los labios de su esposo.
―No, princesa. Alguien debe hacerte de comer y acostarte, no quiero que enciendas la cocina tú solo, y no te vas a acostar sin nada en el estómago otra vez. ―San resopló―. Sunye tiene que entender, debe quedarse en casa a cuidar a su mami y a su hermanito ―susurró lo último acariciando el vientre de seis meses de Mingi.
Mingi abultó las mejillas, sintiéndose culpable de que su hija no pudiera salir a divertirse por tener que cuidarlo. Sunye había sido la niña más tranquila y obediente del mundo, la disciplina de San y los cuidados de Mingi la habían convertido en una buena persona. Sin embargo, esa niña había crecido, y a Sunye ya no le agradaba la idea de pasar las tardes jugando a las muñecas con Mingi. Ella quería salir con sus amigas y con chicos lindos.
―Además, todavía es demasiado pequeña para ir a una fiesta así de grande.
Mingi frunció las cejas, recargando la cabeza en el pecho de San.
―Tal vez... si contratas a una niñera para mí... Sunye pueda hacer cosas de chica normal ―bajó la mirada a sus uñas―, y no tendrá que quedarse en casa a cuidar a un tonto.
San detuvo las caricias en la espalda de Mingi y lo miró con todas las facciones de su cara fruncidas. Se apresuró a negar, dejando salir un resoplido.
―La última te golpeaba, Min. No permitiré que eso pase de nuevo. ―San besó la mejilla de Mingi, dejando descansar allí sus labios―. Sólo será hoy, puede ir a otra fiesta después.
Mingi frunció la nariz, dejando morir el tema. San se fue dos horas después, tenía que viajar a Busan para buscar unos medicamentos de una farmacia de turno y unos documentos en casa de su tío, y volvería al día siguiente; eran cerca de las ocho de la noche y Mingi ya tenía hambre, pero no quería ir a molestar a su hija.
Tampoco podía llamar a su mamá, ella estaba de viaje en Polonia.
Se levantó de su casita de juegos y caminó hasta la cocina; él le demostraría a San que podía solo. Encendió la cocina, eso fue fácil. Había visto a San hacer eso miles de veces. Lo difícil fue preparar su biberón, y tener el pulso suficiente para cargar el agua caliente dentro, se quemó los deditos mientras se mezclaba la leche en polvo con el agua y el azúcar. Ensució la mesada, pero le pasó un trapito y todo se vio limpio de nuevo.
No podía preparar la comida deliciosa que hacía San, así que con un biberón bastaría, pero Sunye debía comer algo.
Él no podía comer comida hecha, era mala para su pancita, pero una pizza no le haría daño a Sunye. Tomó el teléfono y caminó escaleras arriba en búsqueda de su hija, para preguntarle si prefería pizza u otra cosa.
Tocó la puerta varias veces, cuidando de no sonar demasiado fuerte en caso de que ella estuviera dormida. La puerta se abrió y su hija le regaló una mirada neutra.
―Sunye... ¿quieres comer algo? ―preguntó Mingi, despacio, levantando las cejas.
Su hija miró el biberón en una de las manos de Mingi y el teléfono en la otra.
―¿Te lo hiciste tú solo? ―preguntó Sunye señalando la leche con color pálido.
Mingi no la había probado todavía, pero asintió feliz.
―Ni siquiera puedes hacerlo bien ―Sunye renegó en un murmullo hastiado, quitándoselo bruscamente.
Sunye bajó las escaleras y Mingi la siguió, confundido.
―Papá es tan injusto conmigo. ―Sunye tiró lo que Mingi se había preparado y puso más agua a calentar―. Tengo dieciséis años y me tengo que quedar aquí un viernes, porque tú eres tan inútil que ni siquiera puedes hacer leche solo. ―Lo apuntó con el dedo, su voz sonaba temblorosa de la rabia―. Te odio tanto ―susurró tan bajo que no supo si Mingi la escuchó, pero se arrepintió rápidamente y negó varias veces con la cabeza.
―¡Sí sé! ―Mingi dio un saltito, señalándose a sí mismo con desesperación―. Ya lo había hecho, pero lo tiraste...
―¡Eso ni siquiera se podía tomar, era casi transparente! ―gruñó molesta, tomando la caja de leche en polvo y el azúcar de la alacena―. ¿Por qué tienes que tomar esto? Es tan... tan infantil.
Mingi se hizo pequeño en su sitio, confuso de que su pequeña le hablara en ese tono tan feo. No entendía porqué estaba tan molesta, sólo era una fiesta. Sintió su pecho adolorido y frunció la nariz, picosa, sus ojos borrosos por las lágrimas. Ella jamás le había tratado así.
Sunye estaba de espaldas a él, preparando su biberón con violencia. Repitiendo palabras que Mingi no lograba escuchar, estaba muy enojada.
Mingi se sintió más tonto de lo que alguna vez en toda su vida se hubiera sentido y suspiró angustiado. A veces era tan frustrante no poder entender las cosas.
―Puedes ir si quieres ―dijo Mingi luego de unos segundos en silencio―. No le diré a Sannie. Me quedaré quieto, esperando a que vuelvas... no me meteré en problemas... pero no me odies, por favor.
Sunye dio media vuelta para verle, sus ojos llenos de ilusión.
―¿Seguro? ―preguntó ella, haciendo sus ojos más pequeños, buscando la mentira―. ¿Lo dices en serio?
Su mamá no mentía, así que Sunye le creyó. Sonrió aliviada y le entregó el biberón ya hecho.
―Ven, te pondré Barbie en la televisión. ―Lo tomó del brazo y lo condujo a la sala de manera apresurada, los piesitos de Mingi se cruzaron entre sí, pero ella sólo podía pensar en que vería a su novio en la fiesta, no en su mamá o en su hermanito―. Volveré a las doce, lo juro.
Sunye subió a cambiarse y volvió rápidamente, besó la frente de Mingi, acarició su pancita, y se fue. Mingi miró la puerta por largo rato, poco después dándose cuenta de que Sunye se fue desabrigada. Miró el cielo por la ventana, se veían feas nubes y el viento soplaba fuerte las ramas de los árboles.
Mingi se levantó sin pensarlo demasiado y buscó el abrigo de Sunye, sólo se lo llevaría y volvería a casa. Tomó su bolsito y su peluche, fue hasta la puerta y salió. La fiesta era en casa de una de sus amigas, y Mingi casi recordaba dónde quedaba.
Cerró la puerta y guardó la llave en su bolsito, comenzó a caminar a pasos de pingüino mirando todas las casas de la calle con sus ojitos adánicos. Hacía mucho tiempo que no salía solo, no podía reconocer todas las calles, pero esperaba no perderse.
Mingi se aferró a su peluche y al abrigo de Sunye, las calles se hacían más estrechas mediante avanzaba, y dudaba haber escogido una mala ruta (habían llevado a Sunye a esa casa varias veces en auto).
El viento comenzó a soplar más fuerte, tanto que le tiraba hacia atrás y le era difícil caminar.
Vio a unos hombres en un callejón, estaban sentados sobre un contenedor de basura, fumando. Mingi lo vio como su salvación y se acercó a ellos en búsqueda de ayuda.
―¡Hola! ―saludó Mingi, agitando su manito―. ¿Han visto pasar a una chica en motocicleta?
El hombre más cercano a él, le miró de arriba a abajo y luego a su acompañante; se rio bajito, asintiendo varias veces. Mingi miró los fuertes brazos de ese hombre y los increíbles tatuajes en su piel.
―Sé un poco más específico, hombre.
Su voz era gruesa, pero no asustaba a Mingi.
―Una chica linda, de cabello corto y ruloso ―detalló Mingi, lentamente, frunciendo las cejas―. Es la niña más hermosa del mundo, no es fácil olvidarse ―dijo como si fuera obvio.
―Quizás la hemos visto, ¿pero qué te parece si nos acompañas allá adentro? ―señaló detrás suyo, sonriendo―. Es muy tarde y hace frío, este clima es complicado para un chico en cinta.
Mingi abultó los labios, pero ellos seguramente le ayudarían a hallar el camino. Les siguió sin chistar, y no prestó demasiada atención a las miradas divertidas de esos sujetos.
Sunye llegó a su casa a las doce y tres minutos, casi como había prometido. Caminó hasta la cocina y luego la sala, pero no encontró a su mamá por ningún lado. Subió las escaleras creyendo que tal vez, Mingi ya se hubiera acostado, pero él no estaba en la casa.
El pánico se apoderó de ella. Revisó cada habitación más de una vez, el jardín, la piscina, el garaje. No había rastro de Mingi en ningún sitio.
Su primer instinto fue llamar a su padre, pero estaba segura de que se llevaría el regaño de su vida, así que postergó la llamada unos quince minutos más, con la esperanza de que su mamá apareciera por algún lado. Cuando sentía su corazón más y más pesado, Sunye decidió tomar el teléfono y marcar a su padre sin importarle las represalias que tendría por haber dejado a su mamá solo por más de cuatro horas.
Su voz salió rota, y San sintió que el aire se fue de sus pulmones cuando la escuchó llorar.
―Papá... Papá, es mamá... ―lloriqueó Sunye limpiando sus lágrimas con violencia, se podía oír su hipo producto de la mala respiración.
San tardó unos cinco segundos en encontrar su voz, y otros tres en entender la situación.
―¿Qué sucede, hija? ¿Qué pasa con mami?
―Lo dejé solo, me fui a la fiesta... y ahora no está... ¡no lo encuentro por ningún lado! ―gritó Sunye, entrando en pánico, repitió "mamá no está" varias veces.
San chasqueó la lengua y Sunye lo oyó dar fuertes pasos.
―Choi Sunye... si estás jugando porque estás enojada... ―rio sin poder creerse que su hija hubiera hecho tal estupidez.
―No, papá... Es en serio... no está... ―murmuró Sunye aterrorizada―. Pero no falta nada, todo está en su lugar... No entiendo... él dijo que se quedaría quietito...
―Eres más inteligente que eso. ―San dejó de reír, extremadamente molesto―, ¿en qué demonios estabas pensando, Choi Sunye? Iré para allá, quédate en la casa por si regresa.
San se apresuró a llamar a uno de sus amigos y al médico de Mingi, que también era conocido suyo. En menos de quince minutos ya tenía a diez hombres buscando a su esposo por toda la capital. Intentó rastrear el teléfono de Mingi, pero él no se lo había llevado consigo.
San llegó a Seul a eso de las dos de la madrugada, pasó por casa donde su hija lo estaba esperando, aún despierta.
―Tú y yo tendremos una conversación más tarde ―señaló iracundo hacia su hija sentada en el sofá, buscando las llaves de su auto.
Antes de poder salir de la casa, el teléfono comenzó a sonar y el pecho de San se sintió apretado de repente.
Mingi estaba sentado en el suelo, tenía su bolsito en su regazo y todos sus caramelos estaban esparcidos por la alfombra. Sus ojos aún tenían rastros de lágrimas y sus rodillas estaban raspadas, todavía le ardía. Alzó la cabeza hacia el hombre que se sentó a su lado y chilló molesto cuando este le tomó las piernas.
―Tranquilo, chico. Sólo dolerá un poco ―dijo levantando su pantalón de tela hasta por encima de sus rodillas.
―Me duele ―gruñó Mingi, apretando a su peluche y el abrigo de Sunye, pero no se movió hasta que su amigo hubo terminado de limpiar su herida.
La curita era de princesas.
―Debiste tener más cuidado, si no te hubiera sostenido a tiempo, te habrías lastimado más ―dijo divertido, revolviendo su cabello―. Ya está, ¿ves que no dolía tanto?
―¿Ya me van a llevar con mi hija? ―preguntó Mingi volviendo a bajar sus pantalones.
―No sabemos donde está, y afuera hace frío. Trata de recordar cómo es tu dirección y te llevaremos a casa ―susurró amablemente, incorporándose.
Otro sujeto se acercó a ellos, este tenía un bebé en brazos que sentó junto a Mingi. El niño de dos años miró los caramelos de Mingi.
―¿Puede comerlos? ―preguntó Mingi, mirando a sus nuevos amigos.
―Sólo uno ―fue la respuesta.
Mingi le peló un caramelo al niño y se lo dio, haciendo un pequeño bailecito cuando este sonrió al recibirlo.
―¡Oh, aquí! ―Mingi tocó su pecho y se quitó el collar, abriendo el dije que colgaba de este―. Ahí dice, ahí dice.
Su nuevo amigo miró a detalle la información y asintió mostrándosela a su compañero.
―Este es el número de tu esposo y la dirección de tu casa ―murmuró un poco confuso―. Es como un collar para perros.
―¡Soy un perrito, guau! ―chilló Mingi, metiendo otro caramelo a su boca―. ¿Van a llamar a Sannie? Se va a enojar porque salí de casa y me perdí... ―bajó la cabeza, moviendo sus piesitos.
―Lo llamaremos en un rato. ―Su amigo rio―. ¿Quieres comer algo? Tu pancita ruge como un león.
Mingi miró a su pancita y asintió, sólo se había tomado el biberón que Sunye le preparó.
Mingi y el niño jugaron un rato con los juguetes ajenos y luego de comer, bajar la comida e ir al baño, Mingi pidió nuevamente que llamaran a su esposo. Su amigo tomó el teléfono y marcó el número en su collar.
Fue una mala idea jugar al gángster y mentir acerca del estado de Mingi, fue realmente una mala idea decir que lo tenían en contra de su voluntad y que pedían una recompensa; cuando vieron a ese tal Choi San ingresar al almacén con quince hombres armados.
―¡Sannie! ―gritó Mingi emocionado, asomandose por las escaleras, viendo a su esposo desde el segundo piso―. ¿Por qué estás vestido así? ¡Hay un niño aquí arriba! ―dijo confuso.
San estaba sentado en el sofá de su casa, con Mingi en su regazo. Acariciaba la pancita de su esposo, sintiendo las suaves pataditas de su bebé. Sunye dormía a su lado, agarrada al suéter de su mamá por temor a que en algún momento volviera a irse.
A Mingi le había costado horrores ver a su hija y aceptar que era un inútil, que no podía cuidarla como debía, y se preguntó si sería una buena mami para su hijo, si él también lo odiaría como Sunye. Recostó la cabeza en el pecho de San y lloró por un largo rato, pidiendo disculpas por ser como era.
Sunye, por el contrario, seguía despierta cuando sus padres volvieron a casa, estaba muy conmocionada, quería ver que su madre estuviera bien. Le pidió disculpas miles de veces y se sintió aún peor cuando vio que los ojos de Mingi se llenaban de lágrimas, se aferró a él, descansando la cabeza sobre su regazo y se durmió poco tiempo después.
―Esos hombres te encontraron en los barrios bajos, caminaste muy lejos de aquí ―murmuró San, con los labios sobre la frente de Mingi.
―Sunye había olvidado su abrigo ―susurró Mingi en respuesta―, pensé que podría resfriarse, pero que ella dejaría de estar molesta conmigo si le llevaba el abrigo; sería su héroe.
San sorbió su nariz, había sentido fuertes impulsos por llorar hacía rato.
―Tú ya eres su héroe, princesa.
Mingi negó varias veces, frotando sus ojos con la camiseta de San.
―No... Los héroes no son inútiles. ―Mingi desvió la vista al techo, su voz sonaba baja y resignada―. ¿Crees que Minhyuk también me odie?
San miró la pancita de su esposo y negó varias veces, ya no podía sacarle de la cabeza que Sunye lo odiaba, pero tampoco estaba seguro si Mingi comprendía exactamente qué era odiar. Él jamás había odiado, no conocía el odio.
Sunye se removió, aferrándose a Mingi sin causarle daño, ocultó la cara entre el suéter de este, para que sus padres no vieran sus lágrimas.
―Eres el mejor amigo de Sunye. ―San acarició la mejilla de Mingi con la yema de sus dedos―. Esa niña ha tenido la mejor infancia del mundo, siempre sonriendo y corriendo por ahí, contigo.
Mingi sorbió su nariz y negó.
―Sunye necesita una mamá, no un mejor amigo ―renegó Mingi, su voz perdiendo más fuerza―. ¿Con quién habla de las cosas de niñas que debería hablar conmigo? ¿Con mi mamá?
San suspiró.
―No podemos cambiar esas cosas, Gi.
Mingi asintió y dejaron morir el tema.
Cuando Mingi despertó al día siguiente, trató de ser más productivo; se calzó sus pantuflas de princesas, tomó a su peluche y caminó escaleras abajo. San estaba haciendo el desayuno, usando sólo un bonito delantal arriba de su ropa interior.
―¿Sannie, qué haces vestido así?
―No te preocupes, Sunye está con mi hermana.
Mingi asintió, acercándose a él. Dejó un beso en su mandíbula y miró lo que San estaba preparando.
―Mañana es tu cumpleaños ―murmuró Mingi, robándole un pedacito de waffle―. Cuarenta y tres años, estás viejito. Tienes una arruguita aquí, otra aquí. ―Mingi tocó con su dedito aquellas zonas.
San rio y se dio media vuelta, rodeando a Mingi con sus brazos. Lo acercó hasta donde fue posible y miró su carita con adoración.
―Tú tienes una ahí, otra ahí ―señaló San, dejando besos en sus marcas de expresión.
―Estamos viejitos ―rio Mingi dejando caer su cara en el hombro de San―. Falta poco para que nuestro cachorrito nazca.
San asintió completamente embelesado.
―¿Sabes que tengo la vida que siempre soñé? ―San inquirió, acariciando la mejilla ajena con la yema de su pulgar―. Tengo un esposo maravilloso, una hija hermosa, un bebé en camino. Nada podría ser mejor.
―¿Nada? ―murmuró bajito, achicando sus ojitos―. Sannie... ¿eres así de feliz?
San asintió lentamente, con sus ojos fijos en el menor.
―¿Tú lo eres? ―preguntó de regreso, interesado por la respuesta.
Mingi pareció pensarlo demasiado, abultó los labios y sus mejillas se llenaron de aire antes de hacer una pequeña explosión. Luego rio de manera infantil. Finalmente, asintió y rodeó los hombros del mayor con sus brazos.
―Te amo, Sannie.
Dom., 14 de Mar 2021
Si llego, más tarde subiré un honghwa 🥰
Em, San tiene 43, Mingi 36 y Sunye 16
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