Prólogo

 —¿Nos vemos mañana a la misma hora?

Hana me miró desde el marco de la puerta del aula mientras preparaba las cosas para el día siguiente.

—Claro. Puedes irte ya si quieres. Yo me encargo de cerrar la escuela.

—Gracias, cariño—colocó un dedo sobre el otro, formando su famoso finger heart y sonrió—. El comeback de mi grupo favorito es a las siete y no me lo puedo perder por nada del mundo.

—Anda, ve.

Le devolví la sonrisa y la despedí moviendo ligeramente la mano. Normalmente volvíamos juntas al bloque de apartamentos en el que vivíamos, pero ese día se marchó antes y yo aproveché para ordenarlo todo con calma.

Lo cierto era que me había acostumbrado a la tranquilidad de la vida en la isla con rapidez. Las personas adultas me trataban con mucho respeto y los niños eran muy educados, así que no tenía ninguna queja. Al principio les llamé mucho la atención y no sólo se debía a mis ojos azules y a mi pelo rojizo, sino porque también era la única persona de nacionalidad europea en la escuela, pero con el paso de los días me convertí en una más. A pesar de que no solía pasar más de una hora con el mismo grupo, se encariñaron rápidamente de mí y yo de ellos.

Terminé de ordenar sus cuadernos en la estantería, bajé las persianas y salí del aula. Después caminé por el ancho pasillo y en menos de un minuto llegué a la entrada de la escuela. A esa hora de la tarde no debía haber nadie allí, pero aun así, eché un vistazo a mi alrededor antes de cerrar la puerta con llave. En el instante en el que puse un pie en el exterior, el sol comenzó a esconderse en el horizonte. Estábamos a mitad de diciembre, por lo que los días eran cortos y fríos.

Durante mis primeras semanas en Seogwipo, Hana se había encargado de ser mi guía turística. Todo lo que necesitábamos nos quedaba relativamente cerca y no era necesario que utilizáramos el coche para desplazarnos, ya que vivíamos a unos diez minutos de la escuela. Si bien primero me enseñó su cafetería favorita, el Taller de Lucythorne, donde preparaban unos deliciosos bollos al vapor rellenos de cacao llamados baozi, también visité el Instituto de Formación de la Universidad Nacional de Jeju, el puerto desde donde se podían coger los ferrys para viajar hasta la insólita isla de Seopseom y mi lugar favorito, la reserva natural de Socheonji.

Ese era el sitio al que me dirigía en ese momento.

La reserva se encontraba a pocos minutos del colegio y poseía las mejores vistas al mar de toda la isla. Desde el primer día que la visité, sentí que podría pasar horas y horas allí. Toda la zona que abarcaba estaba cubierta por árboles y por senderos de madera que conducían hasta pequeñas casetas que daban a las rocas salientes del mar en las que las olas rompían y formaban una gran cantidad de espuma blanca.

Una eterna sensación de calma me envolvía cada vez que observaba la puesta de sol desde ese punto de la isla. El sonido y olor del mar me embriagaba, mientras que la brisa marina acariciaba mi rostro.

Sin embargo, también me hacía sentir vulnerable, ya que sacaba al exterior todo aquello que guardaba en mi interior.

Llegué a esa caseta que se había vuelto tan especial para mí y coloqué mis manos sobre la barandilla de madera. El sol casi se había escondido bajo el mar y el cielo se teñía de un rosa pastel que pronto se convertiría en púrpura.

Volvía a llegar esa hora del día en la que el mundo se me quedaba grande.

Mi madre siempre me decía que tenía que evitar que las cosas me afectasen demasiado, mientras que mi padre estaba tan ocupado con su trabajo que nunca me prestó atención. Por mucho que buscase entre mis recuerdos, no era capaz de encontrar un solo gesto de afecto de él hacia mí.¿Acaso me felicitaba cuando era mi cumpleaños?

Puede que su divorcio cuando tenía cinco años y ser hija única me hubiese vuelto más sensible a todo, pero quizás fue esa falta de apego y de afecto lo que me permitió que abandonase mi hogar sin ningún tipo de remordimiento.

¿Hogar?

No podía llamarlo así.

A los quince años descubrí que hacía tiempo que él había formado una nueva familia. No lo culpé, ella también había intentado hacerlo, aunque todavía no había logrado encontrar al hombre de sus sueños.

Como era de esperar, los dos habían permanecido ajenos a todo lo que había sucedido durante mi adolescencia, es decir, nunca se enteraron de que esos años de mi vida fueron un auténtico infierno.

¿Qué sucede cuando no tienes a nadie en quién confiar?

¿Y si la única persona que creías que se quedaría a tu lado para siempre, es la que te traiciona?

En aquella pequeña ciudad del sur de Jeju era Alma Acosta Báez, tenía veintidós años y era maestra de Inglés, pero en el centro de Madrid no era más que un Monstruito.

Durante los cuatro años de carrera en la Universidad Complutense mantuve un perfil bajo. Interactuaba lo justo y necesario, pero la sombra de mi pasado me perseguía con nada paso que daba. Los recuerdos de antes de los dieciocho años me atormentaban de noche y de día, pero no me habían supuesto ningún problema hasta ese entonces.

Porque nadie se había dado cuenta de la tormenta que sacudía mi interior.

Era lo mejor.

No quería que sintieran pena por mí.

El sol se ocultó por completo y la oscuridad se cernió sobre mí. Únicamente me iluminaban los pequeños farolillos de papel que colgaban de los árboles y cuando cerré los ojos, las lágrimas templadas comenzaron a golpear mis manos. No podía parar y tampoco quería hacerlo. Mi pecho dio pequeñas sacudidas y el aire comenzó a quedárseme atascado en la garganta.

Volví a sentirme diminuta.

Por mucho que tratase de huir, mis demonios acababan encontrándome.

En menos de dos semanas él se iría sin mirar atrás y yo me quedaría sola de nuevo.

Lloré en voz alta y no me avergoncé por ello. Las olas del mar golpeando contra las rocas apaciguaban mis gimoteos y deseé tenerlo cerca.

Quería abrazarlo. Quería que él me abrazara y me dijera que todo estaría bien, pero tenía que ser realista.

¿Quién querría quedarse al lado de alguien como yo?

Enjuagué mi rostro bañado en lágrimas y traté de calmar mi acelerado corazón aspirando y espirando con lentitud.

Al día siguiente volvería a salir el sol y nadie sabría lo que había pasado. Abrí los ojos, miré el mar embravecido y tras varios minutos, sentí que retomaba el control sobre mi cuerpo y mi mente.

—Alma.

Cuando escuché su voz a mis espaldas, quise girarme de golpe y correr hacia él. Quería perderme en la calidez de su cuerpo, en la suavidad de sus labios y en la profundidad de aquellos ojos oscuros que con la cantidad adecuada de luz revelaban un tono castaño que poca gente conocía. Quería decirle desesperadamente aquellas dos palabras que me quemaban la punta de la lengua, pero si lo hacía me convertiría en alguien egoísta. No iba a retenerlo. Eso sería la última cosa que haría, así que evité mirarlo.

—¿Qué haces aquí?

—Te estaba buscando.

Me miré las manos y negué con la cabeza. Lo escuché acercarse pero no me moví. No quería que me viera así de nuevo, aunque no podía hacer nada para evitarlo. Con él, no habían secretos. Una mirada le bastaba para leer a través de mí.

—¿Por qué?

Su aliento me hizo cosquillas en la nuca cuando se inclinó hacia delante, posó su barbilla en mi hombro y colocó sus manos sobre las mías. Antes de que lo dijera, comprendí por qué estaba allí y algo dentro de mí se quebró.

—Me han llamado de Seúl hace una hora—dijo en voz baja—. Tengo que volver mañana. 

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