Capítulo 17
—Encantado de conocerte, Alma. Mi nombre es Yejun.
Esa misma mañana, Hana me había contado que se conocían desde pequeños. Llevaba una especie de gabardina beis a juego con sus pantalones y un jersey fino debajo. Era alto, pero no tanto como Dae. También tenía el pelo más largo que él, aunque el color de ambos era el mismo, negro. Su voz era suave y pausada, y lo primero que pensé fue que quizás estaba tan acostumbrado a estar con los niños que había terminado adquiriendo esa forma tan particular y cercana de hablar.
Mis ojos recorrieron el aula que únicamente contaba con diez pupitres marrones que se distribuían de dos en dos. Era espaciosa y la luz del sol entraba a raudales por las ventanas que daban al patio exterior. La pizarra verde estaba al frente, junto a la mesa de Yejun y los materiales se encontraban en el fondo, donde cada alumno tenía una bandeja con su nombre. Allí también se encontraban los utensilios de escritura, los rotuladores y lápices de colores, así como los sacapuntas y las gomas de borrar en bandejas individuales. Yuri me explicó que cada uno traía su propio estuche con todo lo necesario, pero que siempre era preferible que hubiese de sobra y no que faltase.
—También contamos con un servicio de comedor—dijo mientras Yejun buscaba en los cajones de su mesa la lista con todas las fotografías de sus alumnos para que comenzase a familiarizarme con ellos—. Si bien es cierto que hay ocasiones en las que algunos niños cuyos padres no han solicitado este servicio tienen que hacer uso del mismo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí—contesté sabiendo exactamente a lo que se refería.
—Puede que al principio te cueste aprenderte todos los nombres, pero estoy seguro de que dentro de unos días te sabrás el color favorito de cada uno—sonrió cuando lo dijo y me entregó el papel de color azul en el que aparecían todos con el nombre en coreano y su traducción, así como la edad—. Haru es un poco especial—señaló la imagen del último niño de la lista para que supiera quién era—. Estoy deseando que lo conozcas.
Acudiría a su aula los lunes, los miércoles y los viernes, siempre a primera hora. Con Cho estaría los martes, los jueves y los viernes, y con Jia los lunes, los miércoles y los jueves. Cada sesión sería aproximadamente de cincuenta minutos y los contenidos a enseñar eran básicos: un poco de vocabulario, gramática y ortografía, así como principios de pronunciación y desarrollo de la comprensión lectora.
Cuando llegamos a la clase de Cho, los niños acababan de entrar y aunque hablaban entre ellos, todos estaban sentados en sus pupitres. También eran diez en total e iban por parejas. Habían cinco chicos y cinco chicas, todos de entre nueve y diez años.
—¡Buenos días!—exclamó cuando me vio cruzar el umbral de la puerta—. ¡Mirad quién ha venido!
En ese instante, todos los ojos quedaron posados en mí. Yuri me palmeó ligeramente la espalda y me invitó a seguirla hacia el interior.
—Buenos días—dije en respuesta—. Encantada de conoceros a todos.
Miré a Cho y ella asintió devolviéndome una sonrisa radiante. Cuando estuve a su lado, me di cuenta de que no debía de superar el metro cincuenta, aunque todo su cuerpo irradiaba energía y vitalidad. Su voz era dulce y hablaba el inglés fluidamente. Llevaba el pelo corto, muy similar al de Hana, y su color era castaño rojizo. Debía de tener alrededor de treinta años, pero su apariencia y su forma de vestir la hacían parecer mucho más joven.
—¡Me encanta tu pelo!—dijo entre risas—. Siempre he querido tener ese tono.
—Gracias. A mí también me gusta el color que llevas. Parece natural.
Hablar con ella de algo tan común hizo que me sintiera cómoda desde el principio y ese sentimiento perduró durante todo el día. Me di cuenta de que la distribución del aula era la misma que la de Yejun, por lo que pude familiarizarme con ellas fácilmente. Cho también me entregó la hoja con la lista de alumnos y alumnas, aunque no pude evitar mirarlos uno por uno antes de salir del aula. El mero brillo que reflejaban sus ojos aumentaba mis ganas de conocerlos en profundidad para aprender de ellos y que ellos aprendieran de mí.
—¡Hasta pronto!—dijeron al unísono cuando puse un pie en el pasillo.
—¡Hasta pronto!—contesté mientras me inclinaba imitando a Yuri.
—El cariño que desprenden desde el primer momento es lo que más me motiva a seguir en este mundo—dijo mientras caminábamos por el pasillo en dirección al aula del fondo—. Jia es la maestra de once a doce años—dijo antes de abrir la puerta de su aula—. Es fantástica, aunque al principio es un poco reservada. Haréis un buen equipo, de eso no me cabe duda.
Serían alrededor de las diez y media de la mañana cuando conocía a Jia, a sus nueve alumnos y a su única alumna, Sun Heeyoung, Suny.
—Estaba deseando conocerte—dijo estrechándome la mano—. Cualquier cosa que necesites o duda que tengas, no dudes en decírmelo.
—Muchas gracias. Eso haré.
Por su apariencia, podía parecer una persona seria, pero con el tiempo aprendería que era todo lo contrario. Tenía treinta y cinco años, estaba casada y su hija de dos años iba a la guardería del centro, es decir, estaba al cuidado de Hana. Era alta, delgada y tenía una media melena castaña y ondulada muy bien cuidada.
Me sorprendió el control y lo diligente que era con sus alumnos, los cuales no dijeron ni una palabra hasta que ella lo quiso. A partir de ese momento, todo fueron sonrisas, miradas y preguntas curiosas.
—Serán felices contigo—me dijo antes de irme—, y espero que tú también llegues a serlo.
***
Después de visitar las aulas, volví al despacho de Yuri. Una vez allí, me pidió que le dijese cuáles habían sido mis primeras impresiones y también me recomendó que me marcase una meta para cada día y así mantenerme motivada.
—Puede ser lo que tu quieras—dijo mientras sostenía la carpeta de color aguamarina que contenía mi plan de trabajo junto al horario—, desde conseguir que canten una canción hasta que se animen a bailarla. Puedes hacerlo por semanas y que sea algo tan simple como que te sientas más relajada y tranquila cuando estás con ellos. Recuerda—me entregó la carpeta y se cruzó de brazos—, son niños. Lo más importante es que se lo pasen bien mientras aprenden. Hay que plantearlo todo como un juego para que sea divertido y para que no pierdan el entusiasmo. Tú y yo sabemos que una vez que termina esta etapa, la metodología cambia mucho. Se vuelve más rígida y objetiva, ya que lo haces para superar un examen, a pesar de que todos sabemos que una nota no define quién eres, ni lo que eres capaz de hacer.
Tras haber pasado mi etapa universitaria literalmente centrada en estudiar para obtener una buena nota, no podía estar más de acuerdo con ella. Su visión era lo que tantos pedagogos y psicólogos de la educación defendían, esto es, que los aprendizajes fueran funcionales y significativos para que pudieran aplicarlos en su vida cotidiana.
Aprender algo nuevo era como conocer a una persona desde cero. Tenían que pasar horas, días y meses para llegar a conocer bien a alguien. Las heridas más profundas salían a flote con el paso del tiempo. Era imposible que un par de palabras y un gesto amable tirase por la borda el trabajo de tantos años. Hana estaba comenzando a cruzar la línea que yo misma había trazado para mantenerme alejada de los demás y Dae me había hecho bajar demasiado la guardia, pero no me sentía amenazada. No fue eso lo que sentí cuando me protegió de la lluvia con su chaqueta, ni tampoco cuando encendió tantas velas que el apartamento parecía una luminaria.
La primera semana pasó más rápida de lo que esperaba. Elaboré unas tarjetas de vocabulario con imágenes que les invitaban a repetir las palabras y las mismas me sirvieron para hacer juegos de mímica. Conocí a Haru, el alumno de Yejun, y comprendí que lo único que lo diferenciaba del resto era que no sonreía y a penas se relacionaba, a pesar de que no tenía necesidades educativas especiales. Parecía adaptarme con tanta facilidad que ni yo misma podía creérmelo. Puede que Dae tuviese razón y que el fallo fuese que durante todos esos años estuve en el lugar equivocado con las personas equivocadas.
Me amoldé a mi rutina al tercer día. El camino de ida y de vuelta siempre lo hacía con Hana y algunas tardes las pasábamos juntas, hablando de cosas triviales y haciendo algún que otro dulce para llevarlo a la escuela al día siguiente. Mi jornada de trabajo se dividía entre las horas que daba clase y las horas que dedicaba a elaborar materiales y a planificar las sesiones.
El viernes volví sola a casa porque Hana tenía una reunión con las familias y durante el camino tuve un debate interno importante. No había visto a Dae durante toda la semana y tampoco me atreví a preguntarle a Hana por él. Después del momento tan tenso que vivimos, no tenía el valor suficiente para hacerlo y lo último que quería era un malentendido. Respiré hondo varias veces antes de golpear su puerta con los nudillos. Esperé, pero no obtuve respuesta. Volví a tocar y nadie acudió a mi llamada, así que cuando mi corazón comenzó a acelerarse por un motivo que no quería admitir, decidí que lo mejor era desistir.
—Quizás ha tenido que irse antes de tiempo—murmuré.
Y justo cuando comencé a girarme, el sonido de la puerta al abrirse me detuvo en seco.
—No me voy a ir a ninguna parte. Todavía no.
Mis labios se entreabrieron, pero fui incapaz de hablar. Antes de que nuestros ojos se encontrasen, observé los abdominales marcados de su estómago y la manta de franela verde que cubría sus hombros. Llevaba unos pantalones negros deportivos holgados y nada más. Cuando lo miré a la cara, comprendí por qué no lo había visto en toda la semana.
—¿Te encuentras bien?
Era más que obvio que no lo estaba. El color rojizo de sus mejillas mostraba que, en ese momento, tenía fiebre.
—Es un resfriado sin importancia—dijo lentamente—. ¿Tú cómo estás?
No respondí a su pregunta. Estaba en ese estado por lo que sucedió el domingo. Si hubiese cuidado más de sí mismo no estaría en esas condiciones. Si no me hubiese protegido con su chaqueta, si no lo hubiese hecho esperar para ducharse, si le hubiese prestado una manta para dormir, no se habría enfermado.
—He cogido frío. Es por el cambio de temperatura. Nada de esto es culpa tuya—dijo como si me hubiese estado leyendo la mente—. Si estuviera lloviendo ahora mismo y no tuviéramos paraguas, volvería a hacer lo mismo del otro día. Lo hice porque quise...—de pronto, la mano que tenía apoyada contra el marco de la puerta se le resbaló y dio un par de pasos hacia delante hasta quedar a escasos centímetros de mí—. Me encantaría escucharte hablar de cómo te ha ido la semana, pero estoy cansado...—sus ojos se cerraron y lo escuché respirar pesadamente.
—Deberías entrar en casa—comencé a decir, pero entonces dio un paso más y se inclinó hacia delante, colocando su frente sobre mi hombro.
—No quiero estar solo...—musitó junto a mi oído—. ¿Puedes quedarte conmigo?
Cuando coloqué mis manos a su alrededor, noté el calor que transmitía su piel e instintivamente me aparté para taparlo completamente con la manta. Cogí su rostro con cuidado y lo obligué a mirarme, pero sus ojos estaban cerrados y su boca murmuraba palabras que era incapaz de entender. No podía dejarlo e irme. Si lo hacía, no pensaría en otra cosa que no fuera él. Me había pedido que me quedase y quería hacerlo. Quería quedarme con él, así que lo hice, dejando a un lado las posibles consecuencias que ese gesto podría tener en nuestras vidas.
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