Capítulo 2: Sin limitaciones.

Su madre ya soltó el primer grito de la mañana. Lizcia se levantó con pesadez, agarrando su bastón y bajando por las escaleras para ir hacia la cocina.

«¿No te hacen el desayuno? —preguntó Ànima. Lizcia negó con discreción su cabeza—. ¿Es una broma?», recibió otra respuesta negativa.

Intentó buscar la leche, movía sus manos hasta encontrar algún recipiente de cristal. Cuando encontró algo, lo agarró con cuidado e intentó verterlo en el vaso.

«Eso es agua, la leche está más a tu derecha —guio Ànima. Lizcia la creyó y dejó el recipiente a un lado para moverse—. Ahí, justo ahí, la asta está detrás».

Gracias a las indicaciones de Ànima, Lizcia pudo tomar la jarra para verterla en su vaso.

«Cuidado, frena, sino la vas a derrochar —avisó Ànima. Lizcia obedeció y frenó, dejando a un lado la jarra de leche—. ¿Qué más necesitas?».

—Algo para comer —susurró Lizcia. De pronto escuchó como algo caía en su mano. Era un trozo de pan—. G-Gracias.

«No es nada, lo hice sin que tu madre te viera. Te está vigilando —admitió. Lizcia no dijo nada, mojó el pan en el vaso de leche y comió—. ¿Tu madre nunca te ayuda?»

«No. Mi madre no es muy paciente —empezó a explicar Lizcia como mejor podía con su mente—. Desde que a mi padre lo encarcelaron, tuvimos que irnos a Miei porque la vida en Melin era costosa para nosotras. Nos recibieron bien, pero mi vida empezaría a cambiar cuando mi madre alzó la mano por cada fallo que hacía».

«¿Qué fallos?»

«Derramar las cosas sin querer, no encontrar o ser muy lenta en hacer las cosas».

«Lizcia, ¿tú madre se da cuenta que eres ciega?»

Alzó un poco los hombros sin dar una respuesta clara.

—Lizcia, termina de desayunar, tienes que limpiar tu habitación y el baño —ordenó en un tono despectivo.

—De acuerdo, mamá.

Al terminar, subió hacia su habitación. Tocaba cerca de las paredes para encontrar una escoba y el recogedor. A punto de agarrarlos, sintió algo viscoso en su mano derecha y una incómoda sensación en su espalda.

«Haré esto por ti», intervino Ànima.

—Noto algo raro en mi espalda —susurró Lizcia.

«No te dolerá».

Tras esto, Lizcia escuchó muebles y objetos moverse de un lado a otro con rapidez.

—Lizcia, ¿has termina...?

—¿Mamá? —preguntó Lizcia girándose poco a poco, en sus manos tenía la escoba y el recogedor.

No comprendía bien lo que ocurría, pero sabía que la voz de su madre era temblorosa. Quería decir algo, pero nada le salía.

«Dime, querida Maya, ¿qué piensas ahora?» preguntó Ànima en un tono divertido.

—Al baño, ahora —ordenó su madre en un tono demandante.

«Hecho. Vamos a divertirnos», se burló Ànima con cierta malicia.

Lizcia no entendía qué planes tenía contra su madre, pero no dijo nada y obedeció. Ya en el baño, su madre la tiró al suelo e impactó de rodillas. No le dolió porque Ànima reaccionó a tiempo protegiéndolos con la oscuridad como si fueran rodilleras.

—Limpia, venga.

Empezó a limpiar en silencio y a la mayor velocidad posible. Le angustiaba no saber qué ocurría y sentía a sus espaldas la incómoda sensación de algo querer salir de ahí.

«Te voy a ayudar de nuevo. Esta vez será más discreto», aseguró Ànima.

Sintió como sus brazos parecían moverse más rápido. Un gesto que le interesó a su madre por cómo murmuraba palabras que no comprendía.

«¿Te duele?», preguntó Ànima. Lizcia negó con su cabeza.

Siguió así por un rato hasta que de pronto algo empezó a gotear. Las acciones de Lizcia frenaron.

—Algo está goteando —comentó Lizcia.

—Ciérralo entonces.

«Actúa como si nada, si pasa algo te aviso», le pidió Ànima.

Palpando las paredes, intentó cerrar el grifo. Cuando se acercó, oyó como alguien agarraba el mango de la ducha. Se quedó inmóvil. Al girarse, no pudo evitar abrir sus ojos para ver cómo su madre quería girar el grifo para que saliera más agua.

«Ni hablar».

Pero rápido y sin apenas procesarlo, vio como de sus manos aparecía una esfera oscura. Bloqueó el agua saliente para devolverla. Su madre dio varios pasos hacia atrás para al final impactar contra la pared y caer al suelo.

—¿Q-Qué pasó? —preguntó Lizcia. La oscuridad de sus manos desapareció—. ¿Por qué mi madre está en el suelo?

—Quería burlarse de ti, pero lo único que consiguió es que se mojara. Que se diera contra la pared no es mi problema —se excusó Ànima.

—Pero... —Lizcia miró hacia la ducha con una notoria confusión en su rostro—. El agua no rebota.

—No, pero si yo quiero sí —respondió con una risa leve.

—Se va a enfadar después...

—Y yo no tolero que tu madre te trate de esa forma. Que reciba solo un poco de su propia medicina a veces viene bien. Capaz se piensa mejor sus acciones antes.

Lizcia sólo pudo agachar la cabeza y afirmar.

—Tienes razón, pero dudo que esto sirva de algo.

Ànima soltó un suspiro para al final saltar a otro tema:

—Lo mejor ahora es ir a clases. Tenemos un largo día, ¿no crees?

—Me parece bien.

Lizcia tuvo que ir andando con cierta prisa, vigilando de no tropezar durante su trayecto. En su camino, escuchó la voz de Ienia, pero no tuvo la oportunidad de conversar ya que todos entraron a las clases.

—Bien, prestad atención a lo que os explicaré. Muchos me pedían saber quiénes eran las demás razas y nuestros dioses —empezó a explicar el profesor. Lizcia, por primera vez, se mostró interesada—. Como todos sabéis y conocéis, existe Mitirga, la diosa que protege a los Mitirs, pero no es la única que existe, también hay varios más en las demás razas que rodean Codece.

Dibujó en la pizarra un pequeño boceto de cómo era el rostro de estas razas. Ienia le describió con todo el detalle posible.

La primera raza se hacía llamar los Zuklmers. Seres de gran altura recubiertos de rocas en todo su cuerpo, incluso en la cara. En las grietas se podía ver su núcleo hecho de lava. Solían vestir con una pantalones desgastados de colores rojos y amarillos, mostrando su pecho trabajado, aunque fueran rocas.

Se rumoreaba que su dios se hacía llamar Zuk, Zul o Meris y su historia se decía que era un Zuklmer de unos treinta metros que transportaba en sus espaldas un volcán del que podía crear terreno con sus poderes.

—Y siguiendo con los rumores. Se dice que un grupo de su raza le retó, creyendo que sería un Zuklmer sin apenas poder. Cuestionarlo fue un error porque desató tanta lava y fuego que crearía lo que es la ciudad donde vivirían los Zuklmers. Meris.

«Bien, eso es un dios. Faltan otros tres», pensó Ànima.

Los siguientes eran los Vilonios, aves de un solo brazo ya que la otra era su ala. Volaban a gran velocidad, aunque muchos pudieran cuestionarlo. Sus piernas estaban llenas de plumas para estabilizarse en el aire y poseían unas garras fuertes que podían agarrar a dos usuarios o más. Tenían muy buen oído y en sus ojos poseían una línea en medio, un lado les permitía ver en la oscuridad y la otra en la luz.

—Su primera deidad, antes de morir, dejó su arco en una de las montañas más difíciles de escalar. Cada elegido tendría que hacer el mismo recorrido que su dios hizo, pero el último que lo intentó fue hace 150 años.

«Genial, otro más», pensó con aburrimiento Ànima.

«Ànima, ¿puedo hacerte una pregunta un poco delicada?», preguntó Lizcia.

«Sí, adelante».

«¿De verdad eres una diosa?»

Lizcia sintió como fruncía el ceño. Había sido Ànima.

«Es lo poco que recuerdo —explicó Ànima—. Una parte de mi me grita, pero no me muestra mucho más que apariencias que son difíciles de identificar. ¿Lo curioso? Parecen... relacionarse con la luz, pero no puedo asegurar nada».

«Luz... —Suspiró—. S-Siento que no pueda ayudar más».

«Tranquila, sé que lo intentas cuando podrías haberme rechazado».

«Trato siempre de aportar algo de ayuda, aunque... no admito que también era porque eres una diosa», explicó, convencida.

«Sigo sin comprender tu concepción de un dios. Yo no te habría hecho daño», respondió Ànima con calma. No obtuvo respuesta de vuelta.

La siguiente eran las Sytokys, una raza compuesta primordialmente por mujeres. Eran altas con un cabello largo y cuidado de color azul, violeta o castaño. Sus orejas eran muy grandes, necesarias para poder escuchar mejor sus sinfonías. Vestían con prendas muy elegantes y caras, pero dejando al descubierto sus piernas y pies. Cantaban y tocaban instrumentos porque se dedicaban a crear espectáculos de música.

—Su elegida, Estrofa, pedía que alguien fuera capaz de impresionarla con un concierto que le hiciera sentir todo tipo de emociones, pero nadie ha conseguido este hecho en los últimos 100 años —explicó el profesor—. Se decía que Estrofa era amiga cercana de Mitirga, pero en los últimos años se pelearon, creando una eterna pelea entre los Mitirs y las Sytokys.

«Maravilloso, una loca por la música, de pensarlo me siento nerviosa», pensó Ànima, intranquila.

«¿Por qué», susurró Lizcia algo cansada.

«E-Es... como si ya hubiera visto miles de espectáculos».

«¿¡Viste los espectáculos de las Sytokys?! ¡Dicen que son impresionantes!».

«N-No lo sé... ¿Sabes? Me hablas de espectáculos y por alguna razón lo asocio con la luz. Por ello me angustia tanto, no me gusta la luz».

«Ah, y ¿por qué la odias?»

«Me debilita, pero a su vez me aporta una calma que no comprendo y luego... deseo llorar —explicó, aunque al decirlo, Lizcia sintió un escalofrío en su espalda—. Siento ser tan inexacta, aun sigo sin comprender quien soy».

Lizcia lo comprendió y no siguió preguntando. Prefirió seguir escuchando al profesor.

—La última raza son los Maygards. Poseen cuatro brazos, máscara que solo deja visible su ojo izquierdo y dos pequeños agujeros cerca de su boca para poder respirar —comentó el profesor mientras se acercaba a la pared para dibujarlos—. Tienen cabello de diversos colores al igual que su máscara. Cubren su cuerpo con una chaqueta decorada en los hombros, con botones dorados, pantalones largos y un cinturón cargado de joyas exóticas provenientes de la ciudad subterránea, Mayie.

—¿Y qué se sabe de su elegido? —preguntó uno de los alumnos.

—No es que haya mucha información. Dicen que era capaz de controlar estatuas enterradas en Codece, capaces de proteger cualquier mal que hubiera —respondió—. Quitando eso, se sabe que hay un elegido en la actualidad, pero no sabemos mucho de él más que cuando interviene para algo grave.

«Y siguen sin decir nada sobre mí» comentó Ànima en un tono cansado.

«Capaz eres una raza oculta en algún lugar oscuro que aún no han podido identificar», supuso Lizcia.

«Puede ser —murmuró pensativa—. Entonces, decís que son dioses»

«Exacto».

«Y que los elegidos luchan para acabar con las aberraciones... pero ¿se sabe de donde vienen?», continuó Ànima.

«Historias dicen que un aliado de Mitirga la había traicionado, otras dicen que las aberraciones existieron hace mucho tiempo, ocultándose para atacar en oleadas que siempre coinciden con los cincuenta años transcurridos. Otros aseguran que algunas de las razas que se han mencionado, traicionó a Mitirga».

«¿Y sabes como es una aberración?», preguntó Ànima.

«Me dijeron que eran bichos raros, pero no puedo decir más porque nunca he escuchado uno. Siento, incluso, que son cuentos para asustarnos».

«Entiendo».

—Y esas son todas las deidades, nada más —terminó el profesor—. Espero que lo hayáis apuntado todo porque esto cae en el examen. —Hubo varios suspiros y quejas que lograron sacarle una leve risa—. Por ahora, podéis descansar, tenéis solo treinta minutos.

El ruido se intensificó por los alumnos moviéndose y levantándose de las sillas.

—Tú y yo tenemos que hablar —le susurró Ienia a Lizcia—. Hay cosas que me debes dejar en claro.

Se levantó y se dejó guiar hasta encontrar una sala privada sin que nadie les interrumpiera. Tras eso, Lizcia se sentó en la silla y puso las manos en sus rodillas.

—¿Quién es esa "diosa" que tienes en tu cuerpo? —preguntó Ienia en un susurro.

—Se hace llamar Ànima —respondió Lizcia—. No recuerda quién es y está conmigo porque necesita salir de aquí para buscar respuestas.

—Entonces no estábamos rezándole a una estatua de Mitirga, sino a otra del cual no se ha mencionado en la clase de historia —supuso Ienia. Lizcia afirmó—. ¿Y si es alguien que su historia fue olvidada por los demás?

—No te sabría decir, solo sabemos su nombre y que controla la oscuridad.

—Genial. Lo que necesitaba escuchar. —Ienia se levantó de la silla intranquila, dando vueltas de un lado a otro—: Entonces necesita tu ayuda para saber quién es. ¿No es así? —Lizcia afirmó—. Te dará ventajas, pero necesita salir del pueblo, cosa que tú no puedes porque sabes que es peligroso. Las aberraciones aún siguen ahí, ¿lo sabes verdad?

—Sí, claro.

Hubo un silencio incómodo. Ienia suspiró irritada.

—Sigues creyendo que son falsas. Por Mitirga, ¿acaso no eres consciente de la situación?

—Mira, hablaré contigo porque Lizcia no es muy clara.

La voz de Ànima apareció sin previo aviso. Ienia cayó de espaldas, dando varios pasos hacia atrás con la respiración apurada al ver de nuevo los ojos llenos de lágrimas oscuras.

—Ienia, tranquila, no es mala —aclaró Lizcia—, me estuvo ayudando, no me hizo nada, ¿ves? No tengo heridas.

—¿Y esos golpes en tus brazos? —preguntó, señalándola—. Son nuevos, no creo que...

—Fue mi madre. Nada más llegué a casa me empujó contra el suelo.

Ienia cubrió su boca con sus manos.

—No mal intérpretes. Ànima me dijo que no podía hacer nada porque se encontraba muy débil —explicó Lizcia—. En la estatua perdió todo como si empezara de nuevo y por ello está buscando ayuda.

—¿Te encerraron? —preguntó Ienia, tragando saliva con dificultad.

—Eso parece —respondió Ànima, tratando de no ser muy brusca con su intervención—. Siento haberte asustado. Creo que esto no es algo normal ver un dios.

—No. Es impensable. Solo los que desean ser elegidos tienen esa oportunidad —respondió Ienia, tratando de recomponerse—. Es la primera vez que ocurre algo así, que alguien proclamado como dios decida ayudar a alguien como Lizcia.

«Creía que si era normal... Muy normal», pensó Ànima, algo que Lizcia pudo escuchar.

—¡Pues sí lo hizo! —comentó Lizcia con una sonrisa—. Por ejemplo, esta mañana mi madre quería burlarse de mí, pero Ànima me protegió, mojando a mi madre de agua, aunque luego se hiciera daño.

—¿¡C-Cómo?!

—Tranquila, Ienia. La dejamos en la cama. No soy tan mala persona, si es lo que crees —intervino Ànima en un tono borde que se le escapó.

Hubo un silencio, uno no muy largo. Ienia se quedó en ese rato analizando a ambas para al final suspirar.

—¿No recuerdas nada? —preguntó Ienia a Ànima.

—No, nada. Solo tengo sensaciones y sentimientos inusuales, por ejemplo, no soporto la luz, pero por alguna razón siento aprecio por ella.

—Luz... ¿¡Aprecio por ella siendo oscuridad?! Pero si eres... todo lo contrario, 'incluso deberías ser cruel, pero...

Ienia tenía sus pequeñas batallas internas y Lizcia lo veía aun squedándose en silencio.

—Bien, diosa —Ienia soltó un suspiro corto y siguió hablando—: Para poder recordar me imagino que necesitarás ir a puntos clave de gran importancia, sitios como la iglesia de nuestro pueblo, el camino principal... Y si no recuerdas nada, sería ir a la montaña más cercana —pronunció esto último con temor.

—Montaña... Eso me interesa más, ¿dónde está? —preguntó Ànima.

—Lejos y no voy a dejar que vayas allí primero porque es una zona protegida. Leyendas dicen que Mitirga cedió su poder para curar a uno de sus compañeros —explicó Ienia—. Si por alguna causalidad, eras tú la que fuiste curada, habremos resuelto un misterio y a su vez recuperarías parte de tus recuerdos.

Ànima se quedó en silencio para luego sonreír.

—Me parece correcto, iremos primero a las zonas más cercanas al pueblo, ¿no es así? —preguntó Ànima.

—Claramente, no voy a jugar con la seguridad de Lizcia y la mía —respondió Ienia con los brazos cruzados.

—Bien —contestó, mirando a otro lado hasta que recordó—: Ah, por cierto, la visión de Lizcia. Te habrás dado cuenta que derrama un líquido oscuro de sus ojos. Eso es por mi culpa. Cada vez que los abra caerán las lágrimas, pero no te preocupes, solo lo usaré en situaciones concretas.

—Mientras esas lágrimas no la manchen...

—No, no lo hacen.

—Bien... ¿Algo más?

—Nada, no os voy a interrumpir más.

Lizcia se quedó en el sitio sentada con las piernas juntas y las manos en las rodillas, mirando a su compañera. Ienia soltó un largo suspiro, poniendo la mano en su entrecejo.

—Bien, Lizcia, no tengo mucho más que decir. Confío en ella, pero tú, ¿confías? —preguntó Ienia.

—Claro —respondió Lizcia con una sonrisa—. Me cae bien y creo que nos haremos buenas amigas.

La mirada de ienia dejaba en claro la preocupación y decepción en sus ojos, pero aun así solo pudo negar y suspirar

—Por Mitirga, que no le ocurra nada —susurró para luego agarrar su muñeca—. Venga sígueme, las clases empezarán de nuevo.

Confiar era algo que Lizcia hacía con rapidez. Capaz era su error, pero en esta situación tenía un buen presentimiento por cómo era Ànima. Sentía, tenía emociones y no era como un dios prepotente o demasiado confiado. Creía que Ànima era como una Mitir, aunque no podía sacar suposiciones. Lo primero era saber su historia, y para ello tenían que conocer el pueblo para ver si conseguían algo.

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