Capítulo 35: La leyenda de los Maygards.

Eran interrumpidos por el viento que no solo les afectaba a ellos, sino que también a las aberraciones que intervenían en su camino. Curo era el que mejor se adaptaba, aunque admitía que el frío que sentía era muchísimo peor del que había en su pueblo. Por primera vez entendía lo que era el hielo congelar sus plumas.

Sus respiraciones eran frías por el viento gélido que entraba por su cuerpo y dañaba sus pulmones, aunque en el caso de Xine, cubría su núcleo con sus rocas, gastando la energía necesaria para no tener que acabar como la otra vez que tuvo que hacer la prueba.

Quien peor lo pasaba era Yrmax, que aun enfermo, seguía adelante mientras se cubría con la ropa que tenía puesta. Sentía el dolor en su pecho y estómago, como si esa enfermedad que tenía estuviera creciendo en él.

En medio de su trayecto tuvieron que frenar porque Yrmax no aguantaba más. Cayó contra el suelo, pero fue levantado por Xine. Curo y Rima defendían desde la distancia a las aberraciones lejanas. Las más cercanas se encargaron Ànima y Lizcia.

—Incluso a las propias aberraciones les cuesta resistir. Creo que es Mitirga quien está haciendo esto —supuso Curo.

—Podría darnos una pequeña ventaja a nosotros y capaz así podríamos ayudarla —se quejó Rima, lista para lanzar notas musicales a las aberraciones.

—Rima, por algún casual, ¿no tendrás una melodía que nos dé resistencia o algo similar? —preguntó Xine, agarrando con cuidado a Yrmax y proporcionándole calor con su cuerpo.

—Tengo, pero mi eficacia no es la misma que el calor que puede generar varios Zuklmers —avisó Rima.

—¡Empléala, aunque sea unos minutos! Desde ahí todos iremos directos hacia la cima —decidió Ànima.

—¿Y las aberraciones? —preguntó Lizcia.

—Dudo que avancen con el frío que tienen encima, aprovechemos eso cuando Rima use la melodía —contestó Ànima.

Rima estaba lista para demostrar su potencial, pero sus brazos se quedaron inmóviles cuando vio a varias aberraciones en grupo.

«Cálmate —se dijo Rima—. Pudiste con esto. Puedes con esto. Hazlo por todos».

El valor entró en su cuerpo para realizar esa melodía mientras Curo, Ànima y Lizcia se movían para protegerla. La canción de cuna se escuchó a su alrededor. Las Sytokys siempre asociaban a estas melodías con un instinto maternal. Ya sea bajo la compañía de un día caloroso o al lado de una fogata que las cuidaban del frío.

Cuando sonaba esa canción, sus corazones se veían envueltos bajo una capa de cariño que los hacía sentir seguros y decididos, tener el valor de alguien que confiaba en ellos, sea madre, padre, instructor...

Todos los demás sintieron una fuerza repentina, como si por un momento su familiar más querido estuviera a su lado. En el caso de Ànima, sintió la voz de su madre, una que la hizo llorar en silencio.

«Lo siento tanto. Todo... Yo no debí.... No lo sé a estas alturas —se culpó Ànima, sintiéndose egoísta por haber abandonado a sus padres—, pero trataré de solucionarlo».

Aun con ello, atacó hacia esa horda mientras escuchaban las notas que lograban concentrar sus acciones y pensamientos, pero no era tan fácil cuando se daban cuenta que muchos de ellos perdieron a sus familiares.

—¡Vamos! —gritó Xine—. ¡Estamos cerca!

Muchas de las aberraciones acabaron congeladas o algunas se movieron con desesperación como si pidieran ayuda, pero ninguno le hacía caso a excepción de Rima.

«Sienten. Sufren... Tienen una melodía desastrosa en su interior. Como si fuera compuesta por un caótico director», pensó Rima.

—¡Rima no te frenes ahora! —gritó Ànima.

—¡Voy!

Pronto llegaron. Al principio nada inusual ocurría más que el brusco viento que movía sus cabellos, rocas o plumas. Todos prestaban atención, vigilándose unos a otros hasta que vieron los bloques de hielo de gran altura cambiar de color.

—Vaya, y yo que quería hacerlo con discreción.

La primera quien pudo reaccionar fue Ànima. No dudó en abalanzarse hacia Eón. Cuando creyó poder golpear su rostro con sus puños, se dio cuenta de que lo habría atravesado como si fuera invisible.

—Pero Ànima, no sabía que eras tan impaciente, ¿es que no te han dicho que poseo cierta intangibilidad? —preguntó Eón divertido—. Capaz no lo pensaste, pero ¿qué más da? Los Virus poseemos cierta intangibilidad y me temo que pegarnos será imposible.

Eón intentaba destrozar el cristal donde se encontraba el alma y cuerpo de Mitirga. Por ello hacía tanto frío. La propia elegida impedía los gestos del enemigo que se mostraba ante ellos sin temor alguno, con una sonrisa confiada que todos detestaban.

—Él me dijo que tengo que apurarme y eso hice, ¿no soy un buen elegido? Que me considere tanto solo hace que me sonroje.

Lizcia fue con su espada en mano, pero Xine logró detenerla a tiempo y apartarla, esquivando lo que parecía ser un tipo de rayo cargado de energía. Esta impactó contra el enorme bloque de hielo, viendo cómo se corrompía hasta desaparecer por completo.

—Ah. Fallé, y mira que no suelo hacerlo, más si me piden que acabe con esa niña tan molesta.

Ànima sacó con brusquedad sus tentáculos para atacarle sin darle descanso. Tal acto sorprendió a Eón, tratando de esquivar como mejor pudo. Quiso atacar, pero dos ataques desprevenidos a sus espaldas, provenientes de un arco y una batuta, lo hirieron.

Quejándose en silencio, logró teletransportarse rápido para intentar atacar el cristal donde estaba Mitirga, pero su idea se deshizo de inmediato cuando Ànima le agarró a tiempo.

—¿A dónde crees que vas? —preguntó Ànima.

Eón solo se rio, levantando su brazo izquierdo.

—Yo también tengo algo similar a tus poderes.

Y con un repentino y brusco golpe, su brazo se extendió y rompió el cristal donde se encontraba Mitirga. El cuerpo cayó herido contra el suelo frío. A los presentes les asustó tal hecho mientras Eón se reía, deshaciéndose del agarre de Ànima sin apenas complicación.

—¡Mucho os hace falta para llegar a mi nivel! ¡Suerte con lo que os queda, queridos elegidos!

A algunos les costaba comprender cómo se componía su cuerpo. Era similar a las aberraciones en cuanto apariencia humanoide, pero de colores blancos con líneas azules que parecían consumirlo todo. Estiraba su cuerpo como quería, sus extremidades pasaban a ser moldeables para tomar la apariencia que quisiera, incluso una monstruosidad.

Ànima lo observaba con desprecio, pero no pudo entretenerse al ver a Mitirga. Lo último que escuchó fue su risa, viendo como desaparecía dejando varios rectángulos azules —como partículas— en el cielo.

El frío disminuyó, ya no sufrían tanto, pero aun así debían estar atentos porque las aberraciones se acercaban.

—No tenéis porqué protegerme —murmuró Mitirga, agotada—. Eón deseaba acabar con mi vida para que no pudiera ceder todo lo que tengo antes de desaparecer.

Lizcia escuchó sus palabras y giró para ver el aura brillante de la elegida. Se dio cuenta que, con tan solo su presencia, uno podía caer e dormido para escuchar las canciones o anécdotas de la mujer.

—Al menos llegasteis a tiempo y eso es lo que más me alivia —susurró Mitirga—. Sé que queréis ir a por Eymar, pero debéis tener la conciencia clara de que ese lugar estará protegido por los Maygards.

—Eso es lo de menos, elegida Mitirga —habló Curo, sujetando su arco con decisión—. No vamos a dejarle sola cuando nos ayudó en todo momento. Estrofa nos lo dijo, usted podía llevarnos a él.

—Sí, claro que puedo, pero no solo haré eso. Pienso ceder mi poder a las bufandas.

—Pero eso la dejaría más debilitada —habló Yrmax con dificultad.

—Es el momento para ello, joven Yrmax. Durante todo este tiempo os ayudé, pero no de la forma que deseaba —aclaró Mitirga—. Encerrarme aquí me debilitó, pero no lo suficiente. Veía todo, pero no podía actuar porque había algo que siempre me bloqueaba hasta que apareció Lizcia.

La mencionada se quedó en silencio, agarrando su bastón con fuerza.

—Y con ello los demás elegidos —continuó Mitirga con una leve sonrisa.

Los presentes se daban cuenta que Mitirga no abría sus ojos en ningún momento.

—A dónde vais es un lugar peligroso. Ayan me lo dijo, aunque en su momento los Maygards eran más amables y cariñosos, aunque ahora no lo sean. El miedo les inundó por lo ocurrido con Ayan, y todo por hacer frente a Eón —siguió explicando—. No le subestiméis. Sigue ocultando demasiadas cartas y no podemos confiarnos aun.

» No por ello todo está en nuestra contra. Os habéis unido y ahora es momento de daros mi poder a vuestras bufandas para que brillen cuando las aberraciones salgan de la espada que contiene el mal que Eón desea liberar. —Respiró hondo, apretando sus labios con dolor—. Esa espada... Debí hacerla caso. Debí haberla escuchado. —Suspiró, agachando su cabeza—. Pero al final se la di creyendo que era un gran guerrero y me equivoqué por completo. Casi la corrompe para usarla contra nosotros.

» Por suerte, lograron robársela a tiempo gracias a Ayan. Él mismo quien dejó la espada en el castillo, sellando parte de la aparición de las aberraciones, aunque al final apareciera en los documentos. Esta cantidad que veis no es nada con lo que esa espada contiene.

Esas palabras inmovilizaron a los presentes, en especial Yrmax por haber casi liberado la espada. Por un momento creyó que esas aberraciones se estaban arrastrando su cuerpo, privándole de aire, arrancando su piel, riéndose de su desgracia mientras deseaban retirar cada gota de la vida restante que le quedaba.

Le decían las mismas palabras, unas que le desesperaban:

"Enfrentarte a nuestro líder solo hará que acabes como él".

Y fue ahí cuando comprendió lo que su enfermedad le hacía. Corromperle, transformarlo en uno más como ellos.

—Os llevaré allí y confiaré todo mi poder a vosotros, siendo ustedes quienes salvarán Codece de este mal —explicó Mitirga.

En medio de sus palabras, su alrededor sería envuelto por una luz, formando una pequeña cascada que dejaba pequeñas estrellas blancas a su paso. Se dejaron llevar por tal especial escenario en el que Rima no pudo evitar llorar por tal belleza. Lizcia, por otro lado, sentía el cálido abrazo de una madre que de verdad se preocupaba. Yrmax también lo hacía, sintiendo más dolor al extrañar a su madre, pero a su vez le daba una energía imparable.

—Bajo mi nombre, deseo que ustedes, valerosos y fuertes elegidos, tengáis el camino puro y nos salvéis de esta condena.

Tras esas palabras, su cuerpo desvaneció como agua, mojando las manos de Ànima. Cuando alzó su cabeza, juró por un momento que no solo desprendía agua, sino ¿números? Aun con ello, se dieron cuenta que Mitirga los estaba llevando hacia Mayie y que también les daba más energía a las bufandas.

Lizcia en su cuello, Xine en su cadera, Curo en su pecho y Rima en todo su brazo. Los dos que faltaban eran Yrmax y Eymar.

Por fin llegaron en las profundas cuevas donde vivían los Maygards, Mayie. Xine aumentó la luz y calor de su cuerpo, observando el destrozo de los templos que una vez fueron el hogar de los Maygards. Un lugar donde antes explicaban anécdotas o vigilaban el lugar con sus báculos, donde una vez fue armonía, pero que acabó retirada en cuestión de horas, dejando manchado el suelo de la sangre seca mezclada con la naturaleza subterránea.

—¿Hemos llegado? —preguntó Lizcia.

—Sí —respondió Ànima.

—¿Puedo verlo? Nunca he visto el terreno de los Maygards.

—Ahora no es momento, Lizcia —respondió Yrmax, levantándose del suelo mientras agarraba su espada, una que tomó cuando salió de su reino—. Debemos ir a por Eymar, no debería estar muy lejos, aunque a nuestro alrededor...

—Déjamelo a mí —pidió Ànima—, si todo esto es oscuridad, podré saber dónde se encuentra si me dais solo un momento.

Dejaron que les guiara. Observaron los grandes pilares de piedra. Plantas tímidas salían para dejar un poco de luz y algunos frutos parecían salir, pero no tenían la pinta de ser consumibles. El suelo que pisaban era demasiado liso.

Ànima cerraba sus ojos para escuchar lo que su alrededor le ofrecía. No todo era silencio, había susurros de seres desde la lejanía. Eran ellos.

—Le encontré, seguirme.

Corrieron sin pensarlo dos veces, siendo envueltos en esa oscuridad en la que Xine hacía de antorcha. Tal hecho provocó que Ànima le mirara de reojo y por un momento fuera azotada por el pasado.

Esa luz en medio de la cueva. Esa esperanza que brillaba con una sonrisa agradable.

—No sabía que los Cutuis vivían de esta manera.

Frenó sus pasos sin querer, lo que angustió a todos. Ànima trataba de recuperar su respiración. Alzó su rostro y miró todo de nuevo para llorar sin querer.

Esa era su raza. Ese era su hogar. Cuevas profundas y oscuras. Una ciudad subterránea.

—¿Todo bien, Ànima? —preguntó Yrmax.

—Yo... —murmuró, mirando hacia enfrente para luego suspirar—. Pertenezco a la raza de los Cutuis, la raza de la oscuridad.

—¡Oh! ¡Al fin sabes tu nombre, ya sabes a que perteneces! —pronunció Lizcia con ilusión.

Si bien era bueno que lo recordara, las dudas no paraban de salir, sobre todo con el dios que brillaba. Si la oscuridad era los Cutuis, ¿cómo se llamarían la luz y el ruido? No solo eso, si ella pertenecía a esa raza, entonces tuvieron que tener un dios antes de que ella la fuera, pero ¿quién? ¿Cuál era su nombre?

Negó para sus adentros, no podía pensar en ello, no ahora.

—Lo siento. Sigamos. No perdamos tiempo.

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