Capítulo 22: Hacia la libertad.

Ese ambiente pesado y rojizo creaba una presión su cuerpo y cabeza mientras subían al gran coliseo. Todos los comunicadores estaban reunidos en la explanada lisa de piedra negra e irrompible. Muchísimos Zuklmers observaban desde las gradas el espectáculo anual.

Nadie quería decirlo, pero muchos pensaban que era como un tipo de sacrificio.

Fue extraño para muchos ver a Curo, Eymar y Lizcia acompañando a Xine. No era normal que otras razas estuvieran presentes, pero tampoco pusieron impedimentos.

—Es mejor que vayamos a un sitio más seguro —comentó Eymar mientras miraba a los Zuklmers de reojo—. Intentad no bajar la guardia, las miradas lo dicen todo.

—De acuerdo, pero necesito más de esas bebidas, Eymar —pidió Curo. Su amigo le miró de reojo para luego enseñarle dos botellas—. Por las plumas, no me digas que son las últimas.

—Bébelas solo si es una emergencia —le avisó Eymar—. Te dije que la armadura era necesaria.

Lizcia no se sentía cómoda con esa armadura nueva que Xine le consiguió. Era más pesada y la sofocaba un poco, aunque al menos Ànima, al haber tanta oscuridad, podía recuperar su poder.

—No creo que a Curo le guste tener esto —admitió Lizcia—, es pesado e incómodo, pero es mejor eso a depender de las bebidas.

—Aun a malas puedo crear los hechizos, pero los míos no son buenos como otros. Los míos se especializan más en el área de los Vilonios —explicó Eymar.

Pronto las pruebas empezaron mientras subían por unas escaleras poco estables. Todos los asientos estaban ocupadas por Zuklmers. Era intencional, no querían dejar ni un solo hueco. Eymar soltó una risa para golpear el bastón contra el suelo, apartando sutilmente a unos pocos con un viento frío.

—Siéntate aquí con cuidado, Lizcia —pidió Eymar con suavidad en sus palabras.

Curo le miró con sorpresa, viendo la reacción de los Zuklmers.

«Aunque Xine sea elegido, todos los demás nos odiarán y les costará adaptarse con el paso del tiempo», pensó Curo, viendo como Lizcia se sentaba.

—Me temo que no podrás ver las pruebas si Ànima está recuperándose —supuso Eymar.

Lizcia negó con suavidad.

—Me ha dicho que quiere ver el combate, pero a su vez estará recuperándose, así que no te preocupes —explicó Lizcia.

Eymar se cruzó de brazos y afirmó con lentitud.

Atentos al escenario, vieron a todos los comunicadores, entre ellos a Xine y Ziren. Destacaban por la forma de sus rostros. La de Xine era ovalada con unos cuernos en los laterales. La de Ziren era circular junto a unas estacas puntiagudas que salían de sus hombros.

Xine miraba a su alrededor con atención, veía a cada uno de los Zuklmers. Estaba más o menos relajado, más al reconocer a sus compañeros sentados. Sonrió por un momento hasta que rápidamente se puso tenso.

—¿Qué hacen mis padres aquí? —preguntó en un susurro que solo escuchó Ziren.

—Era normal que vinieran, Xine.

—Me rechazaron.

Movió su cabeza hacia otro lado, un gesto que preocupó a Ziren. Intentó hablarle, pero sería complicado cuando el aire empezó a ser más denso, complicando su respiración. Mediante las pocas grietas, respiraron. Consumieron el aire caliente, pero no duró mucho cuando se habría transformado a uno más frío.

—Gracias a este fragmento de llave por parte de los Vilonios puedo generar este curioso escenario donde empezará vuestra prueba —intervino la voz de Zuk—. Si deseáis ser comunicadores, debéis ser capaces de aguantar todo tipo de situaciones, incluso aquellas que odiáis.

Pocos eran capaces de mantenerse en pie. De los diez, solo la mitad podía aguantar esas condiciones, entre ellos Ziren y Xine. Ambos juntaban sus rocas de forma que el frío no se adentrara. Tenían que mantener el aire y expulsarlo con cuidado para transformar ese frío en algo cálido.

—Pero no solo eso —susurró Zuk con malicia.

El escenario cambió bruscamente a las montañas propias de los Vilonios. Uno nevado con fuertes ventiscas difíciles de superar. Tal cambio le sorprendió a Curo, pero sintiendo un escalofrío al saber que un fragmento podía crear algo así.

—¿Eres capaz de verlos? —preguntó Eymar a Curo.

—S-Sí, pero ¿cómo es posible que un fragmento haga tanto? —preguntó Curo.

—La llave en sí es la combinación de los poderes de cada territorio, lo que permite abrir la caja donde están los documentos. Solo unos pocos pueden poseerla y abrirla, no es una llave cualquiera —explicó Eymar.

—Pensé que era...

Curo pensó sus palabras, pero no pudo decir nada más que asombrarse, aunque no era el único.

A duras penas vieron cómo los comunicadores tenían que llevar a sus espaldas la carga de un gran bloque de hielo. Aquel que lograra mantenerla, continuaría con las pruebas, pero si se deshacía, perderían.

Tal objetivo era complicado. Los Zuklmers generaban calor inconscientemente de su cuerpo, por ello no era muy recomendable tocar uno. Xine, agarrando tal enorme bloque de hielo, se sentó en el suelo nevado, dejando que el frío le inundara. Adaptándose con el bioma.

Era reducir al mínimo la energía cálida de su cuerpo para que las rocas se congelaran y pudieran mantener el hielo. Pocos se atrevían hacer algo así, de hecho, algunos ya perdieron por la presión y el miedo. Los restantes, que eran cuatro, se atrevieron hacer lo mismo que Xine.

La intranquilidad era presente. Sabían que, si no controlaban la energía, acabarían muertos por la falta de calor, quedándose sentados en el sitio. Como si fueran una estatua hecha de colores fríos que para ellos representaba la muerte.

—Ya basta, por dios, sino van a morir —susurró una voz femenina, una que escuchó Eymar a su izquierda.

La mujer no paraba de temblar como si rocas cayeran contra el suelo. De su rostro, lágrimas rojas iban bajando como un río de lava. Eymar se compadeció de la señora, mirando hacia el escenario. Deseaba hacer algo, pero ¿no sería muy arriesgado además de hacer trampas?

—Ziren. Xine. Por favor, aguantad —susurró Eymar.

—¿Qué consecuencias hay si ayudo? —preguntó Ànima.

Eymar miró a Lizcia para luego ver sus manos.

—Yo no sé si podría crear algo. Mi padre no me enseñó lo suficiente y yo...

Sus palabras se interrumpieron cuando el escenario nevado fue desapareciendo. Por fin vieron a los cuatro comunicadores sentados en el suelo con el cuerpo completamente frío. Sus rocas estaban consumidas por el hielo y la nieve como si estas hubieran creado un tipo de muñeco de nieve tétrico. Sus rostros eran impasibles, no parecían ser capaces de reaccionar.

—Podéis despertar.

Las palabras de Zuk iban con burla. Aguantar unas condiciones así de complicadas era un suicidio, sabía que ninguno iba a sobrevivir. Sintió comodidad.

—¡Alguien está despertando!

Hasta que la sorpresa le invadió, sacando por primera vez su cabeza debajo de esas piedras negras. Vio como uno de los Zuklmers empezaba a sacar una gran cantidad de fuego de su interior, quemándolo todo a su paso mientras gritaba con rabia.

Zuk sentía como su cuerpo compuesto de lava empezaba a bullir al reconocer la figura. Expulsaba una grandiosa cantidad de humo ardiente como si hubiera quemado un bosque entero de más de diez hectáreas.

—Ese Zuklmer...

—¡Xine!

El chillido fuerte de aquella voz femenina despertó el rencor del mencionado. Miró hacia la persona que una vez amó incondicionalmente, su madre. Apretó sus puños para decir algo, pero se lo pensó, girando su cuerpo al ver que Ziren aun no despertaba.

—Ziren... —pronunció Xine, angustiado—. Ziren. Ziren. No. No. No. No.

Intentó despertarle, pero no podía hacer nada, ni siquiera tocarle porque el calor que desprendía podía descongelarle y eso le llevaría hacia la descalificación. La angustia le inundó mientras temblaba, hablándole con todas tus fuerzas:

—¡Ziren despierta! ¡Me dijiste que juntos superaríamos las pruebas hasta el final! ¡Me lo dijiste antes de empezar! —Xine cayó de rodillas y siguió temblando, sintiendo el arrepentimiento—. ¡Lo siento! ¡No me hagas esto, por todas las gemas, despierta!

Sorprendía ver a Xine gritándole desesperadamente a Ziren. Se creía que no se llevaban bien cuando fueron nominados a posibles elegidos y expresaron su visión a futuro de su raza.

Xine quería rendir al honor y a la lealtad junto a los elegidos mientras que Ziren se quedaba ayudando a su nación.

A pesar de esas pequeñas diferencias, nunca se separaron. Siempre se mantuvieron uno al lado del otro hasta en los peores momentos. Tal hecho fue algo que nunca olvidó y que siempre tenía esa espada clavada.

—¡No me hagas esto! —gritó Xine—. ¡Eres como mi hermano, no puedes dejarme abandonado, no puedes! ¡Ziren!

Aún no despertaba y eso le destrozaba por dentro. No paraba de temblar. Apretaba sus puños, y al final gritó cabreado, desprendiendo el calor de su cuerpo para soltar el fuego de sus manos.

—¡Qué imprudente eres! —gritó Zuk al ver tal acto.

—¡Prefiero estar descalificado a perder a Ziren!

Contestó aun sabiendo que no debía. Le miró desafiante aun sabiendo que no debía. Deshizo ese hielo aun sabiendo que estaría descalificado. Actuaba bajo su propio criterio en vez de obedecer a Zuk. Ya no quería nada más que ver a su mejor amigo despertar, y lo hizo al ver como caía al suelo cansado.

—Ziren. Ziren. Tranquilo. Respira, es aire cálido. Ya pasó —murmuró Xine, acercándose.

El problema era que cuando se acercó, el suelo empezó a temblar, no solo en el escenario, sino que también en las gradas. Algunos empezaron a huir, otros se quedaron porque sus hijos estaban aún allí.

—¡Chicos! —gritó Eymar, girándose hacia ellos mientras bajaba unas pocas escaleras—. ¡Hay que ayudarles, debemos ir!

Decididos, saltaron a la vez para ir hacia ese escenario del cual se iba destrozando. Surgió una grandiosa grieta en medio que Ziren y Xine, cayendo irremediablemente, aunque no solo ellos, Eymar, Curo y Lizcia —del cual estaría agarrada al Vilonio—, irían detrás.

Se adentraron hacia las profundidades de la grieta. El calor era cada vez más presente porque iban directos hacia Zuk. Eymar vio como ese gran elegido de veinte metros de altura abría su mano con tal de atraparlos.

—No voy a dejar que los hagas daño —susurró Eymar mientras movía el báculo—. ¡Vent gile bruc!

Tras pronunciarlo, un brusco viento los apartaría de la mano del grandioso Zuklmer, escuchando su gruñido de dolor. Todos impactaron en una plataforma de piedra, pero no por mucho tiempo al ver al elegido bañado en el lago de lava, mirándolos con odio.

—¡Veamos entonces! —chilló—. ¡Sorprenderme con lo que tenéis!

Yrmax se encontraba sentado en el frío suelo. Sus ojos cerrados le permitían que sus oídos oyeran mejor su alrededor, pero no por mucho tiempo al toser. Se encontraba demasiado enfermo. Respiró, concentrándose en lo que ahora tenía en sus manos, el cargo que tendría una vez que saliera de la cárcel.

Las pistas que los caballeros leales le dejaban eran claras. Estaban de su lado, querían traicionar a su padre para que Yrmax fuera el nuevo rey. Si tenían que sobrepasar los límites, lo harían, aunque eso era algo que Yrmax se negaba.

Si perder a su madre le era doloroso, no quería imaginarse el hecho de perder a su padre.

¿Por qué a su padre le obsesionaba la espada? No comprendía el porqué de esa idea, pero supuso que era lo único que deseaba para cumplir sus objetivos tan egoístas.

Al levantar su rostro vio como todo le era mucho más lento. Como si sintiera el dolor de todos aquellos ciudadanos que sufrieron o viera las almas de los que lucharon. Le dolían sus párpados, sentía una presión angustiante en su pecho, y no por su enfermedad, sino porque todos contaban con él.

La puerta de la prisión se abrió. Esa poca luz era como si le llamara a Yrmax para que saliera, pero esta era opacada por la presencia imponente de su padre que bajó poco a poco las escaleras.

—Te ves distinto —declaró calmado.

Yrmax no dijo nada, pero su mirada llena de desprecio expresaba todas las palabras que hasta un sordo podía escuchar.

—Me imagino que te habrás dado cuenta de que lo hiciste esa vez, no fue correcto. Me he enterado de todo, Yrmax, sé que has hecho a mis espaldas, sé que le has dado la bufanda a esa ciega, los guardias me lo han dicho.

—¿A cuánta tortura les has sometido para que te lo digan? —preguntó Yrmax, su voz dulce había cambiado a una más grave y agresiva.

—¿Tan cruel crees que soy? —preguntó el rey con una sonrisa, una que hizo arder de rabia a su hijo—. Yrmax, yo que tú iría con cuidado con tus palabras. No tienes ni la menor idea de la verdad y solo te estoy pidiendo una cosa, sacar la maldita espada.

—¿Para qué?

—¿Es que acaso no lo sabes o te has olvidado? —preguntó con la ceja arqueada—. Quien portaba la espada era poseedor de un gran poder que lograba eliminar las aberraciones. Una espada impresionante que lideraba a los suyos para acabar con la condena. ¿No entiendes por dónde voy?

Yrmax arqueó su ceja.

—Querías que sacara la espada para proteger a los Mitirs.

—Y a todos —añadió.

Yrmax abrió sus ojos con cierta esperanza, ¿acaso su padre había caído en cuenta? ¿Acaso se percató de la realidad?

—Tenías razón, Yrmax —continuó en un murmullo—. Tendría que haber hecho algo, pero mi única forma de perdonarlo es que los dos juntos podamos sacar la espada para salvarlos.

Yrmax no se creía lo que decía su padre. Veía como le abría la puerta de su celda para que fuera libre. Cuando los barrotes desaparecieron de su visión, una pequeña luz inusual parecía acercarse a él, pero no lo hacía con confianza, es más, parecía temerle.

—Es muy tarde para que pidas perdón —murmuró Yrmax, tratando de calmar esa esperanza que veía en su padre—, pero si de verdad me demuestras que lucharás a mi lado para acabar con la condena...

—Lo haré, sin dudar —interrumpió, mostrando esa decisión clara en sus palabras, ese juramento que para Yrmax era suficiente.

—Bien. Vayamos.

Caminando por las escaleras, cruzando por los pasillos y siendo observado por los caballeros. Yrmax iba a un ritmo calmado y no se dejaba distraer por nada hasta que llegó a la sala en donde se encontraba la espada clavada en la piedra.

La miró, analizando todo lo que acababa de pasar en cuestión de minutos. Después observó la espada, recordando el origen de esta. En el pasado se decía que la espada fue creada por Mitirga para dársela al guerrero León. Significaba valor, lealtad y fuerza, pero cambió ante lo ocurrido. Ahora se decía que tomar la espada era un sinónimo de traidor. Todo porque León formó el caos con los documentos, creando así la condena.

Una espada que nunca se había desgastado ni destrozado. Un arma que nadie podría empuñar por su energía y secretos que contenía. No era una espada cualquiera, el diseño que tenía la hacía única a diferencia de las demás. Sus colores rojos, amarillos, azules, violetas y naranjas eran la representación de las demás razas. Al menos era lo que decían las historias.

Seguía observando el arma. De fondo escuchaba la voz de su padre ordenando a los caballeros que se apartaran por si la espada reaccionaba. Era la primera vez que decía eso y posiblemente se debía por el cambio que pudiera ocurrir.

—Cuando quieras, Yrmax —habló Irne con suavidad.

Dirigió de nuevo su mirada hacia la espada, brillaba. Por primera vez mostraba unos colores relucientes que a todos los presentes les hizo abrir la boca con asombro, al contrario de Yrmax que se acercó para tomar el mango del arma e intentó levantarla. Un acto tan simple que le hizo llorar de inmediato a la vez que le costó respirar.

—¿¡Yrmax?! —gritó el rey.

La espada reaccionaba. Le hablaba y le enseñaba un pasado extraño en el que conoció la historia de su raza, de Mitirga y León. Lo que le mostraban era desgarrador. Ese guerrero no era un Mitir, mostraba una apariencia similar al de una aberración, solo que poseía una vestimenta. Una túnica que lo diferenciaba de los demás, como un elegido de las aberraciones.

Vio a Mitirga junto a los demás elegidos. Listos para enfrentarse a él. Les daba la espalda, aunque pronto groó su cabeza para mostrar unos ojos redondos y blancos junto a una sonrisa cruel.

—Confiasteis en mí sin conocer nada, solo sabíais que era un guerrero espléndido y con ello creísteis que sería un elegido. —Rio confiado y con malicia—. Claro que lo seré. ¡Seré uno de los elegidos de los Errores! ¡Yo seré Eón! Uno de los Virus leales que destrozará vuestro planeta. ¡Ja! ¡Menudo par de archivos defectuosos! ¡Habéis condenado vuestro planeta ante las anomalías y los virus!

Su cuerpo tembló al saber el dolor de Mitirga. Había confiado ciegamente en ese guerrero. Luchó a su lado desde que las aberraciones atacaron por primera vez sin existir esa norma.

Todos le observaban ante su repentino cambio. Estiraba sus largos brazos para atacarlos, siendo como un hombre hecho de goma con la capacidad de modificar su cuerpo a su gusto.

Nadie sabía bien por qué estaba ahí. Se reía como loco y los atacaba sin piedad alguna, aunque Ayan, el elegido de los Maygards, logró protegerlos y llevarlos a un lugar seguro.

Cuando Yrmax regresó de ese extraño recuerdo, vio que había sacado la espada un poco, desprendiendo un humo grisáceo. Se asustó y no dudó en clavarla contra el suelo con todas sus fuerzas. Los caballeros decidieron ayudarle, a excepción del rey.

—¿¡Qué haces?! ¡Ibas a sacarla!

La tos grave y enferma de Yrmax preocupó a los caballeros. Otros mostraban una postura agresiva contra el rey.

Yrmax se había dado cuenta que esa espada no era el significado de ser un elegido, sino de traición. La condena que se repetía cada cincuenta años no era nada con lo que retenía la espada.

—Padre —murmuró Yrmax con dificultad—, ¿por qué querías que levantara la espada?

Los nervios se notaron en su rostro y esto alertó a todos los caballeros que estaban al lado del príncipe. Sacaron sus armas, demostrando que su lealtad se había cambiado y que protegerían a Yrmax sin dudarlo. Mientras tanto, el rey mostraba una risa nerviosa, dando varios pasos hacia atrás hasta que sintió algo afilado a sus espaldas.

—Un solo movimiento en falso y acabará muerto —amenazó uno de los caballeros.

Yrmax veía todo con cansancio mientras intentaba respirar. Le miró con detenimiento hasta que algo dentro de su cabeza le hizo dar una teoría que le hizo temblar sin parar.

—No has muerto. Te escondiste todo este tiempo para poder atacar con algo más cruel y poderoso, ¿no?

La risa nerviosa del rey hizo que todos los caballeros se pusieran tensos y lo amenazaran con sus armas. El rey soltó una risa más escandalosa.

—Casi funciona, solo unos segundos más y habríamos visto el peor fin de Codece —comentó en un tono divertido.

Su rostro fue deformándose poco a poco. Se deshacía pasando a un estado líquido y viscoso, enseñando la verdadera apariencia. El cabello liso y marronáceo del rey cambió a uno blanco y azul celeste suspendido en el aire del que a veces se corrompía y cambiaba de color. Sus ojos eran blancos y circulares bajo una sonrisa confiada. En su cuello portaba un collar, un símbolo que no identificaban, pero debía ser de las aberraciones. Vestía con una túnica larga de colores verdes y blancas, mostrando parte de su pecho.

—Me sorprende que me hayas descubierto, pensé que esa espada estaría callada, pero no. Creo que Mitirga también está involucrada, ¿verdad?

—Matarlo.

Ni siquiera Yrmax se esperaba decir unas palabras tan crueles, pero era obvio si tenía al culpable. No iba a darle ninguna tregua a aquel que formó el caos. Todos los caballeros, obedeciendo al nuevo rey, atacaron al traidor que rápidamente desvaneció en un parpadeo.

Alterados buscaron hacia ese ser antes de que hiciera más daño, aunque Yrmax no pudo porque cayó de rodillas al suelo, tosiendo con fuerza.

«Lizcia... Tienes que ir con cuidado, todo es peor de lo que pensaba», pensó intranquilo antes de caer inconsciente.

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