Capítulo 1: Lo que una vez fue paz.

Hablar de Lizcia era explicar la historia de su pueblo, Miei. Uno de los pueblos más tranquilos a diferencia de los demás, aparte del más alejado y protegido. No podía conocer su alrededor, por ello siempre le describían todo con el mejor detalle posible.

Codece sufría una eterna condena que Lizcia no podía entender por qué eran víctimas de ello. Siempre le explicaban la historia cuyo origen era difícil de saber, pero que era un hecho innegable. Todos los ciudadanos debían esconderse mientras los guerreros y los elegidos hacían frente a las aberraciones.

—No tiene sentido, ¿me estáis diciendo que es una norma que se repite cada cincuenta años? —preguntó Lizcia.

Sus amigos la miraron con pena.

—A ver Lizcia, ¿recuerdas qué son los documentos? —preguntó Ienia.

—No —respondió con sinceridad.

Ienia suspiró con pesadez.

—Los documentos son unos papeles que guardan toda la información de Codece —comenzó a explicar—. Con estos papeles puedes hacer lo que quieras. Modificar el planeta, crear cosas nuevas o eliminarlas. Con todo eso dicho, hay algo muy importante que puedes hacer en los documentos y es crear unas normas.

—¿Para qué sirven esas normas? —preguntó Lizcia mientras miraba hacia su derecha. Se guiaba según la voz que escuchaba.

—Para protegernos —respondió un chico. Lizcia giró a su izquierda.

—¿Y por qué tenemos una norma que nos hace daño? —preguntó Lizcia.

—Porque quien obtuvo los documentos era alguien malvado que quería conquistar Codece —respondió Ienia.

—Y creó las aberraciones —supuso Lizcia.

—Así es —respondió Ienia.

—Entonces, ¿por qué no cambian la norma? —preguntó de nuevo.

Todos suspiraron con pesadez al unísono.

—Porque nadie sabe dónde están. Se rumorea que los documentos los tiene alguien que nos está traicionando. Otros dicen que la llave que necesitamos se esconde en lugares difíciles de acceder —explicó Ienia.

—¿Y no han buscado bien o qué?

Ienia expulsó el aire con lentitud.

—Tu memoria es pésima, Lizcia. Te hemos dicho esta historia varias veces —reclamó su amigo. Lizcia giró su cabeza hacia la izquierda—. Eres ciega, pero no idiota.

Se veía el disgusto en el rostro de Lizcia, pero no se equivocaba. No prestaba mucha atención en clases porque se quedaba dormida. A veces se preguntaba por qué tenía que seguir estudiando, total, pronto iba a tener dieciocho años y podría ir a trabajar.

—Lo siento. Sé que en clases comentan ese tema, pero es que no presto mucha atención porque llega a ser tedioso y aburrido —explicó Lizcia.

—No voy a mentir —intervino otra voz. Lizcia giró su cabeza—, yo también me aburro en clases y me suelo dormir, aunque es cierto que es un tema que tendríamos que tener en cuenta.

—Sois irremediables —habló Ienia en un tono serio—. En fin, da igual. Lizcia, te tengo que llevar a tu casa, ¿estás lista?

—No. Ya sabes que no me gusta estar en mi casa.

Lizcia escuchó otro suspiro de Ienia. Eso la hizo tragar en seco.

—Me siento decepcionada —aclaró Ienia. Lizcia se avergonzó al escuchar tales palabras—. Estoy de brazos cruzados frente a ti porque debes entender que esa actitud no es buena. Tu madre no entenderá tu problema, pero tampoco puedes hacer eso.

—Yo ya te di mi respuesta. Quiero irme a vivir contigo, pero si lo hago mi madre me agarrará de las orejas y me llevará a casa para que trabaje con la limpieza —explicó Lizcia—. Aún me cuesta ubicar donde están las cosas, parece que las cambia de sitio a posta.

Hubo un pequeño silencio. Lizcia quiso suponer que su amiga estaba mirando a otro lado sin saber bien qué decir. No podía refutarla porque había vivido esos momentos incómodos.

Contestar o retar a su madre no era una buena idea. Si Maya decía una sola palabra sobre alguien, todo el pueblo la creería.

—Pues vamos al mismo sitio de siempre ¿te parece? —preguntó Ienia, agarrando la mano de Lizcia con cuidado.

—Me parece bien, ese sitio me gusta, aparte, tengo más ganas de ir después de lo ocurrido ayer.

—Estaban recreando la caminata de Mitirga, Lizcia. Eso sí que no lo debes olvidar —recordó Ienia

«No me refería a eso, sino a la voz de la estatua...», pensó Lizcia.

—Lo siento, perdón —se disculpó Lizcia—. Lo tendré en cuenta.

Lizcia lo tenía muy en cuenta. Mitirga para ellos era importante, si alguien decía algo malo, rápidamente lo expulsaban de Miei.

—Vámonos Lizcia —le pidió Ienia, para luego girarse hacia sus amigos—. Mañana nos vemos, chicos.

—Adiós chicos, que vuestro camino sea puro —se despidió Lizcia.

—Y que la diosa Mitirga os acompañe —dijeron a la vez los demás.

Se dejó guiar por Ienia. Tenían que pasar por un camino de piedras grandes y algo puntiagudas de las cuales debían esquivar. Ienia siempre le decía por dónde ir: camina a la izquierda, luego a la derecha, un paso enfrente. Frena, avanza... Las indicaciones eran claras para que no impactara contra el suelo y se hiciera daño.

Se encontraban en un bosque lleno de árboles que cubrían la luz del sol. Las hojas eran verdosas y dejaban un sendero claro hacia una estatua oscura y tenebrosa.

—Estamos cerca, solo avanza un poco más —le avisó Ienia.

—Gracias, Ienia —respondió Lizcia en un murmullo—. Te debo mucho, siempre haces lo mismo por mí.

—Eres mi amiga, sabes que puedes contar conmigo en lo que sea.

—Y también mi profesora.

—Sustituta.

Conocer a Ienia fue la salvación de Lizcia desde lo ocurrido con sus padres. La soledad la acompañó durante un tiempo hasta que un día salió de casa y la conoció. Al principio no se hablaban mucho, pero cuando empezó a ir a clases y salir más, las cosas empezaron a cambiar.

Siempre le describía todo, incluso los colores, aunque fuera algo que Lizcia jamás pudo ver. Se acordaba de las veces que intentaba explicarle, pero era tan complicado que Lizcia se reía por sus intentos. Al final se conformaba con tocar el rostro de alguien y memorizarlo. En el caso de su amiga, tenía la nariz puntiaguda, labios pequeños y una barbilla muy redondeada a diferencia de la suya. Lo que más gustaba era su cabello corto y sedoso.

—Llegamos —avisó Ienia—. Ponte de rodillas poco a poco, así.

—Gracias, Ienia.

Se quedaron de rodillas en el sitio. Hubo ese silencio, pero Lizcia esperaba algo más. Quería vivir lo mismo de ayer, quería saber quién era esa mujer.

«A lo mejor Ienia sabe quién es», pensó Lizcia.

—Ienia.

—¿Sí?

—¿Te suena el nombre de Ànima?

—No conozco a los demás dioses o elegidos de los demás lugares. Lo siento, Lizcia.

—Ah, está bien.

Intentó rezar como era costumbre. Esperó a que algo ocurriera, pero nada parecía surgir efecto hasta que tuvo una idea muy arriesgada. Una que a Lizcia le entró cosquilleos.

«Pido su ayuda, grandiosa diosa de la Oscuridad».

Y ante esas palabras, el escalofrío de su espalda apareció, y con ello la presencia que la vigilaba.

«No es necesario llegar a ese nivel de devoción conmigo. Te estaba viendo desde que llegaste», respondió en un tono firme.

«No quería faltarte el respeto, solo tenía curiosidad. Desde tu intervención, no paraba de darle vueltas a quien podías ser», admitió Lizcia.

«Ya te lo dije. Soy Ànima».

«¿Conociste a Mitirga?»

«¿Quién?»

Lizcia abrió un poco su boca, pero no emitió ningún ruido.

«Nuestra diosa. Es por ello que estábamos rezando a esta estatua. Creíamos que eras Mitirga», explicó Lizcia.

«¿Por qué lo hacéis?», preguntó con intriga.

«Porque nuestro planeta está maldecido cada cincuenta años por seres peligrosos. Necesitamos fuerza, ayuda porque solos no podremos».

«¿Y cómo es posible que no recuerde nada eso? —preguntó, intranquila—. Maldita sea, no recuerdo nada, y ante una situación tendría que estar ayudando».

Lizcia no supo qué decir, estaba impactada por la angustia de la supuesta diosa. Le habían borrado su memoria, o eso parecía.

«Necesito salir —murmuró Ànima, y por un momento, Lizcia sintió que la estaba mirando— y tú serás mi recipiente».

—¡E-Espera!

Se cayó de espaldas al suelo soltando un grito lleno de angustia. Ienia la miró con aterrada, viendo como ponía sus manos en el cuello porque no podía respirar.

—¿¡L-Lizcia?! ¡Tranquila, respira! —gritó Ienia.

Pero de mucho no servía cuando Lizcia intentaba retirar esa sensación de su garganta. Ienia se acercó para ayudarla, pero no sabía bien qué era lo que le ocurría.

«Eres ciega —habló Ànima dentro de la cabeza de Lizcia—, pero eso no será más un problema».

Y por primera vez Lizcia vio lo que una vez fue descrito por Ienia y sus amigos. Entendió los colores. La forma de los árboles. Vio el suelo. Qué aspecto tenía su amiga. Como era un río. Como era un árbol. Como era el cielo.

Como era, en general, todo.

Soltó varias lágrimas y dirigió su mirada hacia Ienia, quién también lloraba al no entender qué estaba ocurriendo. Agarraba las manos de Lizcia con miedo hasta que decidió hablar en un susurro:

—Te veo...

—¡E-Es un milagro! —desesperó Ienia entre lágrimas, alzó los brazos al cielo—. ¡Mitirga nos ayudará! ¡Su primera bendición es que por fin puedas ver! ¡Lizcia! ¡Estamos salvados!

Puso su cabeza en el pecho de Lizcia, llorando mientras todo su cuerpo temblaba sin parar. Lizcia miró el cielo con una sonrisa, pero pronto dejó de hacerlo cuando escuchó la voz de Ànima:

«Te ayudaré en lo que haga falta, pero tú a cambio tendrás que hacer lo mismo».

«¿M-Me harás daño?», preguntó Lizcia, para luego fruncir el ceño, aunque esto no sería un acto que hiciera ella.

«No. Jamás —respondió Ànima sin dudar—. No recuerdo quien soy y necesito la ayuda de alguien para poder saberlo. Por ello el trato. Si tu me ayudas, yo también lo haré».

Pensó por un rato. Si iba a ver para siempre, aparte de otras ventajas, no iba a ser tan malo, solo tenía que hacer caso a lo que pedía. Miró hacia Ienia, quien lloraba sin parar mientras la abrazaba con fuerza.

«Acepto el pacto, Ànima —susurró Lizcia mientras miraba el cielo. Se estaba haciendo de noche—. Todo lo que tú me pidas lo cumpliré».

«Tampoco te tendré esclavizada, ¿por qué clase de diosa me tomas?», preguntó Ànima un poco molesta.

«Los dioses... suelen ser crueles, al menos eso dicen».

Frunció el ceño. Lizcia se dio cuenta que no era quien lo hacía, sino Ànima desde el interior de su cuerpo.

Hubo un silencio. Ànima al parecer no sabía que decir, parecía estar impactada por esas palabras. En ese momento, Lizcia cerró los ojos y sonrió con calma. Veía, aunque a cambio estaría metida en una aventura. No tenía miedo, después de todo estaba harta de su monótona vida.

De pronto un grito fuerte se escuchó a su lado, abrió los ojos y vio a Ienia alejándose de ella.

—T-Tú... —murmuró Ienia.

«Aunque hay un pequeño problema —recordó Ànima con timidez—. Tú tienes mis ojos y eso significa que derramarás, de vez en cuando, un líquido negro que no se podrá eliminar».

—A buenas horas —murmuró Lizcia un poco irritada. Observó a Ienia y decidió hablar—: Ienia, te tengo que explicar algo importante. Este milagro no es de Mitirga, es de otra diosa. En verdad estábamos venerando y rezando a Ànima.

—¿Q-Qué estás diciendo Lizcia?

—Ella me ha dado está bendición, pero a cambio debo ayudarla —respondió con calma mientras sus ojos miraban al suelo.

—¡¿Estás maldecida?!

—Yo no lo veo como una maldición si me está ayudando a cambio de que yo la ayude —explicó mientras ponía su mano en la barbilla—. La estoy ayudando a reconocer quién y qué está pasando aquí.

Ienia miró con terror a Lizcia hasta que sus ojos se pusieron en blanco y cayó de espaldas contra el suelo. Lizcia se quedó quieta sin saber bien qué hacer porque no entendía qué le pasaba. Por suerte, Ànima movió su cuerpo, intentando despertarla.

—¡Lizcia! ¡Maldita sea! ¡Se ha desmayado! —explicó Ànima. Utilizó el cuerpo de la joven para intentar reanimarla. Por suerte, lo conseguiría—. Por las lunas. Ya está bien, se ha quedado dormida.

Se sentó en el suelo con las piernas estiradas, mirando a su alrededor en silencio sin saber qué decir.

—Lizcia —volvió a hablar Ànima—, a partir de ahora seré tu pequeña guía. Por lo que veo has sido ciega toda tu vida y no sabes mucho cómo funcionan las cosas, aparte de que no sabes cómo reaccionar.

—No, lo siento —murmuró Lizcia, avergonzada.

—Está bien, por una parte. —Se calló por unos segundos, pensando sus palabras—. Por una parte, siento que es algo que solía hacer antes, cuidar mucho a los demás.

Tras un largo silencio, Lizcia cerró los ojos con una sonrisa divertida.

—Me caes bien —admitió Lizcia—. Siento que puedo confiar en ti e Ienia también lo hará.

Frunció el ceño. Lizcia sintió cierta incomodidad.

—Apenas me conoces, Lizcia. ¿Cómo puedes decir eso?

—Porque cualquiera podría haberme echo daño o no habrías reaccionado de esa forma con Ienia. Por ello confío en ti —explicó Lizcia. Ànima solo alzó los hombros, los de Lizcia—. Por cierto, ¿cada acción que hagas lo hará también mi cuerpo?

—Sí, por desgracia sí. Intentaré no ser muy expresiva si te incomoda —respondió Ànima.

—No me incomoda tanto, es solo extraño.

Pronto Ienia se despertó, poniendo la mano en su cabeza. Observó a Lizcia, viendo esos ojos negros que le generaron incomodidad. A punto de gritar, Lizcia tapó su boca.

—Pido que confíes en mí, Ienia —susurró Lizcia—. Ànima es una buena diosa. No nos hará daño.

—¿Cómo puedes confiar en eso? —preguntó Ienia en un susurro.

—Nos habría matado si quisiera —respondió Lizcia. Ienia miró a otro lado sin saber que decir—. Dame un día y verás que es cierto. No miento, es de fiar. Por favor, Ienia.

Ienia soltó un suspiro largo, negando con su cabeza.

—Capaz esto es un sueño —susurró, levantando su cabeza—. ¡Por Mitirga! Lizcia, tenemos que volver a casa, se hace demasiado tarde.

—¿Pero no dirás...?

—No, no diré nada —interrumpió Ienia, tragando saliva con dificultad—. Mañana me lo dirás todo, o capaz esto ha sido un sueño o un engaño de los Maygards, ¿¡quién sabe?! Pero debes volver a casa, sino es peor.

Volvieron rápido al pueblo. Lizcia para ese entonces mantuvo sus ojos cerrados, haciéndose la ciega. Según le dijo Ànima, no derramaba ese líquido si los cerraba.

A punto de abrir la puerta, escuchó la voz de Ànima de nuevo:

—¿Puedo saber por qué tu corazón late con tanta fuerza? —preguntó Ànima en un susurro.

—Ah. Ya lo verás.

En cuanto abrió la puerta, recibió un golpe en toda su mejilla que la tiró al suelo.

—¿¡Se puede saber porque llegas tan tarde a casa?! —chilló Maya.

«Por las Lunas. ¿Qué ha pasado y que es esa maldita voz?», preguntó Ànima, adolorida.

Lizcia supo que Ànima también sentía el dolor que sufría. Sonrió apenada mientras se levantaba del suelo.

—¡Creí que estabas en casa de Ienia y de repente veo que tampoco está! ¿¡A dónde habéis ido?!

—A rezarle a Mitirga...

—¡Mentira! ¡En la iglesia no estabais! —chilló—. Por tu culpa he roto los platos y las sillas. Me tenías preocupada buscándote por todos los lados ¿para al final mentirme de esta forma?

«¿Qué ha dicho?», preguntó Ànima.

—¡Y no solo eso! ¡¿Crees que son horas para llegar a casa?! —gritó Maya.

Lizcia, a duras penas, logró levantarse del suelo, pero su cabeza impactó contra el pomo de la puerta. Ànima también lo sintió y se quejó de dolor.

—Mañana no voy a dejar que vayas con Ienia. Si lo haces la paliza que te daré será la peor de todas que hayas vivido hasta el momento, ¿entendido?

—Sí, madre...

—¡No me respondas en ese tono! ¿¡Te crees que puedes salir, así como así y no llegar a casa a las horas que corresponden?! ¡Se me hace hasta gracioso! ¡Dices que no puedes ayudar en casa porque eres ciega, pero en cambio sales de casa como si conocieras el mundo!

—Madre, yo...

—¡Y me da igual que Ienia te acompañe en todos lados! ¡Es maldita niñata, no es nadie, solo te acompaña por pena! ¡No es tu amiga, olvídate! ¡Nunca has tenido amigos porque todos los que te ven te acompañan por pena! ¡Por eso te trato de esta manera para que entiendas que es cruel ese mundo!

«¿De qué va contestando de esa forma? Es tu madre. Tendría que ser ella la que esté a tu lado. No su amiga, que hace más de madre que otra cosa —se preguntó Ànima, quejándose aún por el golpe—. Lo siento, Lizcia, pero tu madre es una loca».

«No es ninguna novedad».

—¡Y ahora por lista, te quedas sin cenar! ¡Vete a la cama ahora!

No hubo más discusión. Lizcia, levantándose adolorida, caminó hacia su habitación para luego tirarse hacia su cama. Quiso dormir, pero iba a tenerlo difícil con el dolor y las ganas de llorar.

Ànima se quedó en silencio durante unos minutos. Al final reaccionó y apretó sus puños.

«Está bien, Lizcia. Ahora descansa y no te preocupes por lo que puedas pensar y la vergüenza que tengas. Mañana será otro día. Uno del que tu madre no se va a olvidar».

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