Capítulo IV

Llega a casa, y se dispone a hacer unos ejercicios de geometría que termina en cuestión de treinta minutos. Prepara algo de cenar y se lanza sobre su cama

Aunque los párpados le pesan se niega a dormir hasta completar su rutinaria investigación.

Cuando su padre murió pasó los peores años de su vida, siendo lastimada de forma tanto física como psicológica, odiada por su madre y torturada por creerse menos que un insecto rastrero. Años después, regresó a la cabaña que él le dejó, alejándose de los recuerdos más oscuros de su existencia y volviendo al lugar de los más felices, su mente y memoria podían ser tanto el castigo como una bendición, porque podía recordar cada detalle que vivió con su papá, pero también cada detalle de aquella noche en la que fue abusada múltiples veces.

Suspira y toma el cuaderno lleno de información, al cumplir veinte años —hace cuatro meses atrás—, un hombre la localizó y entregó una carta con la inconfundible letra de su padre, el anciano aseguró desconocer su contenido, y de si de algo la joven Igna estaba segura era de que solo ella podía descifrar lo que estaba allí escrito.

Se sentía un poco decepcionada de sí misma, en la carta no solo le enseñaba un camino a un nuevo mundo, a uno realmente importante, ese papel vino acompañado de algo que no se esperaba, la noticia de que su progenitor sabía con exactitud lo rara que era la enfermedad que padecía, cómo la había contraído y dejó en sus manos la posibilidad de salvar a otros como él. Pero ella había decidido tener un ritmo normal en la universidad, no adelantarse a pesar de sus capacidades, de cierta forma buscaba algo de normalidad entre su inusual genética, su mente perturbada y el doloroso pasado.

Transcurrieron al menos un par de horas, según la precisión mental de Igna fueron dos horas cuatro minutos; su subconsciente no calculó los segundos debido a lo sumergida que se hallaba en el estudio.

Sus párpados se sentían cada vez más pesados para ella, tanto como para caer rendida ante el sueño.

«Descansa, pequeña», escucha la dulce voz de Roselin antes de caer en brazos de Morfeo.


Al despertar mira el reloj: faltan cinco minutos para que suene la alarma.

«Ésta te la gané», piensa mientras observa el reloj con los ojos entrecerrados.

«Madura, Igna», se burla Eric.

Bufa y sonríe ligeramente.

«Esa es una muy buena forma de comenzar el día», comenta Roselin con tono risueño.

«Espero que permanezcas así durante todo el día», murmura Hazel.

«O para siempre», agrega Steven con su seriedad característica.

Una sonrisa auténtica adorna su rostro al escuchar su voz.

«¿Sigues enojado conmigo?», pregunta cautelosa.

Escucha un suspiro cansado.

«Pequeña niña, no puedo estar enojado contigo, pero debes aprender a controlarte. No permitas que tus emociones prevalezcan sobre tu intelecto. Que tengas un feliz día, mi niña».

Su sonrisa se amplía aún más. Se alegra de tenerlos, siempre lo hace; ellos son todo lo que tiene.

Se prepara para irse con una simple coleta, unos jeans negro y una chaqueta de cuero cubriendo una blusa azul intenso.


Llega a la parada de autobuses y toma el mismo de todos los días. Pero al subir no se trata del conductor habitual, lo que la hace preguntarle al que está en su lugar si conoce el porqué de su ausencia.

Siente curiosidad y aunque se niega a admitirlo también algo más. Puede que sea alguien callada, seria e introvertida, pero la timidez la dejó hacia un lado hace ya mucho tiempo.

El hombre sonríe con la vista fija en el camino haciéndola fruncir el ceño debido a su gesto.

—Está enfermo —explica escueto.

—Entiendo... pero, ¿estará bien? —No está muy segura del porqué su interés, así que lo acredita a las palabras de Roselin acerca de que es buena persona.

—Sí, eso espero —El autobús se detiene en su parada y el nuevo conductor la mira por un momento.

Desea poder preguntarle algo más pero una sensación casi extraña se estaba alojando en ella.


Baja con un nudo en el entómago mientras se cierran las puertas y el autobús sigue su curso, dejándola confundida con un extraño sentimiento creciendo también en su pecho.

«Preocupación», susurra Hazel.

«Yo no est...» comienza a decir pero Steven la interrumpe.

«Igna...», alarga a modo de riña.

Exhala cansada y se gira para comenzar su camino.

«Está bien, quizá estoy algo preocupada», admite.

Comienza su día con álgebra y entre clases que la aburren y uno que otro aprendizaje nuevo transcurre su mañana.

Al llegar la tarde camina hasta su parada, cuando sube al autobús lo primero que hace es mirar hacia el conductor recordando la coincidencia que hubo hace unos días, pero no se trata de aquel señor mayor que siempre intenta inútilmente contagiarla de su alegría.



Al entrar en la ferretería, ve a Leo sonreírle con timidez y al pasar junto a él se muestra cauteloso.

—Buenas tardes, Igna —formula despacio esperando la reacción y sin saber qué esperar del estado de ánimo de la joven.

—Buenas tardes, Leo —responde ella con alegría en su mirar. Sin mostrarse sarcástica, ni fría, solo como la Igna que fue hace mucho tiempo atrás.

Deja su mochila para tomar lugar en la caja; enciende el monitor,  abre el sistema.

En eso llega un cliente colocando una cinta adhesiva en el mostrador y ya el perfume de la persona se le hace familiar.

— ¿Efectivo o tarjeta? —cuestiona con fastidio.

Él extiende la tarjeta y sus dedos rozan al entregársela.

Un escalofrío recorre su cuerpo; no le gusta tener el más mínimo contacto físico con alguien, sólo lo había intentado con aquel muchacho de ojos color miel cuya personalidad le recordaba a ella años atrás. Sólo por eso toleraba su contacto.

Toma una pequeña bolsa y deposita la cinta adhesiva dentro; ya ha comprado tres en esta ocasión, pero eso no era su problema.

— ¿Soltera? —pregunta esta vez.

Ella sonríe cínicamente acompañada de una risa sin gracia —que hasta podría percibirse como siniestra.

—Si no he dicho mi nombre ¿en serio cree que responderé esa pregunta? Vaya que su estupidez es grande —dice negando con la cabeza.

Observa de soslayo como en lugar de ofenderse se alza de hombros.

—Nada perdía con intentar.

«Tu dignidad, quizás», piensa.

«Intenta no ser cruel», le aconseja Roselin.

Está a punto de responder cuando habla Steven.

«Igna, recuerda controlar tus emociones»

«No me pondré en plan agresivo», se defiende y contiene el impulso de poner los ojos en blanco.

«Igna, te conocemos bien, puedes ser muy hiriente con las palabras».

— ¿Estás considerando responder? —interroga él elevando una ceja y sacándola de su meditación.

Casi responde de mala manera, pero se muerde la lengua.

—No. —Se limita a decir de manera cortante.

Le entrega la bolsa, la tarjeta y la factura; teniendo cuidado de no tocarlo esta vez.

—Hasta pronto, señorita.

Aquel hombre da la vuelta y se marcha.

— ¿Sabes que solo viene a verte? —pregunta Leo desde la otra caja.

—Lo sé.

«Pero pierde su tiempo».

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