Capítulo II
Baja del autobús para llegar al trabajo, el incidente con su compañero de clases la puso de peor humor del acostumbrado, el cual es de por sí bastante malo.
—Que tenga una linda tarde, señorita —Se despide el mismo conductor de la mañana, lo cual se le hace un poco extraño.
«Es un buen hombre», dice Roselin.
Ella asiente tanto para el conductor como para Roselin mientras comienza a caminar.
«Lo parece, que es distinto», comenta Igna.
«Nena, debes aprender a confiar más en las personas».
«Las personas ya me han fallado antes».
«Lo sé, pero no todas son iguales», insiste la delicada voz de la mujer.
«Las que he conocido sí lo son; y por favor, no quiero hablar de este tema ahora», zanja la chica.
Tras un par de cuadras llega por fin a la ferretería en la que trabaja, el llamativo cartel resalta el nombre Jones en rojo.
Al cruzar la puerta la recibe el tintineo de las campanillas de aquel local.
El lugar es amplio con paredes de un gris opaco, con estantes negros organizados meticulosamente por ella misma.
—Buenos tardes, Igna —La saluda su compañero Leo con una tímida sonrisa. Ella le dedica una penetrante mirada que destaca su color azul a modo de advertencia—. Lo siento, Fritz —Se apresura a disculparse intimidado por la presencia de aquella joven.
Tras aislarse de su antigua vida prefirió que nadie la llamase por su nombre, así que por eso le molesta tanto que alguien de su nuevo entorno se dirija a ella de forma tan personal, así que prefiere ser llamada por el apellido de su padre, aquel que siempre vive en sus pensamientos.
—Buenas tardes —murmura entre dientes al pasar por su lado para ponerse su uniforme de trabajo dejando su mochila atrás.
«¿Te das cuenta de lo que haces? estás actuando como las personas que tanto odias», critica Hazel.
«¿A que te refieres?», pregunta con desgana sin interesarle mucho la respuesta.
«Voltea y mira», ordena la voz.
Ella obedece encontrándose con su compañero cabizbajo mientras organiza unas cajas; la imagen le resulta familiar, que por más que pase el tiempo nunca está demasiado alejada.
Le recuerda a ella.
«¿Ves?», pregunta sin la más mínima intención de ser suave.
«Yo no soy como ellos», murmura con ira contenida en su interior.
«Igna, contrólate...», dice Eric.
«¡ES QUE YO NO SOY COMO ELLOS!», grita dentro de su cabeza y se empieza a agitar.
Su personalidad impulsiva la hace golpear un portalápices que con agilidad consigue poner en su lugar.
«Solo mira, el chico venía con una sonrisa y tú la apagaste. Tal como lo hicieron contigo, te estás convirtiendo en aquello que tanto odias», reprocha Hazel con voz dura.
Ella piensa en discutir, pero sabe que Hazel tiene razón.
Camina hacia él y con toda la fuerza de voluntad que implica para ella tocar a otra persona, posa su mano sobre el hombro del chico.
Él da un respingo y un paso atrás pisando a Igna.
— ¡Ahh! —chilla.
—Lo-lo siento, l-lo siento de verdad —balbucea asustado con la vista clavada en el suelo.
—No importa —responde ella, apesar de ser una contestación tajante el tono de extrema calma deja al muchacho sorprendido y obligándolo a levantar la mirada.
—D-de verdad lo siento, Fritz. Es solo que me asusté.
Ella fuerza una sonrisa tranquilizadora, una que hace resaltar su belleza, pero ella nunca sonríe —nunca—. Ese gesto dejó al muchacho totalmente perplejo.
—Igna, llámame Igna —dice mirando los ojos color miel del chico, notando por primera vez una calidez en ellos—. Y siento haberte asustado.
«Muy bien, pequeña», escucha el susurro de aprobación de Roselin.
[...]
—Fritz, necesito que hagas inventario —indica su jefe asomando la cabeza por la puerta de su oficina.
—Entendido —responde bajándose de la silla de cajera.
Tomando el cuaderno de inventarios se pone frente al primer estante para comenzar.
«Roselin, Eric, Haz...», empieza a decir pero ellos la interrumpen.
«Ya sabemos qué hacer», responden los cuatro al unísono.
Ella mantiene la mirada fija en el estante unos cuantos segundos mientras empieza a contar lo del primer extremo. Todos los demás hacen lo mismo mientras ella mantiene la mano apoyada en la libreta y empieza a anotar. Así continua con el resto hasta terminar con todos los pasillos en tiempo record.
Verifica que todo coincida con lo estipulado en el ordenador concluyendo así con la petición del señor Jones.
Se acerca a la oficina de su jefe y toca la puerta, él en seguida le indica que pase.
Al hacerlo ella coloca el cuaderno sobre el escritorio indicándole que ha terminado.
— ¡Wow, Fritz! —Observa el reloj de su muñeca—. Nunca dejas de sorprenderme, es imposible ser tan rápido —Ella se limita a mirarlo; no es de mucho hablar—. Una cosa más —Saca algo de la gaveta superior de su escritorio. Abre el puño y lo deja en la superficie cubriendo con su mano el contenido—. ¿Cuantas tuercas hay? —pregunta y en seguida levanta la mano. Ella lo ve por máximo un segundo.
—Cincuenta y tres —responde aburrida.
Siempre hacia lo mismo, tuercas, arandelas, clavos, tornillos, etcétera. De alguna forma le divertía o fascinaba el extraño don de la joven.
— ¡En serio esto es genial! —exclama. Ella se cruza de brazos y eleva una ceja dejando clara su pregunta—. Sí, puedes retirarte.
Sale de la oficina y vuelve a la caja para ayudar a su compañero, Leo. Él la observa tímidamente creyendo que ella no lo ve, pero en realidad sí lo hace.
—Son veintisiete con cincuenta —dice con voz monótona sin mirar al cliente como siempre hace.
Su puesto de atención al cliente es tan impersonal como si fuera una máquina.
Recibe la tarjeta de crédito y mientras espera a que se imprima la factura empieza a guardar las cosas en bolsas de forma automática.
— ¿Cuál es tu nombre? —pregunta una voz masculina.
—No es de su incumbencia, señor; y no permito que me tuteen —responde con voz fría sin dejar su labor.
—Entonces cambio mi pregunta, ¿puedo saber su nombre?
La insistencia del aquel hombre la hace levantar la vista de modo cansado.
—No —contesta analizando a un hombre joven, alto, de ojos castaños.
La belleza no es algo que la impresione y esta no era la excepción; aunque su mente admite lo bien parecido que es la persona frente a ella.
Toma las bolsas, se las entrega junto a su factura y luego la tarjeta.
—Que tenga un buen día, señorita —Se despide con cortesía.
Ella no responde, como es su costumbre.
—Le gustaste —comenta Leo una vez que el cliente se marcha.
Ella voltea a verlo en la otra caja, a punto de preguntarle: «¿Acaso crees que soy idiota o que?».
Pero Roselin de nuevo la interrumpe.
«Sé suave».
Suspira cansada, limitándose a decir:
—Lo sé.
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