Capitulo - 2 -
Conduje demasiado deprisa, eso me llevó a tener que dar varios frenazos, no maté a nadie, pero casi me paso varios semáforos en rojo. Llegué a casa hecha una furia, me sentía como si me hubieran estafado, como cuando te compras algo que has estado deseando mucho tiempo y, cuando por fin lo tienes en tus manos, resulta que está roto, o no es lo que esperabas, ¡vamos! Como cuando te acuestas con alguien a quien has idealizado y luego resulta ser un auténtico fiasco, ¿a quién no le ha pasado?
Al menos, el haber vuelto a contactar con el Alan prefabricado, me había hecho llegar a casa en una oleada de nervios y adrenalina. Por una vez en mucho tiempo, no había llegado arrastrándome como una serpiente. Dejé las cosas de mala manera en la mesa de la entrada, lo que provocó que se cayera el manuscrito de Ídem de mi bolso, lo recogí enseguida del suelo, y paseé con el por el salón mientras me dirigía a la mesa donde tenía el ordenador. Me senté y lo encendí, ahora sabía qué buscar, y mi queridísimo Google se encargaría de obrar el milagro, lo tenía claro, en la barra del buscador tecleé «Alan Jane», y, a diferencia de los negativos resultados que obtuve anteriormente, con este nuevo nombre se abrieron muchísimos resultados, sobre todo varios artículos referentes a finanzas, incluso me leí uno por encima que lo firmaba el mismísimo Alan.
Tecleé sobre un perfil de Facebook, y me sorprendí a mí misma al ver que había dado con el perfil que andaba buscando desde un inicio, Alan Jane. La foto de perfil era una en la que salía con unas gafas de sol y era en blanco y negro, pinché sobre ella y, sin quererlo, sonreí. Era una foto divertida, salía con un gorro de paja, una cerveza en la mano, unas gafas de sol y con la cabeza ligeramente hacia arriba en una carcajada; aquella foto desprendía muy buen rollo. No pude ver muchas más, ya que lo tenía privado, «¡Joder!» Refunfuñé de mala manera, ¿Cómo podía tener tan mala suerte? Al menos, ver en el gilipollas que se había convertido, me había hecho contenerme, de otro modo, ya le habría mandado una solicitud de amistad y una docena de mensajes privados. Apagué el ordenador, me puse un poco de vino en una copa y me dispuse a perderme en los mundos de aquel artífice de palabras mágicas.
***
«... y en cada pensamiento estas tú, mi querida y amada nostalgia, acompañante de noches desveladas, ¿Qué he podido hacerte, para que no dejes de perseguirme? Atraes recuerdos que no quisiera rememorar, no por ser desagradables, sino todo lo contrario, me recuerdas lo que una vez tuve, y me torturas por no haberlo mantenido. Quiero dejar de pedirle tiempo al tiempo, quiero dejar de soñarla despierto, quiero dejar de desearla a cada segundo del día, quiero no arrepentirme de haberme marchado. Lárgate nostalgia, y llévate todos tus recuerdos, recuerdos de...»
***
Tres golpes en la puerta me hicieron dar un leve brinco. Me había metido tanto en esas palabras, que no me había dado cuenta de que estaba llorando, miré a mi alrededor porque durante unos minutos me había olvidado del mundo. Otros tres golpes me hicieron poner de pie, ¿quién podía ser? Luego lo tuve claro, la única que hacía estas cosas era Carlota. Había veces que, cuando se aburría en su casa, o volvía de una noche de sexo desenfrenado, tenía la necesidad de hablar conmigo; a veces la escuchaba, otras hacia como que la escuchaba, de todas formas, ella no notaba la diferencia así que...
Tenía la camisa abierta, me la había desabrochado para acomodarme en el sillón. Abrí la puerta, y sin mirar me adentré para quitármela del todo. Nadie que no fuera ella podría haber entrado, Martin, el portero, era bastante concienzudo y muy, muy desconfiado. Cuando escuché la puerta me estiré en una postura que Carlota me había enseñado sacada de sus clases de yoga, tenía los músculos engarrotados, me volví al no escuchar los tacones por la estancia, entonces me quedé sin respiración.
—Guau, ¿así recibes a tus visitas?
—¿Qué coño haces tú aquí? —Intenté disimular que ver a Alan allí, de pie, con ese abrigo tejido por los mismísimos dioses no me ponía nerviosa. Tenía las manos dentro de los bolsillos de aquel abrigo y me miraba con sus penetrantes y brillantes ojos oscuros—. ¿Y cómo sabes dónde vivo?
Sentí su mirada clavada en mi pecho, y empezó a faltarme el aire, ¿Qué me estaba pasando? «¡Joder!», solo era Alan... no David Gandy, o Klaus Grass. Era Alan, Alan a secas. Aunque debía reconocer que me gustaba que me mirara de aquella manera, me hacía sentir algo comestible, me subía la moral, para que mentir.
—Me lo ha dicho tu hermana, a la que, por cierto, he visto esta mañana. —Miré de reojo el móvil; ahora sabía a qué habían venido las llamadas que no me había dado la gana contestar—. Y venía a pedirte disculpas, y... Oye Nadia, por favor, sino te importa, te agradecería que te pusieras algo encima, me cuesta un poco hablar de algo serio si estas así vestida, o así desnuda. No sé... llámame raro.
Sonreí sin querer, había conseguido poner mi cara de mala leche, y ahora él se estaba encargando de hacerla desaparecer. Asentí evitando que viera mi amplia sonrisa, me había dejado una camiseta en una de las sillas del salón, así que me dirigí hacia allí mientras veía cómo Alan observaba toda la habitación. No se había quitado el abrigo, y yo tenía la calefacción a tope, ¿acaso quería transformarse en un suflé?, suflé de Alan, mmm....
—¿Así mejor? —Me puse en su campo de visión y asintió—. ¿No te quitas el abrigo? La casa está a veintisiete grados, te va a dar un golpe de calor.
Se echo a reír y empezó a quitarse aquel abrigo que me tendió y, con sumo cuidado, lo dejé bien puesto sobre el respaldo de una de las sillas que me pillaba cerca. Cuando me volví y le di la espalda, debo admitir que olí aquella tela y cerré los ojos después. Cuando me di la vuelta, vi que se había sentado de una manera cómoda en el sofá, y tuve que tragar saliva. Mi ex jamás me había resultado tan atractivo en una pose tan normal, y ahora él, revolucionaba mis hormonas. Lo había hecho incluso antes de saber de quién se trataba.
—Nadia, perdóname, he sido un gilipollas.
—Bueno, lo importante es admitirlo. —Sonreí y me correspondió.
—Ahora en serio, perdona. No sé qué me ha podido pasar, ha sido raro. Tanto tiempo sin vernos y sin hablar me han puesto nervioso y, aunque te miro y sé que eres tú, es como si una parte de mí no te reconociera, ¿sabes a que me refiero?
—No lo sabes tú bien. —Me relajé en la silla en la que había decidido sentarme.
—Me cambié el apellido porque buscaba un apellido que desprendiera fuerza. Si te das cuenta los triunfadores siempre tienen un apellido con gancho.
—Ah, ¿sí? ¿Cuáles? —Fruncí el ceño.
—Christian Grey, Gideon cross, Jesse Ward...Barack Obama. Le miré con los ojos como platos y empecé a reírme a carcajadas.
—¿Barack Obama? —dije entre carcajadas.
—Hago referencia a tres personajes literarios y te parece bien, pero incluyo a uno real y te mueres de la risa. Chica, tú estás mal.
Me volvió a dar la risa, pero esa clase de risa que, aunque quieres parar no puedes, y eso te lleva a lagrimear.
—Te veo muy puesto en novelas eróticas para mujeres, señorito Jane —dije secándome los ojos, mientras recobraba la calma.
—¿Y eso no es algo sexista por tu parte?, ¿Acaso esos libros no están hechos para nosotros?
—Tienes razón —dije pensativa—. A decir verdad, los libros eróticos tenían que ser lectura obligatoria para hombres.
—Tampoco lo exageres tanto, además, ahora que lo pienso... comparto demasiadas horas con mi hermana, y no me había dado cuenta hasta ahora.
—Ahora no pongas excusas.
Nos miramos en silencio, y nos sonreímos durante un rato. La energía de mi salón empezó a pesar, se podía tocar. Se sentía una electricidad extraña, y sé que no estoy loca, porque sentí cómo se movía incomodo al igual que yo. Ambos habíamos notado aquella extraña conexión, lo curioso es que había surgido mientras nos habíamos quedado en silencio; como dice Mario Benedetti, «el mejor dialogo son las miradas.»
—Necesito que me hagas un pequeño favor, Nadia —dijo, al fin, después de unos largos minutos. Me temblaron las piernas cuando escuché cómo pronunció mi nombre.
—Claro, pide por esa boquita.
Me miró intentando ocultar una sonrisa pícara, pero no le sirvió de nada, los ojos le brillaban con un brillo especial, y a mí se me cortó la respiración.
—¿Ya no recuerdas, qué pasaba cuando me decías eso? —Se lamió los dientes, y sentí que estaba empezando a escurrirme de la silla—. Era broma mujer. Hace mucho de eso, no creo ni que te acuerdes.
—Perdí mi virginidad contigo, claro que me acuerdo.
—¿Recuerdos nítidos?
Me quedé en silencio, y supe que estaba como un tomate. Me ardía la cara de una manera alarmante.
—Déjate de tonterías, dime, ¿qué es lo que quieres?
—¿Te importaría que me quedara aquí unos días? El hotel se ha equivocado con la reserva. Será solo hasta que me lo solucionen.
Me quedé de piedra. No había perdido detalle de cómo se había acariciado el estómago mientras me decía aquello sin casi pestañear, «¡madre del amor hermoso!»
—¿Hablas en serio? —pregunté susurrando.
—Sí, pero no quiero que pienses que me he puesto en contacto contigo para poder quedarme en tu casa. Ha sido todo una casualidad.
Torcí la cabeza, mientras fruncía el ceño.
—No había pensado eso. —Me encogí de hombros—. Pero aún no sé el motivo real por el cual has vuelto a la ciudad.
Me miró en silencio durante unos minutos, en los cuales ni respiré.
—¿Piensas cuestionarlo todo? Te lo he dicho, estoy de vacaciones, y quería aprovechar estos días para contactar con viejos amigos y, de paso ojear unas cuantas empresas, eso es todo, Nadia, ¿algo más? Si quieres puedo orinar en un bote y me analizas la orina, pero prometo que estoy limpio.
Me eché a reír sin poderlo evitar. Tenerle en mi casa era algo inimaginable, en aquel instante me vinieron ciertos recuerdos a la cabeza. Recuerdos que me hicieron sentir algo incomoda, pero aun así sonreí, ¿Qué podía hacer?
—Tengo una habitación para cuando vienen mis sobrinos. La cama no es muy grande, pero es bastante cómoda. —Me levanté y me imitó—. Espero que te guste.
Me siguió en silencio por toda la estancia. Mi casa no es que fuera muy grande, lo más grande de todo mi piso era el salón junto con la cocina, después te adentrabas por un pequeño pasillo, y había dos habitaciones y un pequeño baño, no era gran cosa. Pero para una pareja, y ahora para mí, estaba bien. Me di cuenta de que Alan había dejado una maleta justo a la entrada. Él ya sabía que mi respuesta iba a ser un sí, incluso habiéndome ido de aquella cafetería echa un basilisco, ¿solía ser tan predecible?
Encendí la luz de la pequeña habitación pintada de azul y blanco, tenía un pequeño armario en blanco, y una mesita con una lamparita, miré a Alan y después miré la cama... bueno, no es que fuera muy grande, pero al menos mis dos sobrinos de siete y dos años cabían perfectamente.
—Siento que la cama no sea muy grande. —Me encogí de hombros—. Si lo hubiera sabido con tiempo, hubiera conseguido otra más grande.
—Está perfecta, Nadia, gracias.
Se movió con agilidad por la habitación, dejó la maleta sobre la cama, y la abrió dejando a la vista la ropa perfectamente doblada, eso me sorprendió, quizá fuera porque yo era un auténtico desastre para a esas cosas, tenía mi armario hecho un ocho, aunque Alan siempre había sido muy maniático. Me apoyé en el marco de la puerta mientras le observaba sin perderme detalle, se movía elegantemente, como si estuviera en una danza maravillosa. Se movía con tal masculinidad, que mi cuerpo sufría los efectos secundarios, se me había secado la boca. Sin esperarlo vi que estiraba su impresionante espalda, y cuando quise darme cuenta se había sacado la camiseta de una manera tan sexy que el corazón me bombeaba adrenalina por doquier. «Chocolate», solo podía pensar en las tabletas de chocolate que tenía en la cocina, y en lo que se le asemejaban a los abdominales de Alan... si lamiera su increíble cuerpo, ¿sabría dulce?
—Cierra la boca. —Parpadeé volviendo en sí—. Deja de mirarme así, Nadia, sé lo que piensas de los tatuajes.
¡Los tatuajes! Me había quedado tan ensimismada mirándole los curtidos abdominales y su perfecta señalización en V, que no me había percatado de que tenía su musculado y perfecto brazo izquierdo completamente tatuado. El tatuaje se extendía por un pectoral, y tenía la certeza de que le cubría parte de la espalda. No pude evitar arrastrar mis pies hacia él y quedarme con los ojos como platos observando más de cerca aquella preciosidad. Siempre había tenido mis dudas sobre los tatuajes. Lo que Alan no sabía, es que mi visión sobre eso había cambiado, por toda mi columna vertebral, desde la nuca, hasta la rabadilla del culo, me había tatuado una frase en hebreo, «Solo tú eliges tus limites, solo tú te impones las metas.»
Pero claro, hacia tanto tiempo que no sabíamos uno del otro, que no había tenido la oportunidad de contarle mi fantástica época de locuras por las que pasé, ¿qué diría si le contara que tengo un pequeño piercing en el clítoris? Me ruboricé al pensar en aquello, y aun me ruboricé más, cuando sentí mi corazón latir desde aquella zona.
—¡Madre mía, Alan! —Pasé mis dedos por aquellos impresionantes dibujos—. Esto es, una obra de arte.
—¿Te gusta? —Me miró como si le extrañara—. Pensé que odiabas los tatuajes, siempre decías que eran de macarra.
—De eso hace mil... ¿Cómo puedes acordarte?
Me sonrió mientras dirigía sus penetrantes ojos oscuros a aquellos dibujos, el corazón me latía tan rápido, que me estaba siendo imposible respirar, ahora me daba cuenta del porqué... estaba demasiado cerca de su cuerpo, y aquella impresionante energía, empezaba a hacerse patente.
—Me representa a mí. —Le miré fijamente—. Representa la lucha de un samurái, las batallas por las que nos hace pasar la vida, las guerras que ganamos y las guerras que dejamos perder. —Seguí la mirada de sus preciosos ojos por aquellos dibujos. Tenía el brazo tatuado por ambos lados, y eran diferentes escenas de luchas. El dibujo iba ascendiendo y mi entusiasmo con él—. Esto —dijo señalando lo alto de su hombro—, es la entrada al limbo. —Miré el dibujo con admiración. Se veía la espalda de aquel samurái a las puertas de una entrada, de la cual solo se veía nubes y rayos de sol pasar entre ellas. En su pectoral izquierdo, había unas palabras en un idioma que desconocía—. El samurái, después de la lucha es ascendido a los cielos, donde se le concede lo que más anhela.
—Que pasada, Alan. —Me fijé que, el final del dibujo, los trazos eran distintos. Él se dio cuenta y sonrió, se dio la vuelta y casi me caigo de culo.
—Es un dibujo tribal, ¿te gusta?
Unos trazos de dibujos tribales ocupaban su espalda casi por completo, me fijé en que el tatuaje se perdía por debajo de los pantalones, ¿hasta dónde llegaría? Me relamí de pensarlo. Unos picos del tatuaje subían por su nuca, en aquel instante sentí el mayor latigazo que había sentido en mi vida.
Aquello debió dolerle bastante. Aquellos tatuajes tenían que tener algún significado más allá de lo que me había dicho, de eso estaba segura. Cuando quise darme cuenta, ya se había puesto una camiseta de manga corta.
—¿Desde cuándo te gustan tanto los tatuajes? —dije dándole la espalda y recobrando el aliento.
—Cuando estaba poniéndome en forma, conocí a un tatuador que frecuentaba el gimnasio, compartíamos ideas, y de ahí surgieron los tatuajes.
Le miré un segundo más antes de darle las buenas noches. Le había sonreído al irme a mi habitación, y le había dejado allí terminando de ponerse cómodo. Cuando me encerré en mi habitación, le escuché trastear por la casa; seguí pegada a la puerta durante unos minutos. De repente estaba tremendamente cansada, arrastré los pies hasta la ducha del baño de mi habitación, y allí debajo del agua caliente dejé salir todos los recuerdos que había estado intentando alejar de mi mente.
Si debía ser sincera conmigo misma, tendría que admitir que nunca le había olvidado. Los primeros meses después de nuestra ruptura me los había pasado de fiesta en fiesta, recuperando el tiempo perdido y conociendo distintos hombres. Pero al cabo de un año, era a él, al único que echaba de menos. No sabía exactamente por qué no podía olvidarle, tampoco habíamos tenido una historia demasiado excepcional. Habíamos sido una pareja como muchas otras, no había sido un amor de película o un típico amor de novela de los que me hartaba a leer, simplemente no podía dejar de pensar en él.
Había pasado un año desde nuestra ruptura cuando volvimos a entablar contacto. Eso solo sirvió para que lo que sentía se hiciera más grande. Pero, a diferencia de mí, él parecía haberlo superado, y nunca me dio a entender que seguía sintiendo algo por mí. Aquello me rompió el alma, pero prefería tenerlo de esa manera que no tenerlo. Además, tampoco volvimos a quedar, yo se lo dejé caer un par de veces y siempre me decía; «claro que sí Nadia, esta semana quedamos para ese café pendiente», pero pasaban las semanas y él nunca decía nada. Eso me llevó a no volver a proponérselo más.
Pasaron algunos años, en los que mi ánimo iba a rachas. Había meses en los que hablábamos casi a diario, y otros en los que no sabía nada de él. Pero cada vez que me buscaba, siempre me encontraba. Y, aunque yo me prometía a mí misma que intentaría pasar de él, cuando veía su nombre en el identificador de llamadas mi cuerpo saltaba y corría a contestar. Hasta que un día me dijo que se iba... y se fue. No hubo un abrazo, ni un beso de despedida. Simplemente se fue, ignorando el mensaje que le había mandado dejando atrás todo mi orgullo, y rogándole que me diera un último abrazo.
Contestó al mes, diciéndome que sentía no haberme respondido, pero que, si se tenía que despedir de mí, jamás hubiera podido irse. Releí aquel mensaje unas mil veces antes de poder encontrar la fuerza de contestarle, pero mis sentimientos no me dejaban actuar como mi cabeza había planeado. Y así fue cuando empezamos a tener contacto a menudo. Su estancia en Polonia se alargó más de lo que él había imaginado. Para aquel entonces, ya hacia año y medio que se había ido, y yo seguía esperando algo que nunca llegaría; me hundí.
Muchas veces pasaba con el coche por la que había sido su casa. Sabía que allí vivían sus padres, y a veces veía a su madre entrar o salir. Meses después, dejaron aquella casa y se trasladaron a las afueras de la cuidad, y la casa la ocuparon otras personas, aun así, yo seguía pasando por allí, a veces en coche, a veces caminando. No sabía exactamente por qué tenía aquella insana necesidad de auto torturarme, pero pasar por allí, me hacía sentirle más cerca, incluso cuando ni su familia estaba allí.
Jamás le conté aquello. Cuando me llamaba, ponía mi mejor tono de voz y simulaba que tenía una vida llena de emociones. Él se reía con mis historias, y yo me sentía mejor al creer que, por unos instantes, era feliz con mi vida. Conocí a Carlos en aquella época, pero no puede empezar nada serio hasta que recibí un mensaje por correo de Alan, no podíamos volver a hablar, la chica con la que había empezado a salir, le molestaba la relación que teníamos, así que... me dejó. Y esta vez, de verdad.
Solo entonces, y con Alan completamente fuera de mi vida, puede empezar a tomarme en serio a Carlos. Llevaba cuatro años sin saber nada de él, y en los últimos dos, casi ni me acordaba en exceso. Quizá fuera porque estaba bastante entretenida en las batallas que me hacía lidiar Carlos, que no eran pocas. Estaba claro que no tenía suerte con los hombres. Y, ahora que había conseguido deshacerme tanto de Alan como de Carlos; Alan volvía a mi vida, y... ¡joder! Alan no era solo un ex, ni siquiera un amigo, era algo más. Era una persona por la cual había seguido suspirando casi siete años después de romper, no era insignificante, no podía serlo.
Ahora volvía a mi vida de una manera abrumadora, ni siquiera había asimilado su correo y ya lo tenía en mi casa, en la habitación que estaba justo frente a la mía.
Como si no hubiera pasado el tiempo, como si no hubiéramos estado cuatro años sin hablar, como si yo no fuese nada más que una simple amiga. Eso, hoy en día, y por mucho que lo odiara, me seguía abrasando las entrañas. Lloré, lloré como una idiota debajo de la ducha. Cuando me recuperé un poco, me metí debajo de las sabanas, ya no le escuchaba, así que supuse que ya estaría durmiendo. Eran las dos de la madrugada de un viernes, ya sábado. Todos los viernes solía cenar con Carlota, y después solíamos tomarnos unas copas para olvidar, me preguntaba qué la estaría entreteniendo, o más bien quién, «asquerosa meretriz, ¡¡qué envidia!!»
Cuando cerraba los ojos solo podía ver el inmaculado y perfecto cuerpo de Alan. Tenía que abrirlos y destaparme un poco para poder refrescar a mi pervertida mente, y también a mi sudoroso cuerpo, que parecía seguirle el rollo a mi subconsciente ávido de placer. Me revolví como una docena de veces, y acabé dándole patadas de rabia a la colcha, no había manera de conciliar el sueño, necesitaba dormir. Hice las paces con la colcha de cama y las mantas cuando sentí que me quedaba helada. Por fin, después de varias horas en vela, pude sentir esa pesadez en los ojos y recé para que, al fin, mis ojos quedaran completamente pegados, ni siquiera la lamparita que iluminaba la habitación con su tenue luz me molestaba. Al fin conseguí dormir, poco después empecé a moverme incomoda, y aunque me resistía a despertar del todo, una sensación extraña me hizo abrir los ojos.
—¡La hostia, Alan! —grité incorporándome—. ¿Qué haces aquí?
El corazón me latía a cien por hora, Alan me sonreía sentado en un lado de la cama, aquella sensación de incomodidad que sentía, eran sus ojos, estaba mirándome, y pude sentirlo incluso dormida.
—Lo siento, no quería despertarte. —Me miró fijamente a los ojos—. ¿Estabas teniendo una pesadilla?
—No me acuerdo, ¿Por qué?
—Te movías como asustada. He intentado despertarte, pero me daba miedo por si reaccionabas peor. —Me sentí avergonzada—. No sabía que durmieras con luz.
Me incorporé por completo y me destapé, estaba sudando como un pollo, y el que Alan estuviera tan cerca, no lo mejoraba en absoluto.
—Me diagnosticaron terrores nocturnos hace seis meses. —Me miró frunciendo el ceño—. Me muevo nerviosa y me despierto aterrorizada. Después se me pasa, solo que no soporto dormir con la luz apagada.
—Lo siento.
—No pasa nada. Por cierto, ¿qué hacías aquí?
Se rascó la cabeza nervioso, se levantó y caminó hacia la ventana, miró las vistas y supe que se había quedado fascinado, si por algo adoraba mi cuchitril, era por las vistas.
—La cama tiene los tornillos algo desenroscados, cuando me muevo la cama chirría y me resulta imposible dormir, venía a pedirte un destornillador.
Miré mi reloj y sonreí.
—¿A las cuatro de la mañana? —Se encogió de hombros—. Ahora mismo no sé dónde para, pero puedes quedarte aquí, yo me iré al sofá.
—No, no —dijo abalanzándose hacia mí—. De ninguna manera, ¿podría quedarme aquí, por esta noche? mañana arreglare la cama.
Me quedé atónita mirándole, se había sentado al borde de la cama. En aquella postura, sus músculos se marcaban deliciosamente. Me entraron ganas de arrancarle la camiseta allí mismo. Miré su perfilada y masculina cara, y suspiré, ¿Por qué coño se había vuelto tan jodidamente atractivo?
—He visto que tienes un diván junto a la ventana, parece cómodo. —Miré aquel diván y sonreí, no era cómodo, era comodísimo. Muchísimas veces había acabado dormida cuando me tumbaba a esperar que Carlos se cambiara—. Podría traerlo hasta aquí, y así también estarías más tranquila, ¿no crees?
—Alan, no hace falta que hagas eso, puedes meterte en la cama, no me importa. —Sentí que el corazón me latía tanto, que empezaban a pitarme los oídos.
Se echó a reír y se puso en pie, tuve que coger aire al ver lo bien que le quedaba aquel pantalón de pijama. Se movió por toda mi habitación y, en menos de lo que había pensado, había colocado el diván junto a mi cama, había cogido unas mantas que yo le había dado y se había acostado a mi lado. Estábamos prácticamente cara con cara, pero me seguía reconcomiendo la idea de por qué no había querido acostarse en la cama, aunque mejor así, de otra manera, sé que hubiera terminado violándole; aunque siempre hubiera podido achacar mi ataque a mis trastornos del sueño.
—Alan —susurré—, no apagues la luz.
—Vamos Nadia, estoy aquí contigo. —Acarició mi cara—. He dejado la cortina corrida para que nos entre la luz, ya verás cómo no te hace falta la lámpara.
Asentí con la cabeza y miré cómo apagaba la lamparita y se recostaba tapándose hasta los ojos, se puso de lado, cara a mí, sonrió antes de cerrar los ojos. Estuve más de media hora mirándole, él no abrió los ojos en todo ese tiempo. Y, aunque estaba bastante nerviosa por tenerle tan cerca, su presencia, en cierto sentido, me hacía sentir algo más tranquila. Al fin pude dormirme. Creo que estaba ronroneando del gustito que me proporcionaba dormir cuando le escuché moverse; pero, me pesaban tanto los ojos, que opté por seguir haciéndome la dormida.
—Nadia. —susurró—. ¿Estás dormida? —Me quedé como una estatua, y creo que realicé la mejor actuación de todas, estaba segura de que me merecía un globo de oro como mínimo—. Si no me he acostado en tu cama es... —El corazón me latía a cien por hora—. Porque te habría follado hasta que me hubieras rogado que parara. Y pese a tus ruegos, solo habrías conseguido ponerme más cachondo. Pero estás dormida... así que este secreto, sigue siendo mío.
Me apreté con las uñas el antebrazo, y sentí que me daría un infarto si me seguía quedado quieta, cuando abrí los ojos de golpe y con la sangre martilleándome por todo mi cuerpo, él ya había cerrado los suyos, me mordí los labios y peleé por volverme a dormir. Pero no pude, una parte de mí se había despertado y ahora no había quien la durmiera... ¿Por qué no han inventado consoladores completamente insonoros?, no sé, ¡pregunto!
Me levanté de la cama antes del amanecer, Alan estaba durmiendo plácidamente, ajeno a todo el barullo interior que me había ocasionado su confesión nocturna, ¿cómo se dice algo así, y luego no se hace nada al respecto? Quizá, si hubiera abierto los ojos antes... si le hubiera hecho saber que lo había escuchado. Quizá, y solo quizá se hubiera lanzado a mi yugular haciéndome con ello la más feliz del mundo; pero por una extraña razón, había sentido vergüenza. Toda la situación era surrealista, yo ya había mantenido sexo con él, muchísimas veces, pero algo en él era distinto, tenía una mirada pasional, desenfrenada que hacía que tuviera que tomar más aire del normal cuando me miraba fijamente. Esa mirada no la había tenido nunca, todo él era un rompecabezas. Algo había tenido que pasarle para transformarse en otro, y necesitaba saber el que.
Me preparé un café bien cargado y procuré hacer el menor ruido posible, necesitaba toda la soledad del mundo en esos momentos, no debía ser interrumpida, y menos por Alan. Después de tomarme el café y ver como el sol salía por completo iluminando débilmente la cuidad, me decidí a mirar mi correo, con un poco de suerte, conseguiría distraerme un rato, cuando lo abrí y borré unos cuantos mails de publicidad el corazón se me paró en seco.
«Querida Nadia.
Me alaga muchísimo que esté leyendo mi historia, y me alaga muchísimo más el hecho de que le esté gustando tanto. He de decir que me ha sorprendido su correo, cuando la señorita Amorós me dejó caer que le daría mi manuscrito a una buena amiga, nunca pensé que sería a una editora. ¿Quiere saber más de mí?, curioso... yo también quiero saber más de usted, ¿qué edad tiene?, ¿es rubia, morena, pelirroja? Disculpe de ante mano mi atrevimiento, pero me gustaría hacerme una idea de cómo es la dama que se desvela con mis deseos plasmados en papel.
Hábleme de usted, y le hablaré de mi... Empecemos un juego, me gusta jugar... ¿Y a usted? Sr Moore.»
—¿Por qué sonríes así? —Me volví dando un brinco—. Solo son las nueve de la mañana.
Miré a Alan de arriba abajo, su cara de sueño aún era patente y tenía el pelo hecho un revoltijo, por primera vez le veía ese tupe hecho un desastre y aun así estaba increíble. Podía verle la marca que le había dejado el cojín en su cara, e inconscientemente, sonreí más, más de lo que ya sonreía.
—Es un correo del trabajo —dio unos pasos hacia mí y se sentó sobre un taburete de la cocina.
—No parece del trabajo, yo no sonrió así con correos del trabajo.
—Quizá sea porque no te gusta tanto como a mí.
Torció la cabeza y sonrió.
—Seguramente sea eso. —Me miró fijamente mientras se rascaba la barbilla, ver cómo esos dedos tocaban la maravillosa barba de tres días, me hizo desviar los ojos hacia aquel movimiento involuntario, pero tremendamente seductor, me mordí el labio y agaché la cabeza—. ¿Has dormido bien?
Levanté la cabeza con los ojos de par en par, ¿en serio me lo preguntaba? ¿A qué narices jugaba? Me recosté en el respaldo de silla mientras veía cómo el ordenador se iba apagando, dejaría la contestación al señor Moore para más adelante, aunque... ¿señor Moore?, ¿sería su apellido real? ¿O sería otro seudónimo? ¿Quién narices era ese hombre, y por qué sentía tantísima atracción por su misterio? Quizá compartiera más de lo que pensaba con el personaje de su historia, quizá no era una historia ficticia, a lo mejor aquel hombre estaba contando su verdadera historia... «¡dios, quiero seguir leyendo!»
Caminé hacia Alan que me miraba perplejo, en tan solo unos segundos me había visto gesticular con distintos cambios de humor, para mí era algo normal pasar de un extremo a otro, pero sabía que para el resto era desconcertante, tomé una taza, le serví café y la puse cerca de su mano.
—He dormido como un lirón, aunque, me pasó una cosa rara...—Levantó la cabeza de su taza, y pude ver como la garganta probablemente estuviera haciendo un gran esfuerzo por no expulsar aquel liquido de nuevo hacia la boca— Me ha parecido...
—¿Qué? —susurró con cierto toque de pánico en la cara. Levanté una ceja, no estaba loca, obviamente no le iba a decir que estaba despierta cuando le dio un brutal brote de sinceridad, solo quería ver su reacción ante la idea de que pudiera haberlo escuchado. Ahora no hacía otra cosa sino cerciorarme de que él pensaba que estaba absoluta y completamente dormida. ¿Por qué?
—Nada...— miré hacia otro lado— nada importante, cosas mías.
Me di la vuelta y lo dejé tenso a más no poder, tuve que agarrarme con todas mis fuerzas a la pila de la cocina, verle con el ceño fruncido y los músculos en tensión no hacían más que provocarme oleadas de algo que debía evitar, al menos hasta que supiera qué narices estaba pasando.
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