Capitulo - 1 -
—¡Joder!
Levanté la vista de mi cubículo deseando que nadie me hubiera escuchado, por suerte parecía que mi salida de tono había quedado oculta. Normalmente solo se escuchaban leves murmullos, nada lo suficientemente alto para llamar la atención y tener que levantar la cabeza; no es que no fuéramos cotillas, que sí que lo éramos, si no que preferíamos dejar los cotilleos para la sala del café. Siempre era reconfortante evadirse hablando de otros temas, sobre todo si eran amoríos entre compañeros, parecía que luego era más fácil volver a la rutina.
Estaba a punto de volver a bajar la vista y centrarme en lo mío; que en aquel momento no era nada relacionado con mi trabajo, cuando de pronto me topé con los ávidos ojos azules de mi querida compañera de trabajo, y mi mejor amiga, Carlota, que me miraba sorprendida. Después de unos segundos de duro escrutinio, decidió levantarse. Llevaba un dosier en sus manos y resoplé, lo único que esperaba es que no viniera a preguntarme nada. No solía ser muy mal hablada, exceptuando cuando me enfadaba mucho o estaba resentida; cosa un poco habitual en mí, en esos casos, las perlas que salen por mi boca son genuinas. No me enorgullezco de eso, pero es algo que nunca he podido evitar.
Tengo un humor cambiante, tan pronto estoy feliz, como que me siento en la más mísera desgracia, mucha gente diría que sufro de una enfermedad mental, aunque yo prefiero pensar que es porque soy géminis, me resulta más confortante y menos preocupante, la verdad.
Por suerte, después de las vacaciones de navidad estábamos hasta los topes de trabajo; así que, mi querida amiga, no se movió de su zona. Le entregó el dosier a su compañera, y devolvió la vista a su mesa, suspiré aliviada mientras escuchaba música celestial. Al rato recibí un mensaje en mi ordenador.
«Te has librado por muy poco, luego me cuentas. Y ¡controla esa boca! ¡Puta loca!»
Se me escapó una risita, que intenté ocultar con un estornudo, me atusé el pelo y devolví la vista a mi escritorio, estaba nerviosa, aun así, me froté la cara y volví a lo mío, tenía mucho trabajo por hacer; por no mencionar el puñado de manuscritos que me estaban esperando ansiosos. No sabía si era real, o era mi subconsciente que había encontrado la forma de avisarme que tenía mucho que hacer, pero de una manera algo perturbadora, ya que, cada vez que quitaba los ojos de ellos podía escuchar como una música de tambor insistente, vamos... el mismo sonido que hace el juego de Jumanji, me encanta esa película, pero la antigua, la de Robin Williams, no la mierda de remake que han querido hacer, deberían matarlos a todos por convertir esa película tan chula, en una vergonzosa ida de olla. Bueno, quizá matarlos no, Joe Black me cae bien, con unos azotes me conformaba.
Mi amigo Izan, que aparte de ser mi amigo fue mi psicólogo, se echó a reír cuando le dije si eso confirmaba mi teoría de que estaba como una autentica regadera, él no dijo nada, ¿el que calla otorga? Me recosté en la silla resoplando, miré la pantalla de mi ordenador, en la que ahora lucía un salvapantallas con distintas fotos molonas que había seleccionado un día que estaba de muy buen humor, me miré los dedos y con un suave roce de mi índice sobre el ratón, la pantalla volvería a mostrarme ese email que me había dejado con la boca abierta.
Pero ahora tenía mucho trabajo, tenía que concentrarme en leer varios capítulos de distintos manuscritos, hacer anotaciones y entregárselos a mi jefe esa misma tarde. Normalmente no me solía atrasar con las cosas, pero había estado con una gripe «post vacacional» que casi acaba conmigo. Cuando levanté la vista de la lectura, todo el mundo empezaba a moverse por la estancia de arriba abajo. Era la hora de comer, y yo no podía permitirme ese lujo si quería salir a tiempo, debía quedarme y leer, aunque ahora mismo hasta una simple mota de polvo me pareciera toda una maravilla.
Entré en la editorial como becaria hacia unos años, conseguí el puesto por pura suerte, ya que era una editorial muy importarte y conseguir que admitieran tu currículum era una locura. Trabajé muy duro para mantener mi puesto y, si era posible, ascender. Y lo conseguí. No es porque me llevara a las mil maravillas con mi jefe, que también, sino porque siempre solía ser muy concienzuda y eficaz. Menos hoy.
—Nadia, ¿no piensas comer hoy? —Levanté la vista y me encontré con los ojos de Carlota, que me escudriñaban intentando adivinar, sin éxito, mi salida de tono anterior.
—Tengo que adelantar esto, Carlota, mira mi mesa... me está dando una ansiedad de cojones.
—¿Ya estás en pleno siroco? ¿Estás con la regla? —Fruncí el ceño, y negué con la cabeza—. ¿quieres que te traiga algo cuando suba?
—Pues si me trajeras un café, no podría negarme.
—Pero, si ya tienes uno casi lleno —dijo señalando mi enorme taza.
—Ya, pero necesitaré otro. Me he tomado un antigripal y estoy en modo zombi.
Sonrió con ganas y salió de aquella sala acompañada por otra de nuestras compañeras. Las miré como quien mira a alguien que va a hacer algo divertido y tú tienes que quedarte en casa, haciendo nada, y sintiéndote una basura sin reciclar. Pegué un sorbo al café, ahora helado, y empecé a leer varios capítulos, conseguí concentrarme más de diez minutos seguidos, y eso me animó a seguir, ya había conseguido despejar un cuarenta por cien de la mesa, y eso me ponía de muy buen humor.
—¿Nadia? —Levanté mi cabeza ensimismada por la historia que estaba leyendo, y casi me caigo de culo.
—¡Jacqueline! —Pegué un bote y salí disparada hacia ella, que me acogió en un abrazo típico de la señorita Amorós—. ¿Qué haces aquí?, ¿tenías cita con Alejo?
—No. —Sonrió—. Sé que está en Madrid.
Jacqueline Amorós, es una de las escritoras estrella de los últimos años. Acababa de entrar a trabajar en la editorial cuando me topé con su manuscrito. Me entusiasmó al instante, y no fue porque a esa edad casi cualquier cosa me entusiasmara; sino porque, en realidad, era un proyecto increíble. Hice tal resumen a mí, por aquel entonces, desconocido jefe, que no pudo hacer otra cosa que leérselo de cabo a rabo. Gracias a su manuscrito ascendí.
—Sí, ayer tuvo la presentación de Aníbal, pero esta tarde sobre las siete estará aquí, ¿quieres que le diga algo?
—No, he venido a verte a ti.
Me quedé de piedra, ¿a mí? ¿Por qué? La miré detenidamente, estaba radiante; todo lo radiante que se puede estar criando tres hijos de la misma edad y escribiendo bestsellers a la vez. Pero aun así estaba muy guapa. Me pregunté dónde estaría aquel adonis que tenía como marido. Luego deseché el pensamiento, ya que, creo que las pupilas se me habían dilatado un poco al pensar en ese mastodonte de testosterona que nos saludaba todas las mañanas desde la valla publicitaria situada cerca de nuestro edificio. Los primeros meses, todas nos tomábamos el café frente a la ventana del cuarto piso. Hacíamos una quedada especial cuando cambiaban la foto según la temporada. Las quedadas las seguimos haciendo, ¡y que no falten!
—Nadia, no quiero ser indiscreta, pero necesito un café más que respirar, estoy que me duermo por las esquinas.
—No eres indiscreta. —sonreí—. Yo también estoy algo zombi, aunque creo que lo mío es genético.
—Lo mío también. Aunque tener tres pitbulls como hijos, creo que también influye. —Se llevó las manos a la cabeza—. ¿Cómo pueden no cansarse? Me gustaría saber exactamente qué narices le ponen a la leche de bebés, creo que los inflan a LSD o algo. Ayer hicieron llorar a Klaus. —La miré sorprendida—. Hablo en serio, se echó a llorar, literal.
Nos echamos a reír y nos pusimos en camino a una de mis salas preferidas de toda la editorial. Era una sala espaciosa con grandes ventanales. Entrabas allí, y parecía que estabas en otro lugar. Las paredes estaban pintadas en un blanco impoluto, había varios cuadros colgados, la mayoría eran de los libros con más éxito de la editorial. Jacqui, así la llamábamos cariñosamente los que más confianza teníamos con ella, se quedó prendada mirando todas aquellas portadas. Las había visto millones de veces, y, aun así, siempre las miraba como si fuera la primera vez que las veía. Yo, mientras, me dispuse a preparar el café, personalmente prefería el café de cafetera, pero la nespresso era demasiado tentadora, y todo lo que fuera ahorrar tiempo me parecía perfecto, sobre todo para quien siempre tiene prisa, como yo.
Puse las tazas en la mesa redonda y cogí el bol de galletas. No tenía hambre, pero aun así cogí una galleta, Jacqui me miraba divertida sin quitar ojo a todas mis expresiones, le sonreí intentando ignorar la incipiente vergüenza que estaba empezando a apoderarse de mí.
—Bueno, dime Jacqui, ¿en qué puedo ayudarte?
Parpadeó varias veces con sus pequeños ojos verdes, y sonrió después de torcer su cabeza en un gesto que me hizo sonreír.
—Bueno, quisiera que leyeras esto. —Abrió su bolso y sacó un dossier con muchas páginas, la miré sin entender a qué se refería. Sus manuscritos pasan directamente a Alejo. A veces, yo echo pequeñas ojeadas, pero nada con importancia—. Es un manuscrito, me gustaría que lo leyeras.
—Pero Jacqui..., esto es cosa de Alejo.
—No es mío. —Abrí los ojos de par en par—. Sé que este no es el método normal, pero te agradecería que me hicieras el favor de leerlo, y tomaras la decisión que creas.
—¡Madre mía! —Suspiré con el manuscrito en mis manos—. Jacqueline, tienes mucho talento, reconoces un buen libro en cuanto lo lees, ¿para qué me necesitas? Sabes que Alejo lo publicaría si eres tú quien se lo dice.
—Eso lo sé, pero tú eres muy buena. Sabes ver el ángel de las historias, sabrás hacerle una buena recomendación a Alejo, y el destino hará el resto.
—Jacqueline, yo...
—Nadia, tú fuiste la primera en leer mi primer borrador, le pasaste un resumen de los capítulos magnifico, puede que si otra hubiera topado con la historia jamás podría haber sido publicada. Fuiste capaz de ver algo en si tan solo fuera sexo que solo creía ver yo. Léete esto, me lo tomaré como un favor personal.
Asentí agachando la cabeza y mirando con atención aquel manuscrito, ¡cómo si no tuviera ya trabajo! Bueno, lo leería fuera del horario de laboral. Me alagaba que Jacqueline me confiara aquel manuscrito, si a ella le parecía bueno, a mí me gustaría mucho, estaba completamente segura. Miré con atención el titulo impreso en letra gruesa y negra, IDEM, fruncí el ceño y miré a Jacqui que estaba haciendo una mueca.
—De acuerdo, estaré encantada de... —La miré detenidamente—. Jacqui ¿estás bien?
—Sí, sí tranquila, tan solo me ha dado un leve vahído.
—Te has quedado blanca, ¿necesitas algo?
—No, tranquila. —Se pasó las manos por la cara—. Es normal en mi estado.
Bajé la vista al manuscrito y pasé mis dedos por el plástico que cubría la primera página, de repente caí.
—¿En tu estado? —Ella me sonrió —. ¡oh por dios!, no estarás...
—Sí. —Se echó a reír, y a mí me entro el pánico—. De dos meses. Nadia... estoy embarazada, no me voy a morir, quita ya esa cara de terror.
Me avergoncé al instante.
—Lo siento, Jacqui. Tengo dos sobrinos de la edad de tus hijos, y cuando mi hermana me los deja algún fin de semana, acabo pensando en el suicidio. No quiero imaginar lo que será para ti. Tienes tres terremotos de cuatro años, pensaba que no te habrían quedado ganas.
—Supongo que sigo subestimando la puntería de Klaus, mea culpa.
Sonreí como una tonta.
—¡Jacqui! —dio un brinco—. El café no es bueno en tu estado, no deberías tomarlo.
— Bobadas, si no fuera por el café caería muerta varias veces al día. —Estaba riéndome cuando sentí sus manos sobre las mías—. Te agradezco de corazón que leas esto, de veras.
—¡Cállate mujer! Será todo un placer, por cierto, ¿tienes la carta de presentación del escritor?
—No, usa un seudónimo, solo sé que es un hombre, ¡y qué hombre! —Levanté una ceja —. Cuando hayas leído dos líneas, me entenderás. —sonreí—. Encontré su novela en un foro y me puse en contacto con él. Me facilitó el manuscrito hace apenas unos días, en la última página hay un email de contacto.
—¿Él sabe lo que estás haciendo?
—Le comenté que se lo enseñaría a mis editores, pero no le aseguré nada.
—¿Y te confió una obra suya, así como así?
—Supongo que tengo cara de ser una persona de la que se puede confiar. Además, está registrada.
—De acuerdo, Jacqui, te diré algo cuando la empiece a leer.
Estuvimos un rato más hablando, y poco después se marchó dejándome con un manuscrito de al menos cuatrocientas páginas. Lo metí en mi bolso, y me dispuse a seguir con mi tarea, que hoy parecía no tener fin.
Apuntaban las siete y media de la tarde, cuando dejé los manuscritos con sus respectivos comentarios en la mesa vacía de Alejo. Resoplé sintiéndome al fin libre, agarré el bolso para irme, cuando caí en que tenía el ordenador encendido. Deshice mis pasos, y volví a mi cubículo, que estaba hasta las narices de verme aquel día; siempre he pensado que si los objetos hablaban, acabarían con nuestra autoestima. Cuando moví el sensor, la pantalla se iluminó mostrándome el motivo por el cual hoy había estado tan dispersa.
«Y sale de un salto, volando del agua sueña con ser un ser vivo con alma, Necesitaría equilibrar, Fuerzas que hay entre el bien y el mal. Y viene mi hada y me caigo de la cama Me miro al espejo y ya no soy una rana. Me vuelven a desequilibrar, fuerzas que se han vuelto, Que se han vuelto a desatar. Me vuelven a desequilibrar, fuerzas que se han vuelto, Que se han vuelto a desatar.
¿Recuerdas? Más abajo te dejo mi número. Avísame cuando leas esto.
Atentamente Alan.»
—¡La leche!
—Sí, lo sé. —Me recosté en el cómodo asiento del coche de Carlota.
—Joder, ¡la leche!, ha usado tú canción preferida de Extremoduro... ¡joder!
—Bueno, vale ya. Céntrate que al final nos chocaremos con alguien —contesté refunfuñando mientras miraba por la ventanilla.
Mi reflejo era un espanto, mi pelo avellana, que esa mañana lucia recogido en una perfecta coleta, ahora estaba hecho una maraña de «pelajos» sueltos. Mis ojos miel parecían cansados, y junto a sus fieles acompañantes, mis amadas ojeras, mi cara era un poema. Al menos estaba feliz porque, aquella mañana, había conseguido meterme la falda por la cual había estado haciendo dieta tres meses, ahora solo rezaba por no recuperar los kilos en quince días.
—¿Cuánto hace que no habláis?
—Unos cuatro años, hasta que la tarada de su novia le puso un ultimátum.
—Nunca me contaste la historia de Alan del todo. Cuando te conocí, me hablabas de él como un amigo. —Sabía que me estaba mirando, pero yo seguía con los ojos puestos en la ventanilla, viendo la calle pasar.
—No hay mucho que contar. —Resoplé—. Salimos juntos cuando éramos unos críos. Él era un friki, algo gordito y encantador, me enamoré al instante. Le encantaba la lectura, los poemas y Extremoduro; creo que eso tubo bastante que ver en que me pillara tanto. Era unos años mayor que yo y... bueno, experimenté todo con él. —La miré y vi que sonreía—. No recuerdo exactamente porqué lo dejamos, hace como unos siete años de aquello.
—¿Y os hicisteis amigos? Yo te escuchaba hablar con él a menudo.
—Amigos no, solo que él siempre fue especial, pero el momento no era el adecuado. Yo era más joven y tenía menos paciencia que ahora, y... ¡Yo que sé! Al tiempo de dejarlo empezamos a mandarnos mails y a llamarnos, era una relación algo rara, la verdad, pero nunca más volvimos a quedar.
—¿Cómo? —Volvió la vista a mi—. ¿no lo has visto en siete años?
—No.
—¿Por qué?
—Primero, porque era mejor así. Y después, porque se fue a estudiar fuera. En esa época fue cuando te conocí, por eso me llamaba tanto, se sentía bastante solo en otro país.
—Y ahora, hace cuatro años que no hablabais...
—Sí
—Porque su novia se puso celosa...
—Imagino.
—¿Y ahora te habla?¿así sin más?
—Sí
—¿Cuántos años tiene ahora?
—Treinta y dos años, creo. —Miré pensativa el techo del coche e hice un cálculo rápido—. Sí, creo que treinta y dos o por ahí, es cinco años mayor que yo.
—Vaya, debe darte mucha curiosidad verle otra vez.
—No ha dicho que quiera verme, solo quiere hablar conmigo. —Me miró, pero no dijo nada más.
Me despedí de Carlota, y entré en mi casa con la energía de una pulga. Al menos Carlos había tenido la decencia de dejar el piso.
Había malgastado tres años de mi vida confiando en un capullo mentiroso, qué menos que ser algo bondadoso. Aunque me había dejado todos mis ahorros en comprarle su mitad de la casa, ahora podía sentir aquel lugar, como mi propia casa. Me arrastré por la amplia y silenciosa estancia, solo el sonido de mis pies rompía el silencio del lugar, fui directa al baño, solo un baño relajante podría ayudarme a pensar.
Estaba hirviéndome viva en el agua y, abrumada como estaba por el aroma a vainilla de las sales de baño, pensaba en Alan. Lo cierto es que sí que sentía bastante curiosidad por saber qué tal estaba. Mi vena cotilla y detectivesca había estado buscándolo por la red, pero por más que busqué, nunca encontré nada. Alan no tenía Facebook ni ningún otro perfil público en internet. La verdad, es que me moría por ver cómo estaba ahora, saber si le habría cambiado la cara de niño a hombre, ver si se le había caído el pelo o lucia una melena heavy, no sé... me moría por saber detalles. A mí todo me gustaba con detalles, no podía evitarlo, sonreí al recordar cómo durante nuestros primeros meses, nunca se quitó la camiseta, ni siquiera para hacer el amor. Le costó sentirse cómodo con su físico, era muy tranquilo y vulnerable. Seguramente se habría casado, tendría algún hijo, estaría medio calvo y con algo de barriga.
No tardó ni diez minutos en responder a mi mensaje, me sorprendió que no me llamara, pero de todas formas sonreí y, debía de reconocer que, me ponía algo nerviosa la situación. Al final quedamos en vernos al día siguiente, para las ocho de la tarde, en la cafetería cerca de la editorial. No pude evitar corretear como una gallina por todos los armarios buscando algo que ponerme, y terminé enfadándome, ¡necesitaba ropa! Y muchos millones de euros; por pedir, que no quede.
Sobre las tres de la madrugada, estaba en la cama tapada hasta las orejas y los ojos como los búhos, no había manera de conciliar el sueño. Llevaba días así, y la ruptura con Carlos había tenido mucho ver este último mes en mi insomnio. Pero aquella noche había otro motivo añadido, mi próxima cita con Alan.
Después de dar más vueltas de las que podía contar, me di por vencida, me levanté pesarosa de la cama y arrastré los pies hasta la cocina, donde me preparé un té con miel. Iba de nuevo a la cama, cuando vi de refilón el sillón junto al balcón; y, viendo la noche que pasaría si seguía dando vueltas, decidí sentarme y ver amanecer. Me senté en mi sillón reclinable cerca del balcón, y me puse a mirar cielo que estaba lleno de estrellas.
Vivía en el último piso de una finca altísima, tenía unas vistas bastante llamativas desde donde, incluso, se podía ver el mar. Si por algo no había renunciado al piso, había sido por las vistas y los enormes ventanales que tenía. Después de resoplar tres veces y quemarme la lengua con el té otras dos veces más, vi el manuscrito de refilón sobre la mesa de la entrada; y como tampoco tenía nada que hacer, decidí echarle una ojeada por encima.
«Me arrastro ávido por tu cuerpo pulido con la mayor de las delicadezas, absorbo y lamo tu piel que se estremece a mi tacto. Eres mía, solo mía, y ni siquiera lo sabes. Me miras con esos tiernos ojos que expresan más que las palabras que callas en tus labios, que ahora abarcan todo mi ser. Créeme querida que tu cuerpo es mi templo, mi refugio, al cual acudo perdido y ansioso, aferro mis dedos sobre tu cara y te obligo a mirarme, deseando ser el centro de tú mundo.»
***
—¿Se puede saber qué te pasa hoy? —Levante los ojos, y frente a mí, con los brazos en jarra, estaba Carlota.
—¿A mí? —La miré extrañada—. Nada.
—¿Nada? —Frunció el ceño—. Llevas pegada a ese manuscrito todo el día, ¿piensas dejarlo en algún momento?
Dejé el manuscrito sobre mi escritorio, y me recosté sintiendo las cervicales resentidas a causa de las malas posturas que había estado poniendo las últimas ocho horas.
—Carlota, acabo de encontrar el próximo bestseller del año.
Su cara cambió en un instante y se sentó encima de mi escritorio. Era una autentica profesional, se tomaba el trabajo como pocos en aquella editorial, era realmente buena, era una de las editoras de Aníbal Luna, otro maravilloso escritor líder a cada libro que sacaba.
—¡Cuéntame más!
—Ayer vino Jacqueline y me pidió el favor de leer esto. Me dijo que era de un chico que usaba un seudónimo, ella había leído la historia y me pidió que le echara un ojo, ¡y joder Carlota!, ¡es una auténtica pasada!
—¿De qué trata? — preguntó contagiada por mi entusiasmo.
—Cuenta la historia de un hombre, que se ha acostado con más de mil mujeres, y habla de su experiencia al haber amado a cada una de ellas. Describe cada sentimiento que sentía con alguna de ellas, emociones perdidas, anhelos, cosas tan reales que te eriza la piel; en serio Carlota, es una auténtica pasada.
—¿No es algo presuntuoso? —Me miró extrañada—. No sé, Nadia...
—No está escrita de una manera machista. Es un hombre al que desean por su físico, y él busca en cada mujer el amor que perdió. Él ama a las mujeres con una delicadeza que ¡joder!, es tremendamente impresiónate, cualquier cosa que te cuente se queda corta, tienes que leértelo.
—¿Qué harás?, ¿se lo darás a Alejo?
—Sí, cuando termine se lo haré llegar, esto...— dije levantando el manuscrito— es oro líquido, nena.
Se alejó de mi mesa contoneándose y riéndose, mientras yo la miraba marcharse. Odiaba lo bien que le quedaba su melena rizada, y que fuera de esas pelirrojas naturales que son tan guapas; la odiaba, pero con amor. Si yo tuviera la mitad de su sexualidad me iría de otra manera. Miré de nuevo el manuscrito, y decidí dejarlo para tomarme un descanso. Tenía la cabeza a mil revoluciones, había dejado el email de aquel escritor anónimo apuntado en uno de mis posits, por si tenía la necesidad de entablar una relación profesional con él. Pensé que no lo necesitaría, pero después de llevar más de la mitad de libro, me encontraba con la necesidad de saber algo más de él.
«CC; idemser
Asunto; Editora Impresionada Queridísimo Idemser:
Le llamo así, pues no conozco su nombre. Solo su seudónimo. Mi nombre es Nadia Sánchez, soy editora de Millennial books.
Me pongo en contacto con usted, porque Jacqueline Amorós, me hizo llegar su manuscrito. Puede que esto no sea demasiado profesional, pero soy una amante de historias maravillosas, como la suya. Todavía no la he terminado, pero me encuentro justo en el ecuador de esta increíble aventura, y necesitaba hacerle saber que me tiene entusiasmada, y si no es demasiado indiscreto, ¿podría hablarme de usted?, no puedo evitar sentir curiosidad por alguien capaz de escribir semejante obra.
Atentamente y con mucho afecto Nadia.
Esta es mi cuenta personal. Gracias.»
Llevaba diez minutos en aquella cafetería; estaba de los nervios. Había llegado antes de tiempo para poder habituarme al lugar y sentir que, al menos, controlaba algo de la situación que estaba al borde de avecinarse. El lugar estaba repleto, ya que era viernes por la tarde casi noche. Muchos compañeros estaban allí tomando una cerveza antes de volver a sus respectivas vidas, yo me había sentado en un apartado rincón para tener que saludar a la menor gente posible, miré mi atuendo una última vez, ahora dudaba en si habría acertado o no, «¡Nadia, relájate!», no había quedado con el ministro francés, había quedado con un antiguo conocido el cual seguro que ahora parecería un padre de familia descuidado.
Volví del baño lo más rápido que pude. Con la suerte que me gastaba últimamente, seguro que había llegado y, al no ver a nadie, se habría ido; por lo que me quedaría con la duda eternamente. Estaba embelesada en mis melodramas personales, cuando me volví a mirar por el cristal de aquella cafetería, siempre me entretenía observar a la gente. Me preguntaba qué tipo de vida tendrían, si serian felices o estarían tristes, y me pregunté cuántas de aquellas personas se sentirían como yo... absolutamente vacías. Sin esperarlo, partes de aquel manuscrito que había estado a punto de causarme ceguera, me vino a la cabeza, sonreí cuando me di cuenta de hacia dónde se dirigían mis pensamientos. Cuando devolví la vista al cristal para seguir observando, me fijé en un hombre tremendamente atractivo al otro lado de la calle, estaba esperando que el semáforo se pusiera en verde para poder pasar. Recuerdo que me recorrió un escalofrío por la columna, el mismo escalofrío que sentí la primera vez que vi el anuncio del perfume Invictus de Paco Rabanne.
El semáforo se debió de poner en verde. Mientras aquella gente cruzaba en masa la calle, aquel hombre impresionante, caminaba distraído. Llevaba unos vaqueros, unas botas estilo militar que me hizo creer que estaba en medio de alguna fase del sueño. Llevaba un abrigo tres cuartos abrochado hasta arriba y un gorro de lana; yo debía de tener la boca abierta, lo sé porque sentí cómo se me resecaba la lengua por segundos. Intenté recordar cuándo había sido la última vez que había visto un hombre así, y lo tuve claro, nunca.
Cruzó la calle y siguió caminando concentrado solo en sus pensamientos, en aquel momento hubiera pagado con años de mi vida para saber qué podía estar pensando, seguramente en la afortunada que sería la dueña de ese cuerpo de marfil, que ocultaba debajo de ese ceñido y elegante abrigo negro... «dios», me he muerto y estoy en el cielo. Me había puesto erguida, y tensa, mi lenguaje corporal era un fiasco. Era inevitable, intentaba no mirar, pero algo me hacía no despegar la vista; sin más se paró en seco y se volvió dándome la espalda. Me entristecí unos segundos, luego empecé a infartarme por momentos al visualizar aquella espalda enorme casi pegada al cristal, tan cerca de mí, solo nos separaba aquel material... mi móvil sonó, y no fue porque escuchara la música, porque, a decir verdad, me había quedado sorda, sino porque tenía el móvil tan apretado que la vibración me hizo dar un salto. Me llevé la mano al pecho y tuve que tragar saliva, miré la pantalla y el nombre de Alan hizo que tuviera que apartar la mirada de aquel portento de masculinidad que seguía de espaldas a mí. Aparté la mirada hacia otro lado, necesitaba concentrarme para hablar con Alan, sino diría incoherencias, de eso estaba segura.
—Nadia, ¿has llegado ya?
Temblé al escuchar su voz, en aquel instante me di cuenta de que la había olvidado casi por completo, no la recordaba tan áspera y varonil, tan...electrizante, «joder».
—Sí... estoy dentro, en la mesa del fondo.
—Vale, ahora te veo.
Me temblaron las piernas, el corazón me latía a mil por hora, y rezaba para que no me sudaran las manos. Cuando miré de nuevo hacia el cristal, aquel chico ya no estaba, sentí una leve arritmia, me había enamorado de un desconocido. Debía ser la quinta vez que me pasaba eso en este mes. Aunque debo de reconocer que aquel hombre había sido el más atractivo que había visto en muchísimo tiempo. Me puse en pie y pasé las palmas de las manos por el vaquero pitillo que me había puesto. Al acabar mi jornada laboral, me había cambiado la camiseta de cuello alto, por una camisa negra con trasparencias, nada vulgar, al contrario, bastante elegante. Había metido la camisa por dentro del vaquero, me había puesto mis zapatos preferidos y me había perfumado, me dejé la coleta alta porque gracias al cielo no se me había deshecho, y miré al frente para poder ver mejor a quien estaba a punto de encontrarme, volvió a vibrar mi móvil y vi que era un mensaje.
«Alan : Espero que quien creo que eres tú, estés sonriendo ahora mismo mientras lees este mensaje, sino... realmente lo siento.»
Me eché a reír mientras miraba aquel mensaje. Él estaba viéndome desde alguna parte de aquella cafetería, levanté la cabeza y empecé a buscar, nadie parecía mirarme y sonreí de nuevo. Mi móvil volvió a sonar.
«Alan ;Oh sí, eres tú.»
Sonreí de nuevo mientras negaba con la cabeza; en esas cosas seguía siendo el mismo, no sabía que le había echado tanto de menos, hasta aquel instante. Miré de nuevo y seguí sin ver a nadie que estuviera observándome. Ya iba a mandarle un mensaje para que se dejara de juegos, cuando sentí una presencia a mi espalda.
—¡Buh! —Pegué tal brinco, que me hizo llevarme la mano al pecho, empecé a reírme antes de incluso girarme. Cuando me volví, dejé de sonreír al instante, creo que abrí la boca, no lo sé, solo sé que me fallaron las piernas a la vez que los ojos se me salían de las orbitas. Y cuando digo que me fallaron las piernas es porque, si no llega a ser por sus increíbles reflejos, me hubiera caído de culo. Sentir sus manos sujetándome los codos me hizo sentir un increíble calambrazo. Aquel chico del exterior, del que me había enamorado era, era... Alan—. Nadia... —Me miró con esos ojos marrones que dejaban de hielo a cualquiera—. Oye, ¿estás bien?
¡Genial!, había tenido un cortocircuito en el peor momento posible, ya sabía yo que mi mala suerte tenía que hacer acto de presencia, pero... ¿Qué coño había podido hacer yo para que la suerte me odiara tanto? Daba gracias a dios por no dedicarme a bailar en una barra americana, sino ya me hubiera partido la crisma. Le sonreí mientras me recomponía un poco, no quería ser demasiado descarada, pero supe que había fracasado en mi intento, cuando se ruborizó al ver cómo lo estaba mirando. Aquella cara, aquella prefecta fuerte e inmaculada cara, no era la que yo recordaba del antiguo Alan; esa mandíbula fuerte y definida, que ahora se tensaba, no era la suya, pero... ¿Qué coño...?
—Sí, estoy bien, yo ... es que, me has pillado de sorpresa.
—¡Ven aquí, anda! —dijo tirando de mí, y apretándome a su cuerpo en un abrazo enorme. Estaba duro como una piedra, su cuerpo quiero decir, tenía el torso duro como un muro de hormigón.
Cuando me rodeó con sus fuertes brazos fue cuando pude reaccionar, le devolví el abrazo y cerré los ojos, aspirando su olor; ya no era el mismo, debo decir que, el perfume que usaba ahora debía contener una gran cantidad de feromonas, porque algo estaba empezando a poseerme. Era Alan, pero no era el Alan de hacia siete años. La gente cambia, pero... ¡joder!, parecía un primo lejano de aquel muchacho regordete del que me había enamorado en mi adolescencia. Cuando nos apartamos, le miré otra vez, llevaba su pelo en una especie de tupe rollo Adam Levine, el cantante de Marron 5 en el video Misery. Me preguntaba cómo había podido no deshacerse el pelo después de quitarse el gorro. Perfecto hasta en eso. «¡Mierda!»
Tenía el pelo oscuro, no era negro, pero sí castaño oscuro. Se había dejado una ligera barba de dos días, y esos ojos... profundos, penetrantes y... ¡dios¡, parecía un mármol tallado a mano. No era increíblemente guapo, era más bien impresionantemente atractivo. Desprendía un aire de potencia y algo más, que no conseguía predecir del todo; pero tenía una fuerza de atracción que me hacía tambalear.
—¿Estás buscando los siete errores? —preguntó levantando una ceja, mientras se desabrochaba el abrigo con un hábil movimiento.
—No seas presuntuoso —contesté al fin—. ¿Desde cuándo pareces un modelo de portada?
Se echó hacia atrás en una carcajada contagiosa. En aquel instante le reconocí, y pude relajarme un poco. «¡Jolín que dientes!»
—Ya sabes lo que pasa con el buen vino... —Se sentó en la silla y me miró desde abajo, tragué saliva y me senté bajo su atenta mirada.
—Sí, que mejora con los años. Pero tú no has mejorado, ¡eres otro!
—Tomaré eso como un cumplido. —Nos quedamos en silencio sonriendo. Iba a decirme algo cuando vino la camarera, miró a Alan sin poder evitarlo, aunque él ni siquiera levantó la mirada. La tenía clavada en mí—. Yo quiero una cerveza, gracias —pronunció con esa voz tan jodidamente sexy.
—Yo... —Dudé un instante, en otro momento me hubiera pedido un cortado, un refresco o cualquier otra cosa, pero en ese momento necesitaba algo más fuerte—. Yo tomaré otra, gracias.
Nos quedamos mirándonos, en silencio, hasta que la camarera volvió con nuestras respectivas cervezas. Ambos pegamos trago y dejamos la botella a la vez, después de eso nos echamos a reír.
—¿Soy yo, o es todo un poco raro? —preguntó torciendo la cabeza hacia un lado, se recostó en la silla, y yo casi me ahogo. Todo por ese orden.
—Es un poco raro sí. —sonreí—. Hace muchísimo que no nos veíamos, y como tampoco hablábamos, pues es extraño.
Me miró con dulzura, y se me aceleró el corazón. Hacía cuatro años que no hablábamos, pero no me había podido olvidar del todo de él, son ese tipo de personas que, aunque aprendes a vivir sin ellas, no puedes evitar echarlas de menos cuando las recuerdas.
—¿A qué te dedicas ahora, Nadia?
—Sigo en la editorial. —Me miró sorprendido—. No me mires así, me ascendieron poco después de empezar como becaria. Ahora soy editora, cobro más, y mi jefe cuenta con mi opinión para prácticamente todo, no me puedo quejar.
—¿Crees que te volverá a ascender? He leído que tu editorial está en expansión.
—¿A editora jefe? No lo sé, pero tampoco me importa, así como estoy, estoy bien.
—Eres conformista, siempre lo has sido. —Fruncí el ceño.
—No soy conformista, es solo que acepto las cosas como vienen.
—Ya veo. —Bajó levemente la mirada a mi pecho y luego la devolvió a mis ojos. Intenté por todos los medios que no se hubiera dado cuenta de que lo había visto—. ¿Sigues saliendo con ese tío?
—¿Cuándo dices «ese tío» te refieres a Carlos? —Asintió con la cabeza—. Nos fuimos a vivir juntos hace unos años, pero no funcionó.
Desvié un momento la mirada, y vi que la noche había caído del todo. Toda la calle estaba iluminada por las farolas y las luces de las pequeñas tiendas que seguían abiertas. Ya había bastante movimiento del gentío que se dirigían a lo que, imagino, serían sus casas. Debía de hacer un frío espantoso... temblé solo de pensarlo.
—Era un capullo, no vale la pena entristecerse por eso. —Le miré fijamente al escucharle aquel tono de voz.
—Nunca lo conociste, no sabes cómo era.
—Cierto. —sonrió levemente—. No lo conocí, pero cualquier tío que no luche por una mujer como tú, es un capullo.
Sonreí sin poderlo evitar.
—¿Entonces? ¿Tú eres un capullo?
—De los pies a la cabeza. —Nos miramos unos segundos y nos echamos a reír otra vez—. Te veo bien Nadia, tenía ganas de verte.
—Ídem.
Levantó la vista y alzó una ceja mientras bebía de su cerveza.
—¿Ídem?
—Quiero decir, que yo también tenía ganas de verte.
—Ya sé lo que significa ídem, Nadia, no soy tan idiota.
—¿A no? —Me sonrió con su espectacular sonrisa, y volví a sentir esos nervios extraños que me recorrían la columna vertebral. Le miraba y, por más que buscaba, ya no quedaba nada de ese chico que yo había conocido, pequeños reflejos, pero nada más. Lo notaba tremendamente contenido, y eso me ponía nerviosa—. ¿Y qué me cuentas de ti? ¿Qué hay de tu vida? ¿Dónde vives ahora?
—Bueno, ahora estoy de vacaciones, pero soy asesor fiscal de varias empresas y uno de los asesores de una Empresa a nivel mundial, no me puedo quejar.
Me atraganté con el trago que había decidido dar para destensarme.
—¿Cómo? —Le miré como si de repente se hubiera vuelto violeta—. ¿Todo eso en cuatro años?
—La vida a veces nos lleva a lugares que no creíamos posibles, ¿no crees?
—Supongo. —¿Qué podía saber yo de esas cosas?, mi vida tenía la misma emoción que la tortuga que vive en un terrario—. ¿Y ahora estas de vacaciones?
—Merecidas, por supuesto.
Di varios golpecitos con mis dedos sobre la mesa, ahora sí que reafirmaba en mi pensamiento anterior, estaba ante un completo desconocido. Empecé a hacer memoria. Hacía unos meses atrás, habíamos recibido una propuesta de un famoso periodista que había escrito un libro sobre las empresas más importantes y sus asesores, leí algo sobre los nombres de los asesores, había un Alan; pero el apellido no era el mismo que el de mi amigo. Pensé y pensé, sentía que tenía el apellido en la punta de la lengua, quizá Alan lo conociera.
—Hace un tiempo, leí por encima un libro que publicó mi editorial sobre empresas y asesores. Salían varios nombres, y, entre ellos, había un tal Alan. —Forcé mi mente un poco—. Alan Jane, creo que es, ¿lo conoces?
Me miró de una manera extraña.
—Soy yo.
—¿Qué? ¿Cómo que eres tú? —Abrí los ojos de par en par—. Tú te llamas Alan Rodríguez, ¿de dónde sacas lo de Jane?
—Era el segundo apellido, de mi abuela materna —dijo sonriendo.
—¿Y por qué lo cambiaste?, ¿es legal eso?
—Es una larga historia, Nadia. —Resopló—. Y sí, es legal.
Me quedé pensativa, quizá ese fuera el motivo por el cual no había manera de dar con él por ningún lugar, quizá había buscado con el nombre equivocado.
—¿Y usas ese nombre para todo?
—Para todo. —Sentenció, y preferí no preguntar más sobre eso.
—Bueno, señor Jane, ¿y qué me dices de ti? ¿Sigues con la famosa inquisidora que tenías como novia?
—No.
—¿Y ya está?
—¿Y ya está de qué? Estás muy rara, Nadia.
Le miré perpleja, ¿cómo no iba a estar rara? No podía comportarme normal con alguien que ya no conocía, no sabía de qué hablar, era tan extraño que estaba empezando a sentirme bastante incómoda. Quería irme de allí, ya.
—No estoy rara, eres tú el que esta raro. Me haces preguntas como si fuera una entrevista, y cuando yo te pregunto a ti, respondes con monosílabos sin explicar nada, exceptuando las preguntas referentes a tu trabajo. Es como si nunca te hubiera conocido. Yo conocí a Alan Rodríguez, un maravilloso friki gordito, que hablaba por los codos, y que fue una persona muy importante en mi vida, ¿y qué me encuentro ahora? A un tal Alan Jane, asesor fiscal, estirado y extraño, con el cual no se dé que hablar. Por no mencionar que me despistas con esa pose de modelo de revista. ¡Relájate joder!, soy yo.
Se quedó perplejo. Por unos segundos pensé que me había extralimitado un poco, hasta que lo vi sonreír y extrañamente eso me molestó bastante.
—¿Te despisto con mi pose de modelo?
—De todo lo que te he dicho, ¿solo te quedas con esa gilipollez?
—Es la que me resulta más interesante.
Resoplé tan fuerte que varias personas se volvieron hacia mí. Sentí que los ojos me picaban, y no sabía exactamente porqué. Lo único que sabía es que quería salir de allí. Así que me puse en pie recogí mis cosas y salí de allí sin mirar hacia atrás. Caminé calle arriba hacia donde había dejado mi coche, hacia un frío de mil demonios, y yo estaba ardiendo por toda la adrenalina que estaba desprendiendo mi cuerpo. «¡Menudo capullo de mierda!»
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