7. Segunda oportunidad

Alanis ya se había preparado para ser capturada nuevamente y, esta vez, castigada con severidad. Cuando escuchó la puerta de la habitación 66 abrirse con ímpetu, cerró los ojos para apaciguar los nervios. Pero pasaron los segundos y nadie la había atrapado.

Dudosa, abrió un ojo y espió a los guardias que tenía en frente, sacudiendo sus cabezas de lado a lado con desconcierto. No la veían. ¿Cómo era posible?

De reojo, distinguió al ente radiante de luz junto a ella. La estaba tomando de la mano.

Los agentes echaron un último vistazo y se retiraron, mientras maldecían a todo pulmón.

Alanis se soltó y retrocedió, mirando a la silueta con la perplejidad de las mil preguntas. Esta se negó a dárselas de inmediato, en cambio, se acercó a la camilla y apoyó la mano sobre la paciente. El monitor cardíaco comenzó a alertar la aceleración del pulso. Los pitidos de la máquina sonaron cada vez con mayor frecuencia hasta que, finalmente, se convirtieron en un chiflido continuo.

La muerte fue trepándose por el brazo de la silueta luminosa en forma de ondulaciones púrpuras que serpenteaban bajo su piel en un tono áureo. Alanis se quedó paralizada, preguntándose cómo algo tan aterrador podía ser tan bello.

─La muerte terrenal es muy bella ─le contestó el ente como si le hubiera leído el pensamiento, y quitó la mano del cuerpo ya frío─. Es una lástima que la de Keisi haya llegado tan temprano. Era una terrestre muy especial, pero se creía un desperdicio. Para los ideales es imposible identificarse con el odio, por eso yo no encontraba manera alguna de conectarme con ella.

─¿Ideales? ─repitió Alanis ─. ¿Tú eres... una ideal? ¿Su ideal? ─Señaló a la muchacha recostada.

─Sí, pero decidí independizarme. De lo contrario, hubiera colapsado también.

─¿Cómo es eso posible? ¿No son parte de la misma identidad?

─Ella solo fue mi reflejo en una realidad paralela. La muerte no existe en Idealidad; nos multiplicamos, pero nunca restamos.

─¿Y qué pasará ahora que ya no tienes a tu terrestre?

─Seré libre.

A Alanis, ese concepto le parecía demasiado bueno para ser real, pero la ideal le aseguró que era posible.

─Cuando muere un terrestre, su ideal se emancipa y queda resguardado en la eternidad. Keisi falleció por no cuidarse, sometió a su cuerpo a trastornos irreversibles. No quería morir, quería ser la mejor, pero eligió la peor manera para lograrlo ─explicó, mientras acariciaba con suavidad el cuerpo de la difunta─. A ti y a tus amigos podría sucederles lo mismo.

Alanis no supo qué decir. Tenía muchas dudas merodeando por la cabeza, pero era imposible formularlas. Por suerte, la ideal de Keisi tomó la iniciativa y le contó todo lo que debía saber:

─Los ideales somos omnipresentes, actuamos desde las sombras. Es preferible que los terrestres no sepan de nuestra existencia porque les generaría la esperanza de volverse ideales por sí mismos. Nuestra aparición en Tierra no es un privilegio. El terrestre que forma relación directa con un ideal está en riesgo; significa que se encuentra en una guerra con su yo. Y esa es la peor de las guerras.

Luego, le extendió su mano a Alanis y añadió:

─Hay algo que debes ver y yo soy la única capaz de mostrártelo.

Alanis demoró unos minutos en tomarle la palabra. Por más ideal que fuera, seguía siendo una extraña. Pensándolo bien, todos eran extraños para ella, no tenía a nadie en quien confiar. «¿Qué más da? Ya no tengo nada que perder», se convenció y entrelazó sus dedos con los del ente.

─Piensa en ellos ─le pidió la ideal.

─¿En quiénes?

─En aquellos que necesiten una segunda oportunidad, al igual que tú.

En la mente de Alanis solo saltaron tres nombres, y los fue repitiendo internamente sin cesar. Su piel pronto comenzó a cobrar una tonalidad reluciente como la de la muchacha que sujetaba. Juntas, fueron palideciendo. Cerraron los ojos, preparándose para el centello final que no dejó rastro alguno de su existencia en Tierra.

***

Se rompió una maceta de porcelana en medio del silencio.

Felicia Dumont se despertó de un brinco e hizo lo que había ensayado innumerables veces cuando practicó para una ocasión como aquella: se levantó de la cama, tomó el arma que escondía en la gaveta y la cargó. Ya estaba acostumbrada a las visitas inesperadas a medianoche. Muchos intentaban asaltar a la familia más adinerada del barrio.

Escuchó las suelas de unas zapatillas arrastrándose sobre suelo cerámico. Adivinó, entonces, que el ruido provenía del comedor. Caminó por el pasillo a puntas de pie, pegando la espalda contra la pared. Quería sorprender al muy desgraciado.

Cuando llegó al final del corredor, respiró profundo y posicionó el arma a la altura del pecho.

─Felicia... ─escuchó una voz débil musitar del otro lado.

La reconoció.

─¿Eitan?

Le siguió un golpe seco. Ella alcanzó a ver por detrás de la pared un brazo ensangrentado tendido en el suelo.

─¡Eitan! ─salió del escondite y se agachó a su lado para apoyar un oído en el pecho de su hermano, ignorando las manchas de sangre en su camisa.

Su corazón seguía latiendo.

Llamar a emergencias parecía la opción más lógica, puesto que sus padres se habían ido de viaje. Felicia Tanteó su pantalón. Mierda. Había dejado el teléfono móvil en el dormitorio. Corrió a buscarlo y tardó minutos en marcar los tres dígitos porque sus dedos temblorosos se desviaban de las teclas.

─Necesito una ambulancia ─dijo al ser atendida, mientras volvía al comedor─. Mi hermano... no sé qué le pasó. Sangra mucho, y ahora está...

Se paralizó.

─No está.

***

Juny se mantuvo callada. Hablar le traería más problemas. Moritz intentó persuadirla a colaborar con una declaración, pero la niña no se mostró dispuesta a hacerlo.

─Déjame ayudarte ─le dijo desde afuera, mirándola a través de la ventanilla. A su lado estaba Edgar con su libreta─. Creeremos en lo que nos cuentes ─le prometió, aunque sabía que no podría garantizarlo.

Lentamente, la niña fue alzando la cabeza, mostrando cierto grado de convencimiento. Después de un largo titubeo, abrió la boca, pero la cerró de inmediato.

El reflejo de Jia había aparecido entre los dos profesionales.

No lo hagas, la escuchó decir. No lo entenderán.

¿Qué otra cosa podía hacer?

Confía en mí.

«No hay manera», concluyó Moritz cumplida la hora de espera. La paciente no hablaría. Le hizo una señal negativa a su asistente y, juntos, se retiraron y apagaron las luces tras ellos.

Juny quedó sumergida en la oscuridad. Sobre su cabeza, reconoció la voz de Jia.

Lo que haremos ahora no te gustará, pero es la única forma de sacarte de aquí. Te dormirás. Cuando despiertes, no preguntes dónde estás y qué pasó. Sigue el juego.

─¿Juego?

Te dije que no preguntes.

Juny dudó. Algo en su cabeza le decía que sería arriesgado. Pero, después de todo, era Jia la que se lo recomendaba. Ella jamás le permitiría jugar con fuego.

Cierra los ojos.

Así hizo.

Puedo decirte una sola cosa: no despertarás siendo la misma.

***

Dyn terminó donde había empezado, en un cuarto de paredes blancas y acolchonadas, atado bajo un chaleco de fuerza y condenado a la aparición de su amigo fallecido, Mat. Supuso que vendría, de nuevo, aunque esta vez le pareció que había ido a despedirse. Sus pupilas estaban dilatadas de manera tal que le oscurecía los ojos por completo. La piel que antes le brillaba había perdido su color. Labios ya no tenía, estaban hundidos dentro de su boca. Las marcas de las venas habían desaparecido porque hacía mucho que no corría sangre en ellas. Ya no era Mat, se había convertido en un engendro de ultratumba.

Esta vez, Dyn no lloró ni lo echó, solo asintió, aceptando el adiós definitivo.

La puerta se abrió de golpe. El joven alzó la cabeza y se encontró con Moritz y su equipo.

─Te daremos otra oportunidad ─anunció ella─. Sé que puedes explicarte mejor.

─No hay nada que explicar.

─¿Estás seguro?

Dyn frunció el ceño y suspiró.

─¿De qué serviría? Si les dijera que vi a Mat descomponerse con mis propios ojos, ¿me creerían? Si les confieso que Rina se presentó frente a mí, ¿no pensarían que perdí la cabeza? ¿Y qué tal si les digo que todo este maldito mundo no es más que una imitación malograda de algo mucho mejor?

Edgar apoyó la punta de la lapicera en el anotador, pero Moritz puso una mano sobre ella antes de que pudiera escribir.

─¿Escucharon? Una imitación ─siguió Dyn─. Somos el reflejo de las personas ideales que soñamos ser. ¡Pero nunca seremos como ellos porque seguimos siendo la peor basura que se creó en el universo! ─La garganta comenzó a arderle─. ¡Seguimos pensando que somos únicos, que el destino nos debe algo, pero no somos más que una copia barata!

Para entonces, Dyn ya había logrado ponerse de pie.

─Porque no somos tolerantes ─continuó y dio el primer paso─. Porque juzgamos al resto con solo echarles un vistazo, y no nos preguntamos qué tienen para decir. Porque si alguien es diferente, lo someten a pruebas y buscan una solución a su supuesta "locura". ¡Pero yo no estoy loco!

Moritz retrocedió. Nunca había visto a Dyn tan fuera de sí, salvo la noche en que vio a su hermana por última vez. Esa había sido la guardia más engorrosa que pasó en toda su carrera.

Cuando el paciente comenzó a patear y a golpearse la cabeza contra la pared, los custodios se abalanzaron sobre él y lo retuvieron en el suelo. Buscaron la aprobación en la mirada de Moritz y ella, sin fuerzas para revivir el mismo episodio, accedió, desalentada.

─Hagámoslo de una vez ─le dijo a Edgar.

─¿Está segura? Es arriesgado.

─Es necesario.

Su asistente se acercó al grupo que rodeaba y sujetaba con vehemencia al joven. Se arrodilló frente a él y acercó una jeringa a su antebrazo.

─No sentirás nada ─le susurró a Dyn.

«Por un largo tiempo», agregó para sí.

Ninguno de los presentes supo explicar qué sucedió luego. La inyección suponía una anestesia inmediata, pero una sacudida inesperada atacó al paciente.

─Esto no es bueno ─determinó Moritz y se acercó para atender ella misma el inconveniente─. ¡Sujétenlo fuerte! ─le ordenó al refuerzo, mientras acomodaba la cabeza del joven sobre su regazo y la sujetaba con firmeza para evitarle los golpes.

Le pidió a Edgar una segunda dosis y este, a pesar de cuestionar la idea, cumplió. Se arrepintió cuando unos rayos de luz sobresalieron de los poros de Dyn, expandiéndose desde su pecho, escalando por el cuello y desviándose a los brazos y piernas. La luz se potenció en una blancura resplandeciente y cegó a los presentes. Al parpadear para recuperar la visión, fueron sorprendidos por la ausencia del cuerpo.

─¡¿Qué fue eso?! ─Moritz brincó con desesperación y comenzó a dar vueltas sobre su propio eje─. ¡¿Dónde está Atelís?!

Nadie sabía. Todos los presentes comenzaron a buscar en los rincones de la sala y siguieron así por horas y horas. Mientras tanto, Moritz corrió a su consultorio y le pidió a su asistente que la acompañara.

─Tus apuntes ─le demandó cuando llegaron a destino.

Abrieron la libreta, pero estaba en blanco. Sus ojos corrieron desesperadamente por todas las páginas, pero ningún rastro de Dyn Atelís fue hallado.

─¿Cómo puede ser? ¡Tomé nota de todo! ─se impacientó Edgar.

Moritz se abalanzó sobre el ordenador de la sala y tecleó el nombre del joven.

Cero resultados.

Ninguna señal de un Dyn Atelís, ni en esa clínica, ni en el país, ni en el mundo.

***

Cuando sucedió, cuatro terrestres habían tocado fondo y nosotros creímos que había llegado el momento de elevarlos. Ellos se cuestionaban su existencia y nosotros nos preguntábamos qué sería de la nuestra sin la suya.

Fue una decisión tomada al unísono porque ningún ideal sabía decir que no. Era un término inexistente en nuestro dialecto. Mucho tiempo después, comprendimos su importancia y, de haberlo sabido antes, nada de esto hubiera sucedido. "No" a la extracción de los cuatro elementos. "No" a la creación de la vida terrenal. "No" a la imperfección. De repente, la palabra "no" nos pareció ideal.

Pero el arrepentimiento tampoco nos resultaba un concepto familiar, por lo tanto, nunca nos lamentamos de las consecuencias. Ya teníamos la solución, y eran los terrestres mismos.

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