6. Déjà vu
El barro se le pegoteó en las suelas de las zapatillas. Era el único par que tenía, recordó Alanis.
─¿Qué haces? ─Eitan se espantó al verla desatándose los cordones.
Ella se descalzó y apoyó un pie sobre la tierra húmeda. La frialdad del agua que aún no fue absorbida desde la llovizna, irónicamente, la envolvió en una sensación de calidez, de pertenencia. Ese sitio había sido el único que nunca le cerró sus puertas.
Estaba atardeciendo, y el grupo había decidido salir a tomar aire antes de que refrescara. Alanis aprovechó la ocasión para visitar el parque que le había servido de cobijo en los últimos tiempos, y saludar a Teo y Roy, pero no los encontró. «De seguro fueron a buscar mercadería», supuso, y decidió permanecer un rato más con la esperanza de recibirlos cuando regresaran.
Sus acompañantes no percibieron la magia de aquel lugar abandonado. Veían césped seco, árboles partidos y algún que otro perro callejero vagabundeando en busca de alimento y algo de piedad. Se notaba que nadie visitó el sitio en mucho tiempo.
Alanis rio al notar sus expresiones.
─Sé que no es un lugar de ensueños, pero... ¿saben? Aquí se esconden historias que me han marcado.
«Marcado un límite», agregó para sí.
De inmediato, se acordó del infame episodio de la pastilla amarilla. Roy se lo había presentado como "lo más buscado en el mercado" y aseguró que, si la consumía, tocaría el cielo con las manos. Alanis no dudó en hacerlo. Debía tener una idea de lo que estaba vendiendo, era parte del trabajo.
Antes de que surtiera efecto, vio un fajo de dinero aterrizando en el regazo de Roy. Se lo había tirado una muchacha desalineada y mojada por la lluvia que había cesado diez minutos antes. Su vestido floral estaba arrugado, las sandalias blancas se le habían ensuciado, el tirante rosa del sostén se le deslizaba por el hombro, y el maquillaje se le había esparcido. Roy extrajo tres pastillas de un paquete, pero ella insistió por más y dejó caer otro fajo gordo de billetes. De esa manera, se le cedió la bolsa entera y la chica se largó a pasos acelerados.
─¿Oyeron eso? ─la voz de Eitan interrumpió el recuerdo de Alanis.
Un ruido se encimó por detrás del puente que se arqueaba sobre el parque. Podía ser un indigente acomodando su manta de papel diario, o el perro revolviendo el cesto de basura de la esquina. Pero se volvió a escuchar y no se pareció a nada de lo supuesto.
Eran gemidos.
Eitan arrugó la cara y procuró alejarse antes de que el incómodo sonido se elevara, cuando un grito cortó tajantemente los aires de goce.
─¡Suéltame!
La voz fue contundente y se elevó sobre los suspiros y balbuceos. Eitan, sin quitar la atención del puente, estiró el brazo hacia sus compañeros y les indicó con la palma de la mano, rígida cual roca, que se detuvieran. Ellos lo hicieron como respetando el juego de las estatuas.
Comenzó a encaminarse al origen del barullo. Sabía con lo que se iba a encontrar, ya lo había visto en el pasado, ya había escuchado suplicar a su propia hermana por libertad. Ese día, encontró a Boris con la cremallera baja, y a ella, con su falda rasgada. Sintió que se le nublaba la vista, que una sombra oscura recubría su uso de razón; pero tan pronto se recuperó del shock, Eitan reunió las fuerzas que jamás tuvo para lanzar el primer puñetazo.
Esta noche, remontó el acto.
Dyn corrió hacia él cuando este se colgó de la espalda del hombre que estaba perturbando a una chica entre los arbustos, con tanta mala suerte que recibió un codazo en su estómago y cayó de rodillas. Juny quiso socorrerlo, pero Alanis la sujetó del brazo y le prohibió asomarse.
Eitan solo tenía ojos para el malparido que insistía en agarrar a la muchacha que había tendido en el suelo. Le tiró una patada por detrás que ocasionó su repentino aterrizaje y comenzó a pisotearlo como a una cucaracha, mientras imaginaba plácidamente sus tripas reventando.
La mano que envolvía el brazo de la chica, finalmente, cedió, pero ella no pudo huir. Se había desplomado en un profundo mareo de miedos que adormeció su conciencia.
Quiso acercarse a auxiliarla, pero las sirenas prorrumpieron y él, estando montado sobre el acosador, alzó la cabeza e intercambió miradas con sus compañeros.
─¡Lárguense de aquí! ─les ordenó.
─No te dejaremos solo ─repuso Alanis.
─¡Ya!
La urgencia en los ojos de Eitan les dio a entender que no había lugar a discusión. Alanis llamó Juny para que la ayudara a recoger a Dyn, que seguía en el suelo, e impulsaron carrera.
Eitan se mantuvo sentado sobre la espalda del hombre. Sabía que esa posición distorsionaría los verdaderos hechos, pero no le importó. Cuando las patrullas estacionaron enfrente y los oficiales se acercaron apuntando sus armas, él se levantó y extendió sus manos. Dos policías lo esposaron y escoltaron hasta uno de los carros.
Antes de irse, echó un vistazo atrás. Una ambulancia había arribado para asistir a la chica. El victimario, capturado también. Cuando volvió la cabeza al frente, reconoció su reflejo en la ventanilla de la patrulla. Sus ojos estaban morados, sangre fluía de sus fosas nasales, y la frente se le había inflamado, pese a haber esquivado cualquier golpe.
Las secuelas por sus actos volvieron a marcarse en su cuerpo.
***
Las horas de prisión fueron duras para Eitan. La cama fina no se comparaba con el somier en el que acostumbraba dormitar, y la almohada que le habían tirado los oficiales parecía hecha de piedras y le hirió la nuca. Sintió una molestia en la costilla, y al levantarse descubrió el resorte metálico que atravesaba el colchón, cuya punta se le había enganchado en la piel.
Sin embargo, lo que más le molestó fue haber soñado con un suceso en particular que había ocurrido hacía unos años atrás. Un suceso del que no se sentía para nada orgulloso.
En el sueño, pudo ver a detalle la habitación del hotel que había rentado para disfrutar la noche en compañía de una chica, aquella que a Dyn le quitaba la respiración. ¿Cómo se llamaba? Cierto, Keisi. Recordó el sexo pasional, su goce compartido, y la ropa de ella tirada en un rincón: el corpiño rosa, el vestido floral y las sandalias. Pero también recordó cuando la chica se marchó, aturdida por la confesión de Eitan: «Vete. No quiero nada más contigo».
Un oficial apareció para despavilarlo de sus pensamientos.
─Dumont ─dijo e incrustó una llave en la cerradura de la celda─. Pagaron su fianza.
***
Felicia Dumont creyó que nunca pisaría una penitenciaria. Desde siempre procuró respetar la ley. Cuando sus amigos se escaparon de la escuela, se distanció; cuando su novio se dejó llevar por las drogas, lo dejó; y ahora que su hermano fue acusado por cargos de agresión, tampoco quiso formar parte del asunto, pero se vio obligada a hacerlo.
Espió el reloj plateado que adornaba su muñeca. Estaba llegando tarde a misa. «¡Qué conveniente!», pensó y hurgó la pequeña cartera de cuero que le colgaba del hombro en busca del teléfono móvil.
"Estoy atrasada. No me esperen", les escribió a sus padres. Quiso añadir: "El estúpido que tienen de hijo se metió en problemas, vengan a recoger al infeliz", pero se contuvo. De nada serviría. Probablemente le comprarían un Ferrari para compensar la traumática experiencia que vivió entre rejas.
Apareció un policía arrastrando a un joven esposado. Felicia se levantó y Eitan la recibió con su peor cara, como si hubiera sido ella la causante del episodio. Su hermana ignoró el semblante desganado, en parte porque ya estaba acostumbrada a verlo.
─¿Está de más preguntarte qué sucedió?
─Muy de más.
Felicia se detuvo en seco, pero él siguió en marcha hacia la salida del edificio. Por detrás, escuchaba a la muchacha persiguiéndolo con el clásico discurso de decepción:
─Te saqué de ese lugar inmundo, al menos ten la cortesía de agradecerme. Es tan típico de ti, Eitan. ¡Eitan!
Lo sujetó de la muñeca y lo tironeó para atrás. Él gimió y ella, extrañada por su reacción, le echó un vistazo al antebrazo.
─¿Y esto? ─preguntó por el pequeño trozo metálico─. ¿Quiénes te lo pusieron?
─¿Qué te importa? ─rezongó Eitan, mientras sacudía el brazo hasta soltarse ─. Yo no te necesito, ni a ti, ni a nuestros estúpidos padres. Fueron ustedes los que me metieron en esta mierda. Son unos traidores. Después de todo lo que hice por ustedes... Y especialmente por ti. Púdranse.
Siguió en marcha a paso acelerado para evitar lo que, supuso, Felicia le diría luego:
─¡Algún día nos necesitarás y no estaremos más para ti!
***
Dyn, Alanis y Juny no habían dormido. Lo ocurrido la noche anterior los tenía inmersos en un profundo estado de desasosiego. Pasaron horas preguntándose qué habría ocurrido tras el incidente en el parque, a dónde lo habían llevado a Eitan, y si las consecuencias rebotarían en ellos también.
Llegada la mañana, la puerta se abrió fulminantemente y cortó la tensión con cuchillo. Era Eitan.
─Hay que huir ─declaró con la respiración agitada. Sus compañeros se le acercaron para indagarlo, pero los detuvo─. No hay tiempo para esto. Debemos irnos ahora.
Alanis retrocedió.
─Estoy de acuerdo ─expresó Dyn lo que jamás creyó que diría─. Si Moritz se enteró del incidente en el centro comercial, seguro sabrá también del encarcelamiento de Eitan. Quizás ya esté en camino.
─¿Pero de qué nos servirá huir? ¿Recuerdan esto?─ Alanis alzó la muñeca y señaló el rastreador adherido a ella─. Este dispositivo nos delatará, y cuando nos encuentren el castigo será peor.
La discusión se desenvolvió entre la desesperación de Alanis y la insistencia de Dyn. Juny no dio su opinión porque no tenía alguna definida, solo observó en silencio cómo las voces se iban incrementando a medida que se fortalecía el desacuerdo.
Ninguno se percató de que Eitan se había encerrado en el sanitario. Se sentó en el borde de la bañera y refugió la cabeza entre sus brazos. Él, que siempre aseguraba ser el centro de cualquier riña, por primera vez se quiso mantener ajeno a ella. Solo quería salir del hoyo. Desenterrarse.
Los brazos fueron descendiendo lentamente por su rostro hasta que su muñeca derecha quedó a la altura de sus ojos. La miró detenidamente. Luego, la apoyó sobre la rodilla. Deslizó la mano izquierda sobre el antebrazo derecho y rodeó la muñeca con los dedos, mientras que acariciaba con el pulgar el dispositivo metálico que tantos problemas le había causado. El pulgar comenzó a oprimir más el aparato y hurgarlo con la uña. Fuerte. Acelerado. El dolor estaba respaldado por la sed de libertad.
Una gota de sangre emergió del borde del dispositivo. No sería la única. El sudor que le caía de la frente se fusionó con la mancha roja que fue esparciéndose en el suelo. Había logrado despegar un extremo del metal. Lo mordió y comenzó a tironear. Con cada intento, un rugido despiadado. Forjó un poco más, cortándose la comisura del labio. Finalmente, logró arrancar el metal y lo escupió dentro del inodoro. Contuvo los alaridos y el llanto; no podía flaquear. Tiró de la cadena y vio el rastreador girar y girar hasta ser tragado por el ojo del remolino.
La herida resultó ser más profunda de lo esperado. Era un pozo que se iba colmando cada vez de más sangre. Descolgó una toalla blanca y, con su brazo sano, limpió el líquido espeso. No debía dejar huellas, la sangre delataría su vulnerable situación, y él no quería ser recordado como alguien débil. Cuando el suelo quedó purificado de cualquier rastro delator, envolvió su brazo con la toalla teñida de bordó. Curarlo, en ese instante, no era una prioridad.
Dyn chocó el puño contra la puerta del sanitario tres veces. Gritó por el nombre de Eitan, pero este no le respondió. Era lo único que le faltaba. Estaba furioso, no sabía si con él por jugarle la contra, o consigo mismo por confiarle su tiempo. El plan de escape resultaba cada vez más tentador.
«Pero nada puedo hacer si este... idiota... no... ¡Aparece!», gritó en su interior con cada patada que le daba a la puerta.
Mientras tanto, Juny los resguardaba espiando por la ventana. Alanis, en cambio, permaneció acurrucada en un rincón, tratando de controlar los nervios. ¿Por qué se comportaba así? ¿Por qué en los momentos de crisis no era capaz de mantener la calma? Se sentía una inútil.
─¡Abre la puerta! ─seguía gritando Dyn─. Alanis, ayúdame.
Ella no se movió. No pudo.
─¡Levántate!
«Te juro que lo intento», quiso responderle, pero la voz permaneció encerrada en su boca.
─¡A la mierda con todos ustedes! ─exclamó Dyn. Tomó su campera con la intención de largarse, pero el siguiente grito de Juny lo detuvo:
─¡Llegaron!
Por los pasillos, comenzó a escucharse el andar de Moritz y el equipo de refuerzo que había solicitado especialmente para la ocasión. Sus sombras se deslizaron por debajo de la puerta. No la golpearon, no les dieron tiempo para pensar en una escapatoria, directamente la derribaron y usurparon el dormitorio.
Cuando Alanis recapacitó, ya la habían capturado, al igual que a Dyn y a Juny.
Les ordenó a los guardias que comenzaran a inspeccionar en busca del cuarto paciente.
─Revisen todo. Armarios, camas, sanitario, ducha... Dumont no puede estar muy lejos.
─De hecho, señora... ─respondió el que había logrado desbloquear la puerta del tocador y se encontró con la ventana del mismo abierta. No hizo falta completar la frase.
─No puede ser... ─balbuceó Dyn. ¿Cómo no vieron llegar ese momento? Era de esperar que alguien tan egocéntrico como Eitan los apuñalaría por la espalda.
─¡Activen el rastreador! ─ordenó Moritz─. Ustedes dos ─se dirigió a los agentes que estaban escoltando la salida─. Búsquenlo.
Estos asintieron al unísono y se marcharon a trote, mientras sus colegas comenzaban a arrastrar a los tres jóvenes restantes hacia la salida. Fue cuando Alanis recapacitó.
─No, ustedes no entienden. Nosotros... ¡Por favor, escúchenme! Es culpa de ellos, ¡de ellos! ─gritó al cielo─. ¡Donde sea que estén, fue su culpa!
Pero la ignoraron. Ya se habían convencido de que no se trataba de una adolescente con impulsos rebeldes típicos de la edad; sin duda, estaba endemoniada por la locura.
Los condujeron a rastras de regreso hacia la clínica. No había nadie circulando debido las altas horas de la noche, todos los pacientes estaban en sus habitaciones correspondientes. Alanis espiaba el interior de cada una de ellas a medida que avanzaba hacia la suya.
Fue cuando vio algo que la cautivó desde el primer instante, algo tan irreal, que creyó que estaba alucinando. Por la ventanilla del dormitorio 66, vio una figura fantasmagórica emergiendo de la persona que estaba recostada sobre una camilla, conectada a electrodos, y cuyo rostro permanecía oculto bajo un nebulizador.
La silueta borrosa fue tallándose y precisando sus rasgos humanos a medida que se despegaba del cuerpo. Succionó su palidez, dejándolo pudrirse en un gris opaco para cobrar por sí misma un brillo fulminante. Luego, esbozó una sonrisa liberadora.
Alanis cruzó miradas con el espectro y reconoció en él el rostro de la chica de vestido floral que compró la pastilla amarilla.
De repente, sus brazos se endurecieron. Los alzó y le pegó en la cabeza al guardia que la sujetaba del lado derecho, y al otro le lanzó una patada trasera en la entrepierna. Ambos la soltaron instintivamente y se doblegaron de dolor.
Los demás agentes de seguridad escucharon el percance. Para entonces, sus colegas ya se habían incorporado y prendieron carrera tras ella. Vieron la puerta de la habitación 66 cerrándose lentamente, y antes que pudiera atrancarse, la empujaron y entraron. Pero solo encontraron el cuerpo de una paciente y una placa plateada colgada en la pared que llevaba tallado su nombre:
"Keisi Mel".
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