25. La candidata ideal
─¡Último momento! Hallaron a Eitan Dumont, el modelo de veintidós años que desapareció sin dejar rastros.
El mundo entero estaba pegado al televisor. De los cuarenta y ocho casos registrados hasta el momento, este había sido el primer resurgimiento de un desvanecido; así se comenzó a apodar a todo aquel cuya presencia era succionada por el agujero negro, otro término adoptado para explicar lo indescifrable.
La aparición de Eitan atravesó fronteras. Las calles fueron empapeladas por carteles que revelaban el rostro que tantos quisieron ver. Miles de reporteros se concentraron en la residencia Dumont para obtener la primicia de la verdad, así como ciudadanos que habían seguido la historia desde el principio.
Eitan los miraba desde las alturas a través de la ventana de su dormitorio. En sus dieciséis años de carrera no había llamado tanto la atención como en aquel momento. Contó trescientas cincuenta y nueve cabezas alrededor del portón. Todos ellos tenían el propósito de meter sus narices y olisquear en busca de detalles mórbidos, pero no les daría el gusto. Nadie sabría de Idealidad, conservaría su recuerdo para sí, como buen egoísta que era.
Felicia abrió la puerta.
─¿Puedo pasar?
─Ya lo hiciste.
Avanzó hacia su hermano y miró afuera.
─Pensar que todos ellos, al principio, me trataron de loca...
─Estoy seguro de que lo siguen haciendo.
─Por eso debes contarles lo que pasó.
─Te dije anoche que no revelaré nada.
─El mundo entero estuvo buscándote. Les debes una explicación.
─Querrás decir: te la debo a ti.
─Especialmente. ¿Piensas que fue sencillo para mí no saber dónde estabas? ¿Sabes lo desesperada que estuve buscando pruebas de tu existencia? ¿Y cómo crees que me sentí cuando la policía me avisó que te habían encontrado, inconsciente, en medio de la ruta?
─Ya calla.
─No lo haré hasta que me digas lo que sabes. Me lo debes a mí y a toda la gente que pasa sus noches susurrando plegarias por los desvanecidos y rezan para no ser los próximos. No tienes idea de lo que están sufriendo por...
Eitan alzó su mano y la estrelló contra Felicia.
─¡Te dije que te callaras! ─gritó y preparó la palma para el segundo bofetón.
Ella se encogió, cubriendo su rostro, y con la respiración entrecortada le susurró que se detuviera. Eitan la miró desde arriba, tan pequeña y acongojada. De repente, le pareció que los separaban metros de altura, que sus piernas se habían extendido al techo y que a ella le habían cortado las suyas.
Tan pronto Felicia soltó un sollozo, él recordó que su mano seguía tremolando en el aire. La sujetó con la otra, como si tuviera motivación propia de atacar, y la bajó lentamente.
─Vete.
Ella se aferró al borde de la ventana y se impulsó hacia arriba.
─Necesitas hablar con alguien, Eitan...
─¡Vete!
Felicia corrió a la salida antes de ser abatida por otro golpe. Mientras tanto, Eitan contemplaba la mano traidora. Presionó sus dedos y, una vez más, alzó el puño, pero en esta oportunidad para traspasar la ventana. La rompió, presentándose frente a las cámaras que demandaban escándalo y a las personas que lo creían un desesperado en busca de atención. Así, confirmaron sus sospechas.
***
La cancha municipal estaba vacía. Hacía instantes había terminado el partido final del campeonato anual. El equipo local perdió, y con ello se cumplieron cuatro años desde la última vez que llevaron un trofeo a casa. Era de esperar, no contaban con la mejor jugadora que tenían.
Juny se sintía en falta estando sentada en la banca. Le había fallado al equipo, al entrenador, a los padres de Jia... a Jia.
Unos días atrás tuvo una epifanía: su gemela pudo haber muerto en el accidente. Su teoría no tenía ninguna lógica, pero nada de lo que vivió el último tiempo lo tuvo. Quizás ahora estaba encapsulada en su cuerpo y no tendría cómo salir de él.
Se le fue ocurriendo una idea más descabellada que la anterior, pero no descartó ninguna.
Después de que el marcador anunciara el triunfo del equipo invitado y el público se disipara por la salida, Juny le pidió a los padres de Jia que la esperaran afuera. Quiso sentir la presencia de su gemela por última vez.
Recorrió la cancha con sus muletas tras un balón que se había caído de la estantería. Se agachó a recogerla concentrando el peso de su cuerpo sobre una pierna; a la otra, envuelta en un yeso, la dejó reposar en el aire. La pelota estaba tibia, y sospechó que fue esa misma con la que se anunció la derrota de su equipo. Jia no era digna de ese resultado, merecía una victoria más.
Juny se ubicó en la línea de tiro libre y paseó la pelota de mano en mano. Su hermana le había dado la posibilidad de vivir lo que siempre soñó, pero jamás se animó a hacer. Estaba profundamente agradecida por ello y quiso demostrarlo. Flexionó sus piernas, estiró los brazos, lanzó el balón y lo acompañó durante su recorrido hacia el aro.
Pero este se desvió y fue brincando en dirección a las gradas. Juny escuchó el eco de cada rebote como una gran carcajada burlona. Sus brazos ya no poseían la fuerza ni la destreza heredada por su gemela. Jia se las había llevado consigo.
Desconocía que, en realidad, su gemela había ganado una segunda oportunidad para sí en Idealidad. Cuando le ofrecimos participar de la misión, ella apostó por cualquier cosa con tal de conseguir la recompensa ideal. No le importaba cuán caro fuera el precio: renunciar a su cuerpo moribundo y clausurar en él un alma tan ingenua como la de su hermana. Nada valía más para Jia que la perfección. Y para nosotros, los ideales, era algo digno de alabar.
***
La mañana estaba bellísima, el clima, exquisito, y el ánimo, rebosante. Dyn se sintió bien después de años. Se levantó de la cama a las siete de la mañana, lo que normalmente le resultaba enfermizo, pero en la actualidad le parecía una excelente excusa para aprovechar el día.
Brincó de la manta al compás de un canturreo de Sowing The Seeds Of Love y salió al jardín trasero, donde colgaban unas naranjas frescas para el desayuno. Había montado su propia huerta para ahorrarse los viajes al mercado. Exprimió la fruta, tostó pan y abrió el frasco de mermelada casera. Era su desayuno habitual, pero no se aburría de él. El sabor resurgía como un gusto nuevo con cada bocado.
Vistió los pantalones blancos y la camisa amarilla que se puso el día anterior y un día previo a ese, y salió a dar su caminata matutina, acoplándose a las personas enfiladas en la vereda que lo guiarían a su nuevo trabajo.
Había optado por ser agricultor. Le encantaba sentir la frescura de la tierra al hundir sus manos en ella. Cumplía seis horas en el campo, y luego retornaba a su hogar y dedicaba cuatro más a su propia cosecha.
Entre que se bañaba, cocinaba y cenaba, ya se hacía la hora de dormir. Dyn entonces retornaba a su cama y contemplaba el techo hasta que sus ojos se cerraban. Su mirada se cubría de negro, omitiendo los sueños que intentaban infiltrarse. Ya ningún miedo lo acechaba de noche, ni dudas al despertar, o inquietudes durante el día. Su mente repelía cualquier pensamiento, y eso fue todo lo que necesitó para recuperar la paz.
***
La mañana era la misma de siempre, el clima, tibio y el ánimo, inapetente. Alanis suspiró. Se despertó a las once de la mañana, lo que normalmente hacía y no pretendía cambiar.
Apartó la manta y cayó al suelo, puesto que tardaba casi una hora en acaparar la energía suficiente para ponerse de pie. Salió al jardín trasero para comprobar que todo seguía igual: cielo despejado y silencio absoluto. De pronto, sintió una gran apetencia por una porción jugosa de carne y se incriminó por ello. El afán por lo prohibido la desafiaba constantemente.
Abrió el armario en busca de un nuevo conjunto, pero la cantidad y variedad de colores era escasa, y rápidamente comprobó que ya había hecho todas las combinaciones posibles.
Espió la calle por la ventana. No había nadie marchando a esa hora, todos estaban en sus respectivos trabajos. Alanis sería la única en llegar tarde... otra vez. Había optado por un puesto de locución en la estación central de trenes, donde debía anunciar la llegada y salida de cada vehículo. Le resultaba inútil, puesto que los conductores eran puntuales y los pasajeros sabían sus horarios de memoria. Ella actuaba como una voz fantasma; supuso, entonces, que nadie notaría si se ausentaba un día.
Salió a pasear. No sabía a dónde la llevarían sus pies hoy, pero no esperaba sorpresa alguna. Estaba segura de que ya conocía cada rincón dentro de los cinco kilómetros a la redonda.
Fue entonces que vio a Dyn por primera vez en días.
Su último encuentro había sido en la Ceremonia de Conversión. Lo distinguió con dificultad porque en su rostro no quedó registro de sus líneas de expresión: los arcos de asombro que se dibujaron en su frente cuando la conoció, las bolsas negras que colgaron de sus ojos durante la noche que encarcelaron a Eitan, las rayas que cruzaron sus mejillas al quedar boquiabierto ante la inesperada propuesta ideal... Todas aquellas experiencias que alguna vez se marcaron en su piel se habían borrado, y Alanis supuso que con ellas, también los recuerdos.
Pasó una semana desde La Conversión, y el efecto ideal se había reflejado en su exterior, alisando sus ondulaciones, enterneciendo su piel, entallando su figura, agrandándole los ojos y suavizando su voz. Pero seguía siendo la misma chica de perplejidad imparable que dudaba de todos, hasta de sí misma.
Cuando regresó a su casa, fue directo al jardín trasero y se descalzó.
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