23. Cenizas
Mireya se presentó en la casa de Alanis con una segunda canasta de verduras.
─¿Acaso las vendes? ─le preguntó esta última.
─Es mi manera de disculparme.
─Para tu información, los veganos no comemos solo lechuga, tomate y zanahoria ─aclaró Alanis tras inspeccionar el contenido─. Entra. Te enseñaré. ─Se dirigió a la cocina y comenzó a vaciar el canasto que, por cierto, era más grande que el anterior─. Pero, primero, me gustaría que me expliques por qué te fuiste tan enojada el otro día.
─Estaba cansada.
─Me diste la misma excusa la primera vez que huiste de mí.
─No es cierto. ─Mireya bajó la cabeza.
─Volviste a hacerlo.
─¿Qué?
─Esquivarme. Ni siquiera puedes sostenerme la mirada. Estás distante y no sé por qué. Hace unos días éramos inseparables, pasábamos todo el día juntas y hablábamos de cualquier cosa. Te convertiste en la persona que mejor me conoce, y estaba contenta de que lo seas. No quiero perder nuestra amistad por un malentendido.
─Malentendido... ─Mireya asintió, más por desconcierto que por aceptación─. Tienes razón, eso es lo que fue. Me alegra que lo hayamos aclarado.
Alanis estiró una sonrisa apaciguadora.
Fue recién entonces que Mireya tomó el valor de poner su frente en alto, pero cuando quiso aproximarse a ella para abrazarla, unos golpes picaron contra la puerta y la obligaron a detenerse.
─¿Quién es? ─gritó la dueña de la casa.
─Mmm... Hola... ¿aquí vive Alanis? ─se escuchó desde el otro lado una voz masculina y claramente agitada, como si hubiera corrido su camino hasta allí.
Ella supo reconocerla de inmediato. Soltó a su amiga y trotó hacia la puerta para recibir a aquella persona que tanto ansiaba ver. Allí, a ciencia cierta, estaba el chico que le había arrebatado toda la paz con su ida y regresó para reestablecer su pulso cardíaco.
Dyn la asaltó con un abrazo tan fuerte que por poco le crujió los huesos.
─Estaba tan preocupada... ─le susurró ella. Hubiera llorado si su condición se lo permitiera. Pese a no haberse convertido aún, estaba absorbiendo gradualmente atributos de ideal.
Pero Dyn pudo hacerlo, no logró controlarlo. La sujetó con firmeza, decidido a no perderla nunca más, y derramó las lágrimas que mantuvo retraídas por demasiado tiempo.
─Te están buscando en Tierra ─soltó sin más, entre que sobaba su nariz─. La policía está rastreando cada sitio que pisaste. No vuelvas, por favor. Aquí estarás a salvo.
Alanis dedujo quién podría estar vigilando sus huellas, pero decidió omitir las explicaciones. Lo último que quería era aterrar a Dyn revelándole los errores que había cometido en el pasado. Ahora era una persona distinta, madura, mejor. Esa era la versión que quería dar a conocer frente al chico. Él, por suerte, lo notó al instante.
─Estás diferente ─le dijo al apartarse unos centímetros y mirarla de pies a cabeza─. Tu rostro cambió, tu cabello también. ¿Nuevo corte?
─No.
─Estás muy...
─¿Linda? ─se esperanzó Alanis.
Dyn desplegó una sonrisa discreta y rio para sí.
─En ese aspecto, estás igual que antes.
Alanis no se esperaba esa respuesta, era la que menos deseaba oír. ¿Le estaba insinuando que no veía los cambios que ella notaba en su propia piel? Tal vez, nunca se había detenido a mirarla como ella hubiera querido, por lo tanto, no podía percatarse de su transformación.
─Qué bueno saberlo ─desairó bajo susurros y se dirigió a sentarse en el sofá.
─Oye, no. ─Dyn se apresuró a alcanzarla y sentarse junto a ella─. Quise decir que sí, estás linda. Hermosa ─recalcó y la sujetó de ambas manos─. Siempre lo fuiste.
La mirada de la chica se iluminó en un santiamén. Era impresionante el efecto que aquellas palabras pudieron causar en ella.
─No es solo eso. Te noto más tranquila, con los pies en la tierra ─continuó Dyn. De inmediato se percató de la ironía y rio, causando en Alanis una pequeña mueca que no llegó a convertirse en sonrisa─. Estás segura de ti misma, como si al fin te sintieras a salvo.
De vuelta, Dyn había dado en todo, menos en el clavo. Esta vez, la que se rio irónicamente fue Alanis y él la acompañó con una mueca de desconcierto.
─Si supieras... ─murmuró ella─. Lo cierto es que no me está gustando Idealidad. Para nada. Mireya cree que estoy empecinada a ver la mitad vacía del vaso, pero...
─¿Quién?
─Oh, claro, no te la presenté. Ella es... ─Alanis se levantó del sofá para señalar la cocina, donde había dejado a su amiga antes de la llegada de Dyn. Solo entonces se percató de que la chica brillaba por su ausencia y que la puerta de entrada había quedado entreabierta.
Una intensa vibración de la tierra interrumpió sus pensamientos y la hizo perder el equilibrio. Dyn la atajó antes de que cayera al suelo y, juntos, se apresuraron a esconderse debajo de la mesa e intercambiaron miradas de asombro. Únicamente ellos sabían lo que un temblor anunciaba.
***
Un ideal arrojado cuesta abajo, otro abofeteado, uno más derribado con una patada. Eitan se desquitó con todos los que se le acercaban. No sabía qué era lo que lo tenía tan fuera de sí, pero el placer de la violencia lo reconfortó. Siguió avanzando por el suelo trémulo a medida que sorteaba golpes gratuitos, dejando una hilera de personas aturdidas detrás.
Alanis y Dyn lo encontraron tras seguir la pista de heridos. Intentaron frenarlo maniobrando con precaución, porque sabían que por el más mínimo movimiento desacertado, el puño fuera de control podría aterrizar sobre ellos. Juntos, apresaron sus manos y lo alejaron del tumulto.
─¿¡Qué haces?! ─le gritó Dyn cuando lo sentaron en una esquina desierta.
─Me descargo. Inténtalo, Atelís, te hace falta.
─Los ideales no tienen nada que ver con tu constante malhumor.
─¿Estás seguro? De lo que recuerdo, fueron ellos los que me mandaron a lidiar con un asesino.
Esta frase incitó a Alanis a preguntarle, aterrada:
─¿Dónde está tu terrestre?
Eitan representó la novedad con una pantomima: viró una mano alrededor del cuello, la estiró, torció su cabeza, puso los ojos en blanco y, como toque final, dejó caer la lengua a un costado.
Su pequeña audiencia se disgustó con la actuación mediocre.
─¿No hiciste nada para evitarlo? ─se horrorizó Dyn.
─¿Por qué yo lo haría si yo lo incité a hacerlo?
Querían preguntarle qué lo llevó a tomar semejante decisión, pero el brillo de satisfacción que titilaba en los ojos de Eitan los abstuvo de seguir la charla. Prefirieron quedarse con la duda antes que destapar una historia que, por su protagonista, imaginaron perversa y sangrienta.
─Los tres fallamos ─balbuceó Alanis al cabo de una larga pausa, donde ella merodeó alrededor de sus compañeros─. ¿Qué dice eso de nosotros?
─¿Que somos un fracaso? ─sugirió Dyn.
─¿Quién dijo que yo fallé? Yo conseguí lo que quería ─se opuso Eitan.
─¿No sientes culpa por haber dejado que alguien se quitara la vida?
─¿Culpa? En lo absoluto. Yo eliminé una amenaza.
Alanis encendió sus ojos taciturnos y los clavó en el dueño de la última confesión.
─Quizás de eso se trate ─razonó.
─¿De qué hablas?
La chica se adelantó hacia ellos.
─El plan es terminar con el peligro en Tierra para conseguir equilibrio aquí, ¿cierto? Pero ya saben cómo funciona nuestro mundo: combatimos fuego con fuego; una guerra se resuelve con otra más fuerte. Los ideales mismos no pueden hacer nada al respecto porque no responden a la violencia. Nosotros sí. Para eso nos necesitan: para aniquilar. No pretenden que tornemos un error en un acierto, sino que lo eliminemos por completo.
─Si es así, Eitan y yo cumplimos la meta. ¿Pero tú? ─le preguntó Dyn ─. Keisi no significaba una amenaza para nadie.
─Sí lo era. Para su ideal.
─En ese sentido, todos los terrestres somos una amenaza.
─Ajá...
─Entonces, todos deberíamos ser aniquilados.
─O convertidos.
Dyn se sentía mareado.
─Pero... ─Se detuvo a meditar lo que diría─. Si los ideales quieren transformarnos en iguales para conservar su mundo, volverían a sufrir de sobrepoblación. La historia se repetiría. No tiene sentido.
─Es cierto, es ilógico. Salvo que... ─La chica paseó un dedo por la sien─. También pretendan que aniquilemos ideales. Quieren transformarnos en un arma de destrucción masiva.
─Dices una tontería tras otra ─bufó Eitan.
Alanis estuvo por desplegar una larga lista de argumentos, pero él no estuvo dispuesto a escucharla, ni mucho menos a darle la razón. Su destino estaba prescrito desde los seis años de edad, cuando un cazatalentos le prometió una cifra de innumerables ceros para convertirlo en la nueva promesa de la industria del modelaje. Se rehusaba a que, otra vez, quisieran determinar sus pasos a seguir.
Jamás imaginó que, al dar unos pasos hacia adelante, se encontraría con el motivo que lo llevaría a la destrucción que Alanis predijo.
Su ideal se presentó ante él, sumergido en un círculo de lodo que estaba encontrando el camino hacia sus rodillas. Eitan se dejó encandilar por el aura brillante que rodeaba al ente. ¿Cómo alguien idéntico a él podía ser mejor? El ente gris carecía de las defectos que Eitan enterraba bajo una careta de perfección.
─¿Qué haces? ─le preguntó Alanis al verlo caminar sobre la tierra mojada─. No le hagas nada. Podría ser caótico.
Eitan enrolló con el dedo índice un mechón que caía por la frente del ideal. Una quemadura espiral se delineó por debajo del rizo.
─¡¿Enloqueciste?! ─exclamó Dyn por detrás─. ¡Está prohibido tocar a tu propio ideal!
Pero ya era demasiado tarde para evitarlo.
Eitan comenzó a sentir un sabor metálico en boca. Una gota de sangre salió de adentro y cayó en el suelo. La miró, desconcertado, entre que palpaba sus labios para encontrar alguna herida. No encontró nada.
Alzó la cabeza y vio a Alanis espantada, al igual que Dyn. Volvió al frente y descubrió el motivo: de la boca de su ideal caía sangre a borbotones, la cabeza comenzó a desplumarse, los pómulos se arrugaron cual pasas, y su cuerpo fue sorprendido por un ataque de convulsiones.
El terrestre quiso detenerlo, pero entre más lo tocaba, se potenciaba el zarandeo. Miró a Alanis y Dyn. Por primera vez desde que se conocieron, notaron miedo en su rostro.
Un soplo de polvo impactó contra Eitan y lo cubrió. Cuando logró quitarse parte de la suciedad y entreabrió los ojos, notó que las cenizas brotaban del pecho del ideal, y con ellas, él se iba consumiendo. Su tez fue palideciendo, y por un instante fugaz todos pudieron volver a ver al ideal reluciente que solía ser. Pero pronto el brillo se apagó y su piel se transparentó. Y con tan solo pestañar, lo perdieron de vista. Un torbellino de partículas grises quedó flotando en círculos alrededor del lodo.
Eso era todo: cenizas. Lo único que Eitan logró conservar de su ideal era un cúmulo de polvo que se disolvería con una simple lluvia.
Dyn y Alanis corrieron hacia él.
─¿Estás bien? ─le preguntó ella. Sabía que era una pregunta innecesaria, mas ninguna parecía ser lo suficiente adecuada frente a una situación surreal como aquella.
Eitan no respondió. Se entretuvo con una pequeña luz blanca que sobresalía de la palma de su mano y fue disparando líneas púrpuras en ascenso por sus brazos. Dyn le advirtió sobre los demás rayos que corrían por sus cara, y Alanis, sobre los que se traslucían a través de su pantalón. Todos ellos apuntaron camino hacia el pecho, y una vez que se encontraron allí, se potenciaron en un enorme centello que revistió de blanco cada extremidad de su cuerpo.
Una vez que la luz se extinguió, la silueta blanca desapareció también, y sumergidos en lodo y desconcierto, quedaron solo Alanis y Dyn.
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